Otra estrella invisible

La memoria del sabor

La sorpresa absoluta de este viaje a Madrid es Hannah, o Sushi Bar Hannah, como dice en su web: una barra japonesa que se me presenta sin esperarla. Nunca había oído del local, nadie me había hablado de él y tampoco había leído críticas o reseñas al uso, aunque tampoco es raro; no soy lector frecuente de los marujeos culinarios. Ni siquiera una mención en la red del Musk, aunque en cuanto publique esto me aparezcan dos docenas. Para serlo, la sorpresa exige un punto de partida, que viene a ser el desconocimiento; la ignorancia abre siempre la puerta al descubrimiento, solo es cuestión de actitud. Me lleva Laura Morcillo, la jefa del Mom, y pasado el tercer requiebro de la barra me siento el comensal más parcial del momento: me fascina lo que veo y todavía más lo que voy comiendo.

 

He llegado arrastrado por el navegador a un callejón al que nunca hubiera entrado solo, no por sórdido -no es un local de Ginza, al estilo del de La cantina de Medianoche, de Netflix; epásenla si ya la han visto- sino por intrascendente. Anodino y gris, separa la sede de Serrano de El Corte Inglés del Hotel Villamagna; una especie de zona desmilitarizada en la que la presencia de Hannah entre los restaurantes del complejo hotelero suena a incrustación atípica. Dos medias cortinas cubriendo la puerta al estilo japonés, son la única identificación del local, entre puertas de servicio o entradas traseras a los comedores del Villamagna.

 

Pasada la barrera formal de las cortinas, llegas a un local pulcro y sencillo. Manda una barra con diez asientos tras las que trabaja Janek Fleming, cocinero británico con una parte de sangre polaca y mucho espíritu japones flotando sobre sus principios culinarios, y tengo la sensación que marcando su vida. Cinco mesas frente a la barra completan el local. En este mediodía de principios de febrero hay espacio disponible para el almuerzo, y me dicen que no sucede por las noches. Acabado el almuerzo pienso que lo más increíble es que tampoco estuviera lleno durante la comida. Han bastado dos horas para que Hannah se me presente como una revelación: es una de las mejores comidas de los últimos años. No te piques, querido, pude que la tuya estuviera entre las otras pocas.

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Janek Fleming muestra los ingredientes que van a construir el menú de hoy.

Me quedo prendado de la ortodoxia que lo empapa todo, la precisión de movimientos, la coreografía que orquesta el itamae con movimientos que parecen medidos, siempre pausados, la delicada elegancia que se respira en cada gesto, la minuciosa puesta en escena del servicio y la breve explicación de cada bocado… Otra enseñanza: se puede ser breve, preciso, explícito y elocuente; aprendan, estimados recitadores de platos en la mesa, el aburrimiento es una sensación inducida.

 

Todo concuerda y engancha desde el primer gesto, que se concreta en el montaje de una bandeja kaiseki. Cinco bocados que anuncian la diferencia, empezando por una pieza de semen de lubina que llama la atención, con una textura más entera y densa que la del semen de atún rojo (el único que recuerdo haber probado antes, aunque sea en conserva; Gadira me hizo adicto), una simple y elocuente seta cultivada (maitake; grifola) completa el quinteto junto a un salmonete laminado y un corte de pulpo con ensalada de pepino (sunomono), exhibiendo las líneas de sabor que llevan a lo que hoy hemos decidido llamar umami. Ante todo, un ejemplo de como se encara el principio de un menú, lo que hoy llamamos aperitivo: impactando, llamando la atención, emocionando al comensal y dejándole con ganas de lo que está por llegar, sea lo que sea.

 

Son el pistoletazo de salida de una comida que viene a ser un reclamo que exige atención. Desde la sopa de dashi, navajas y almejas hasta el hígado de rape, la oreja de mar (abalón) al vapor servida con una crema hecha con el hígado, la sutil y llamativa combinación de centollo desmigado y erizos, el bogavante… todo habla de un recorrido sabroso, detallista y elegante por los recovecos de la escala de sabores.

 

Estás a punto de dejarte ir cuando aparecen unos nigiri que acaban siendo un mazazo. Diez piezas que configuran un paisaje que me deja patidifuso. El arroz está tibio, como siempre me ha gustado que sea -nunca entendí el arroz frío en el nigiri; me parece un desatinado ninguneo hacia uno de los dos ingredientes principales del bocado- y también lo están los pescados y mariscos que lo acompañan: vieira con erizo, ventresca de trucha, quisquilla y cigala, creciendo hacia la notable presencia del atún (lomo, chu toro, otoro), para relajarse luego con la elegancia de las ventrescas de dorada y de pargo. Acompañándolos, unos encurtidos japoneses (nada de soya, bravo) que hablan de otras cosas: bulbos parecidos a los del lirio, cortes de parientes del nenúfar en otros… Aquí hay trabajo, búsqueda y fidelidad.

 

Cuando llega el temaki -forma cilíndrica, algo suelto, de al menos 10 centímetros de altura, solo arroz, tartar de atún y una lámina de alga nori sabrosa y crujiente- estás al borde de la resistencia, pero es un reclamo poderoso y cada bocado exige el siguiente. El postre de fresas blancas que cierra el festival es un ejercicio de estilo que habla de buenas maneras y oportunidades.

 

Mientras como, me pregunto que lugar ocupa el trabajo del cocinero que se mueve frente a mi en el escalafón culinario. A estas alturas sigo con la Michelin entre los ojos -las listas me hablan más de popularidad que de cocina, y las nuevas guías, como la Macarfi empiezan a evidenciar las servidumbres que acaban degradándolas– y aquí no veo placas, muñequitos construidos con ruedas u otra parafernalia. Busco el restaurante con disimulo en la aplicación de la guía, usando mi teléfono, y no veo constancia de su existencia; alguien hizo mal su trabajo en Michelin. Hannah debería estar entre los seleccionados. Es otro de esos restaurantes que exhiben el signo distintivo de la estrella invisible.

 

No es nuevo, pero nunca deja de sorprender lo alejados de la realidad que a veces está el equipo español de la guía francesa (bueno, también los de Italia y Francia; a veces reparten estrellas a cocineros y cocinas que trabajan por lo penal). Solo un detalle. La anterior directora de la guía que siempre ha preferido ignorar algunos restaurantes, recorre ahora Madrid, tuiteando elogios y parabienes (#quebiensecomeenmadrid) sobre cocinas y restaurantes a los que prefirió ignorar cuando ejercía. Así van las cosas. No son las estrellas las que me empujan a elegir un restaurante, pero entiendo que para la mayoría del público son factor determinante: se les debe exigir rigor.

 

Este Madrid tiene restaurantes con tanta cocina como las de algunas estrellas que celebro, y mucha más que otras que me parecen de mentirijillas; compradas en el todo a cien del barrio. Prefiero estrellas invisibles, como la de Sacha, La Buena Vida (me parece la exaltación de la realidad culinaria burguesa; lo visito en cada viaje) y ahora este Hannah que acaba de alegrarme el viaje.

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