El domingo por la mañana no suele haber muchas inauguraciones relacionadas con el ambiente gastronómico. Y si las hubiera, yo confieso que intentaría escaquearme siempre que me fuera posible. Sin embargo el otro día sabía que iban a subir la persiana del recuperado Velódromo y no dudé en asomar la nariz a una fiesta dominical en la que me encontré a un montón de conocidos que celebraban el regreso del emblemático establecimiento barcelonés.

Mientras volvía a casa me pareció curioso que todas aquellas personas a las que desde hace años veo a menudo por cuestiones profesionales coincidiéramos, mucho antes de conocernos, en aquel bar en el que resulta que todos pasamos horas y horas cuando éramos jóvenes y decíamos que estudiábamos.
Hemos escrito mucho de la apuesta de algunos chefs creativos barceloneses por la cocina tradicional o por las tapas clásicas. Cuando nos parecía que ya habíamos recuperado todo lo gastronómicamente recuperable, nos damos cuenta de que lo que nos hace una ilusión bárbara es que alguien nos devuelva un paisaje de nuestra memoria. Soñar que podremos volver a reunirnos con nuestros colegas sin prisas ni formalismos, mientras comemos algo o compartimos unas cervezas. En los pueblos tienen su casino y en las ciudades grandes pedimos a gritos un lugar donde nos parezca que el mundo es más pequeño.

Carles Abellán -¡qué cocinero tan listo!- dice que ni siquiera aspira a que la comida sea lo más importante del Velódromo. Él y sus socios de Moritz -dueños del local- pretenden crear un espacio de encuentro social. Un sitio en el que podamos picar algo o ponernos las botas. Y, si nos apetece, jugar al billar o a las cartas. Qué interesante tendencia la de relajarnos un poco en la mesa. Lástima que ahora que tenemos el bar, y un poquito más de suelto en el bolsillo, nos falte tiempo para quedar con los amigos.