El negocio y el oficio

La memoria del sabor

Me inquieta que hayamos convertido a Noma en un modelo, cuando solo fue un ejemplo.

Cara Pina, me pedías en Twitter mi opinión sobre el artículo que escribiste el lunes en República. Lo titulabas ‘Che futuro ha l’alta ristorazione?’ -¿Qué futuro tiene la alta restauración?-, uno de los que han respondido esta semana y la anterior al anuncio hecho por el Redzepi de que cerrará Noma dentro de un año para construir otro negocio; dice que será un laboratorio de investigación gastronómica. He leído otros, además de los que citas en tu texto, y ya escribí (poco) sobre lo de Redzepi, que ante todo me provoca indiferencia, aunque tu texto plantea cosas de las que merece la pena hablar, especialmente del oficio de cocinero y el restaurante como negocio. Mejor respondo por aquí; si abro un hilo en Twitter con 280 caracteres por entrega no acabaría nunca.

 

Me surge una respuesta rápida a tu titular: la alta cocina no morirá nunca. El nuestro es un mundo de desigualdades, de ricos y pobres distribuidos en sus propios guetos (puede leerese comedores), en el que también hay no tan ricos y no tan pobres que ejercen de bisagra, y la alta cocina siempre estuvo, está y estará del lado minoritario del muro que separa esas dos realidades. De una parte, los pocos que se lo pueden permitir y los invitados a mirarlo desde una esquina, que venimos a ser los periodistas, y de la otra el resto del mundo. Así es desde que se crearon los restaurantes hace doscientos cuarenta años, y así seguirá siendo cuando ni se acuerden de nosotros. El restaurante de lujo es uno de los espacios reservados a los poderosos, objeto del deseo eterno de las clases medias emergentes, y los pocos que pasamos por él sin formar parte del grupo somos anomalías genéticas.

 

No creo que el tema real que plantea tu artículo sea el final o no de la alta cocina, ni siquiera su futuro, sino el cambio que se vive en el modelo de negocio y en la forma de ejercer el oficio de cocinero. Hablemos de restaurantes y cocineros, del negocio y del oficio. Hoy ya no se habla de esas cosas; preferimos dejarlas ocultas bajo el vuelo del mantel, y las esquivamos como si quemaran, seguramente porque queman.

 

Lo primero que me inquieta es que el universo gastronómico haya convertido Noma en un modelo, cuando no pasó de ser un ejemplo. Es el mismo caso que pueden vivir Mugaritz, Ostería Francescana, Alchemist, El Celler de Can Roca, Boragó, Eleven Madison o Diverxo. No pueden ser modelos porque no son replicables; en todo caso son rarezas. ¿Imaginas a alguien intentando imitar el modelo de Diverxo sin caer en el ridículo? Si hablamos de elBulli, ni siquiera fue una rareza; visto ahora, me parece una incoherencia del sistema, algo que ocurre una vez y no se vuelve a repetir.

 

Y si Noma fuera el modelo ¿Para quién podría serlo? ¿Cuántos cocineros en el mundo pueden aspirar a eso? Los Reed de Restaurants ya lo han cuantificado: los 350 a los que han hecho un hueco en sus listas (serían 400, pero algunos salen repetidos). Aunque aceptáramos esa cifra como real, que no lo es (en América Latina todavía es difícil encontrar 40 restaurantes que merezcan estar entre los mejores de nada que no sea su ciudad), ¿cuántos de los 8.000 millones de habitantes que calculan compartíamos el planeta al acabar el 22, han comido o podrían llegar a comer en ellos? Lo sé, el mío es un argumento fariseo. Tanto como la pretensión de convertir en fenómenos sociales y ejemplos de vida a unos hombres (y muy pocas mujeres) que visten de cocinero en sus sesiones de fotos.

 

Hablamos de otra historia. El anuncio de Redzepi suscitó dos preguntas que, veo, no se ha hecho mucha gente. Si Noma no es económicamente sostenible (sus emociones quedan para el psicoanalista y los íntimos; no van incluidas en la factura), ¿por qué lo mantuvo abierto estos años? ¿Qué razones puede haber para anunciarlo y esperar un año? ¿Le gusta perder dinero? Las respuestas darían contexto, pero no explicarían lo que importa. ¿Cuándo olvidaron que el restaurante es un negocio? ¿Cuándo dejaron de contemplar el trabajo del cocinero como un oficio?

 

Me fascina y me espanta ver como se sobresalta el universo gastronómico, cuando uno de los cocineros más conocidos del momento se confiesa como un pésimo empresario.

 

La alta cocina siempre se ha entendido como un negocio. Con una clientela reducida, casi endogámica, pero relativamente próspero. Más todavía cuando las cosas marchaban bien y las estrellas Michelin soportaban los precios, el flujo de clientes (mayoritariamente extranjeros) y las aventuras paralelas. Solían llegar después de la tercera estrella, lo que te arrastraba al precipicio (hubo algún suicidio) cuando la perdías antes de llegar a consolidar las nuevas aventuras.

 

Tener un buen negocio no significaba que el dueño de un gran restaurante fuera rico. Daba para vivir bien, tener una buena casa, una buen segunda residencia, pagar carreras universitarias, viajar por el mundo y no mirar la cuenta corriente de reojo cuando llegaban las facturas de la mercadería. Hace treinta y seis años, Jesús Oyarbide me permitió conocer la contabilidad de Zalacaín, el primer restaurante español que llegó a las tres estrellas en la Michelin. Era el restaurante más caro de España, pero la realidad es que rara vez superaba el 8 % de margen de beneficio sobre el precio de la factura. Por cada 1000 € que ingresaban, ganaban 80. Entonces había pesetas, pero el porcentaje tampoco cambió con el euro. A veces llegaba al 10 %.

 

Esos márgenes comerciales exigían comedores llenos. Por eso la necesidad de perseguir permanentemente la excelencia y afrontar los costes que implicaba, por eso la atención personalizada del propietario o el cocinero -ya empezaba a ser propietario-, ganándose la preferencia del cliente, uno a uno, por eso la necesidad de estar cada día, en cada servicio. Algunos, muy pocos, tenían entonces segundas marcas, y todavía eran menos los que se aventuraban con el catering, las bodas y los banquetes. Estaba mal visto. Entonces no tenían Dubái.

 

Zalacaín, Jockey o Horcher, por citar tres restaurantes en Madrid, no eran modelos, sino elecciones arriesgadas que salieron bien. Otros lo intentaron y fracasaron. En algunos casos cometieron el error de pensar que eran como sus clientes -les iba lo suficientemente bien para parecerse, pero no tanto como para serlo- y eso siempre pasa factura.

 

No hace falta que los grandes restaurantes tengan un 8, un 10 o un 12% de beneficio. Muchos empresarios buscan y consiguen márgenes del 30%, incluso mayores. Depende del tipo de cocina y del modelo de negocio -no es un descubrimiento: tiene más margen un restaurante de cocina popular que uno de alta cocina- pero como en cualquier empresa, cuando no se alcanzan los objetivos hay que cambiar el modelo. Cuando cobras alrededor de 700 euros por comensal y no te salen las cuentas, significa que te estás equivocando. En ese caso, solo tienes tres caminos: subir los precios, bajar los costes o cerrar. También habría lista de espera si Noma costara 850 euros.

 

Entiendo que los costes han subido y que los de los grandes restaurantes se han multiplicado. Empezando por el sueldo de los dos, a veces tres, profesionales que se encargan del trabajo que dejó de hacer el chef estrella cuando lo elevaron al Olimpo. Añade el de su asistente personal, el jefe de prensa, el community manager y la súper agencia internacional que se lleva un buen dinero por tenerlo a bien con guías y listas. Todavía faltan los viajes, los hoteles y las comidas de los periodistas que componen el séquito; ellos no viajan por su cuenta y el cocinero no puede vivir sin su derroche de adjetivos. El coste inmobiliario se ha disparado como el de la mano de obra, pero eso afecta a todos; no es exclusivo de la alta cocina.

 

Parece que algunos empezaron a pagar a los stagers (en castellano les decimos practicantes) y muchos lo responsabilizan de la falla del sistema. Permíteme solo dos cosas, que esto ya se está yendo muy largo. Lo único actual en la figura del stager es la brevedad de su compromiso con el restaurante. Antes se les llamaba aprendices y entregaban al restaurante al menos dos o tres años completos de su vida. Con el tiempo, algunos restaurantes llegaron a cobrar por esas prácticas. Pocos se quejarían si volvieran a hacerlo. El tema no es que existan los stagers sino que por primera vez en la historia, constituyen la mayoría de la fuerza de trabajo. Han construido restaurantes con diez o doce personas en nómina y cuarenta que trabajan gratis la temporada completa. Llega la hora de pagar a los stagers y algunos lo valoran como una tragedia para el restaurante. Nunca se preocuparon de lo que suponía para muchos de los practicantes.

 

El caso, Pina, es que algunos cocineros conquistaron el éxito, precisamente, por su trabajo como cocineros. Eran buenos cocineros. Y después se hicieron empresarios, y no supieron ser buenos empresarios, y construyeron malos negocios. Ahora, en lugar de rectificar, bajar de la nube y poner los pies en el suelo para recuperar el trabajo de todos los días, el sentido común y la cordura, de esforzarse por salir adelante como haría cualquier otro en el mundo, tiran la toalla. Cumplidos los cuarenta y cinco, se ha desvanecido la pasión que los llevó hasta ahí, y el aburrimiento ha ocupado su lugar. No es el fin de la alta cocina, en todo caso puede significar el principio del fin de una forma de ejercer el oficio.

 

Hemos perdido la memoria, Pina, El mundo de la cocina ha perdido la memoria, y con ella se nos ha ido parte de la cordura. Ya no es noticia, pero que la noticia sea vieja no la hace ni buena ni aceptable.

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