Brindillas, Casa Vigil, Azafrán y Zonda cocina de paisaje son cuatro restaurantes de Mendoza que darán de qué hablar. De hecho, se ha hablado más de ellos en las últimas cuarenta y ocho horas de lo que seguramente se hizo en los dos años anteriores. Además de su discreta presencia en los medios gastronómicos -silencio en los internacionales y distancia en los nacionales; el peso de Buenos Aires lo aplasta casi todo-, los cuatro comparten algunas circunstancias. La principal es la estrella que recibieron en la noche del pasado viernes, en el estreno de la Michelin argentina, y que exhibirán hasta la gala de 2024.
Ellos cuatro son la principal sorpresa de la guía recién estrenada: la Michelin distinguió a seis restaurantes con una estrella y solo dos están en Buenos Aires. Los otros cuatro se afanan en Mendoza, donde han crecido y se han consolidado al calor del desarrollo de la industria vitivinícola y el turismo enológico. Zonda es el restaurante de la bodega Lagarde y Casa Vigil nace ligado a la de la familia Vigil. Técnicamente, el más antiguo es Azafrán, un viejo despacho de vinos quesos y embutidos devenido en restaurante, que reabrió con la forma actual en julio de 2020, bajo la batuta de Sebastián Weigandt.
El otro es Brindillas. Tuve noticias del restaurante de Mariano Gallego y Florencia d’Amico en 2013, cuando apareció reseñado en New York Times, y tenía la referencia anotada la primera vez que fui a Mendoza. Rebuscando hoy en unas cuantas páginas de Google, encuentro poquísimas reseñas en medios. Las primeras son la de Florence Fabricant en el diario neoyorquino y una mía, de hace seis años, en El País América. Titulé mi crítica El restaurante escondido. Brindillas no era entonces particularmente popular entre los medios de comunicación y los propagandistas gastronómicos locales, y eso no parece haber cambiado, pero su cocina era la más avanzada que había conocido en Argentina. Me sorprendió que nadie me hubiera hablado de él en Mendoza, y no tardé mucho en entenderlo: ni contrataba campañas de comunicación con los poderes fácticos locales, ni regalaba mesas a periodistas. Dos detalles que convertían a estos dos profesionales en poco menos que apestados. A cambio, siempre tuvo el favor del público.
Llegué a su cuidado y pulcro comedor, como de otro continente, empujado por Gabriela Lafuente y Fernando Rivarola, que entonces marcaban el ritmo creativo de las cocinas porteñas desde El Baqueano (Tegui exhibía más fama que cocina, Aramburu buscaba un camino y Chila empezaba a intentarlo), y pasado el tiempo veo que algunas cosas siguen como antes: dedican más tiempo a cocinar que a figurar. Ni organizan saraos, ni festejan con influencer, ni se prodigan en cuatro manos por la región, ni cuidan demasiado sus redes. Lo suyo es trabajar, atender al cliente, prosperar en su cocina. El prototipo del restaurante Michelin, una pieza exótica en la era de las listas.
Hay una coincidencia más. Ninguno ha sido considerado nunca por Latin America’s 50 Best Restaurants. Seguramente porque casi todos han quedado al margen del juego habitual. Ni recorren América Latina celebrando con los colegas, ni festejan con el Colectivo Amamos (…a los restaurantes que invitan a comer, a los viajes pagados, a los cocineros generosos). Solo Casa Vigil ha organizado viajes de influencers, cocineros y periodistas -reales y presuntos-, pero no le ha resultado; o equivocó el mensaje o no acertó con los beneficiarios. El caso es que ninguno apareció hasta ahora en la lista, y tampoco constan en la nómina de consolación (del 51 al 100) anunciada hace dos semanas. Si la mano mágica de los chicos de Chicago no lo remedia a última hora -todo es posible en esta casa-, tampoco estarán en la primera parte de la lista que se anuncia el lunes en Rio.
No lo olvido. También hubo una estrella para dos restaurantes de Buenos Aires, Don Julio -llegó más lejos que nadie: una estrella, una estrella verde y premio al mejor sumiller para Martín Bruno– y Trescha -además, mejor cocinero joven- que esta vez sí aparecen en la lista. A la espera de lo que suceda mañana, el restaurante de Pablo Rivero es el segundo de América Latina y Trescha, esa gran promesa, se ha ido al 94 en una nómina que tiene a Aramburu, el líder de la Michelin Argentina, defenestrado por The 50 Best desde el puesto 36 de 2022 al 60 de este año. Las comparaciones siempre son odiosas, sobre todo para el que sale maltrecho del careo.
Lo importante hoy es la Michelin y lo que llega con ella, empezando por los debates que se abrieron el viernes en la cocina argentina. El primero obedece a la rivalidad con los vecinos ¿Es que no somos mejores que Brasil?, se preguntan inquietos. Las cifras de la Michelin dicen que no: 141 restaurantes incluidos en Brasil -São Paulo y Río-frente a 81 en Argentina; 32 Bib Gourmand por 7; 10 restaurantes con una estrella contra 6; 3 dos estrellas frente a uno. ¿Cifras de primer año de guía? No creo, cifras del año 2023.
La otra es si Mendoza es realmente mejor que Buenos Aires. El debate de las estrellas es tan viejo como la propia Michelin.Dada la diferencia de dimensiones y habitantes, las cuatro estrellas mendozinas pesan mucho más de lo que se quiere ver. Lo bueno de la rivalidad es que siempre estimula el crecimiento.
Mirándolo bien, Michelin le ha dado a Argentina el número de estrellas que merece. Pueden cambiar los destinatarios, pero no creo que estén las cosas para mucho más. Me interesa lo que ocurre en las cocinas de Buenos Aires, y encuentro referencias que disfruto y a menudo me divierten. De ahí a que sean grandes cocinas o grandes restaurantes, hay un trecho. The 50 Best ha puesto el listón muy bajo. Pero qué sabré yo. Un una semana hay nuevo festejo promocional en la capital y la alegre compañía de incondicionales se encargará de pregonar lo contrario.
Con la Michelin no hay pierde y la ceremonia de Buenos Aires no trajo excepciones. Las reacciones de los cincuenta y siete considerados pero sin premio (ahí sí que me sobran unos cuantos) se dividían entra la conformidad con haber llegado, la alegría por estar o la decepción de quienes viven seguros de residir en lo más alto y reciben la mala noticia de que lo suyo es un departamento chico y mal iluminado. También hubo ausencias. La más comentada fue la de Gran Dabbang. No creo que sea un problema de la cocina y tampoco debería corresponder al local. La dimensión y sencillez del espacio hubieran podido serlo antes de que la Michelin concediera una estrella a dos comederos de calle, uno en Bangkok y otro en Singapur, renunciando a tener en cuenta las características del lugar.
Siempre nos faltan unos y nos sobran otros, aunque los nombres cambien según el interlocutor. Las mismas historias que acompañan a la Michelin allá donde llega, da igual de qué país y en qué año hables; eso no va a cambiar nunca. Hay cosas que sí deberían hacerlo. Por ejemplo, la de Gwendal Poullennec, Director Internacional de las guías Michelin, dirigiéndose al público argentino en inglés. Empezó bien, utilizando el castellano en el primer minuto del acto y después fundió a negro. Como sucede en tantas ceremonias gastronómicas que nos afectan, acaban teniendo visos de colonialismo. La semana próxima repite en Barcelona y en el otoño austral va a México; necesita un profesor nativo dos horas por tarde.
Puede que la mala idea no fuera hablar en inglés, sino monopolizar la ceremonia. Nunca es fácil transmitir emoción, intriga o cosquilleo en la barriga cuando necesitas traductor en el mismo escenario, y el viernes no fue una excepción. No ayudó el presentador, un muchacho más bien truño con tendencia a las obviedades, que pasó la noche saludando amigos y pidiendo aplausos que pocos daban. Todo tiró a frío. Solo hubo una ovación unánime para Gonzalo Aramburu.