Sobre la mea aparece un plato con medio mango mediano, pelado y con el hueco de la pepa relleno de hierbas aromáticas y cuatro pétalos de flor de calabacín rematándolo todo. El relato que le acompaña hasta la mesa añade un vinagre casero a los ingredientes. Se aparece al principio de la parte salada del menú y lo veo tan simple que provoca dudas. Solo tardan dos segundos en desaparecer; los que necesita la primera cucharada en revelarse en la boca. El impacto del mango, fresco, maduro, cremoso, suave y envolvente es tremendo, y el conjunto conmociona. El vinagre empuja, marca y acompaña, las hierbas dan matices, la sal y un picor casi residual hacen el resto: picante, dulce, ácido, salado… permanecen en la boca alargando un momento que tiene algo de mágico. Es el triunfo de la simplicidad más absoluta y el comensal entregado. Son las nueve de la noche y estoy en el comedor de Sud 777, en Ciudad de México, empezando a disfrutar un menú que llegará muy lejos.
Aterricé esa mañana temprano con la intención de recuperar unas cocinas que siguen marcando el ritmo vital de la capital. He esperado más de lo que recomienda la cordura, pero así van las cosas en este tiempo revuelto; pasada la pandemia, cada reencuentro es una victoria y es prudente administrarlas una a una.
Ninguna ciudad latinoamericana se relaciona con sus cocinas de una forma tan apasionada, abierta, directa y personal. Se vive, se celebra y a veces se padece en cada esquina, a menudo cuatro o cinco veces por cuadra: al paso o en las mesas de los huecos informales, los comedores establecidos, las panaderías o los recodos de los nuevos cafés que salpican, de pronto y como un sarpullido, las calles de Condesa, Roma, Roma Norte, Juárez, Hipódromo o San Rafael. Nunca había visto una explosión como la que me estalla en la cara con cada paseo.
Encuentro tantos cafés que no puedo verlos todos y el error es fácil. Al café hay que ir como al taco, con guía de confianza. ¿Cómo separar un taco de cabeza de otro antes de tenerlos en la mano? ¿Cómo elegir un café en esté frenético despertar de los tostadores, los orígenes, los métodos y las fermentaciones? Los nuevos tiempos del café multiplican la propuesta: lavado, natural, anaeróbico, honey, doble fermentación… Pasada las primeras pruebas la cafeína hace lo suyo y caminas un palmo sobre el suelo, como flotando. No llevo ni media mañana en CDMX y ya cargo tres paquetes de café en grano en la mochila (el café se muele en casa, justo antes de prepararlo, no me sean). Necesito que me expliquen esta repentina pasión por el buen café. También que me cuenten el fervor por el pan, el otro, el que no es dulce, en una ciudad que hace tres años apenas lo comía. Hay interlocutores para responder a cada pregunta y llegarán pronto a 7Caníbales.
Comer solo en algunos restaurantes acaba siendo un buen negocio. Tienes tiempo para pensar el plato y sus alrededores, y anotar lo que se te ocurre. Sucede en Sud 777 y se demuestra una buena decisión; es una de esas oportunidades en las que la mejor compañía son las emociones que desgranan los platos. El mango con hierbas, flores y vinagre es la cuarta entrega de la cena, justo detrás de un tomate entero y pelado, que como el mango se acerca al final de la temporada. Llega a la mesa entero, sin piel, descansando sobre un jugo de sandía clarificado, casi transparente, y lo cubre un pequeño lomo de sardina de Ensenada en salazón. No hay más. Todo parece simple, pero desencadena uno de esos momentos especiales que de tarde en tarde regala la cocina. El encuentro entre la bolsa de semillas del tomate, el marcado sabor salino de la sardina y el agua de sandía regala una experiencia increíble. El tomate pasa de protagonista a colaborador indispensable. Lo como poco a poco, intentando alargar el momento. Luego sirven el mango y ya saben… Estamos en la cuarta entrega del menú y ya se ha cumplido todo lo que espero de una buena comida; uno o dos platos que podrás recordar y contar mucho tiempo. Siempre se puede ir más lejos pero abusar es necedad.
Abro un paréntesis entre el aguacate con erizo y limonaria (me incomoda el limón, Edgar; oculta matices y no le veo el sentido) y el jurel que anuncia el menú que tengo delante. Dos días después, los de los 50Best latinoamericanos reunirán a la prensa y a los restaurantes locales para anunciar la ceremonia de noviembre en Yucatán, y recibir de paso el calor de los suyo. Han impuesto una diciplina tan férrea que nadie se atreve a justificar ausencia. Algunos asistirán arrastrados por una organización que poco después, seguro, les entregará en privado la carta de despido: este año les cierran la puerta del paraíso. Les han montado una lista de consolación (¿cómo se pueden elegir cien restaurantes en una región en la que hay tanta precariedad y tantas carencias entre los mejores cincuenta?). Lo harán en la mañana del lunes en Pujol pero ya han empezado los rumores. Normalmente juegan con los nombres de los nuevos candidatos, pero este año se concentran en los caidos. Si se cumplen, se viene el año del retroceso de la vieja guardia. La muchachada de los 50Best necesita caras nuevas para estimular un negocio alicaído. Es fácil hacerlo cuando lo votos no importan. ¿Hay alguien o algo -animal, mineral, vegetal o cosa- que garantice la limpieza de la jugada?
Llega el jurel y me devuelva a lo que importa, que es la comida en lugar de los negocios de quienes la manipulan. Este plato exige atención Un lomo de jurel, limpio, crudo y atemperado como de un centímetro de altura, que han troceado y recompuesto sobre el plato, dejando un espscio entre corte y corte. Lo sirven instalado sobre una base de café, densa y oscura, que en la mesa cubren con una crema de ajoblanco. Es otra bomba y esta vez se asienta en la inquietud: textura, sabor, contrastes. Pruebo cada cosa por separado y me incomodan las notas del café. Al final el brillo del plato se sustenta en ese detalle transgresor, la emocionante combinación entre el ajoblanco y el café, el amargor residual que sobrevive, y la elegancia del jurel. Es un plato intenso y disruptivo que se concibe a la ofensiva: mataría a cualquier vino que se le acerque. Con el último bocado pienso que le iría bien un tequila. Demasiado tarde.
El menú es prolijo y viene detrás de un almuerzo largo, pero estoy como niño con servilletas nuevas. Se suceden una combinación de espárragos (finísimos, precisos de cocción) y cacahuete, un mole de hongos con hormigas chicatanas (la levedad más inquietante que puedo imaginar), un atún con pepián y crispetas que sufre la poca intensidad de sabor del atún, o un bacalao con frijoles negros y calamares. Lo han pasado por la plancha por ambos lados y mantiene la gelatina bajo la piel, pero se ha ido largo de cocción.
Hace años que sigo de cerca el trabajo de Edgar Núñez y nunca lo había visto a esta altura. Visito otros restaurantes de la ciudad durante una semana y ninguno se acerca al nivel de la que acabo de contar. No sé como quedará en la lista que se anunciará en Yucatán ni me importa mucho. Hay nombres que el microcosmos gastronómico latinoamericano repite trece veces al día entre jaculatorias y abluciones, y entre ellos no suele estar el de este restaurante que con el menú de hoy en la mano demuestra estar por encima de la mayoría.