Llego a un restaurante con parrilla y se me antojan mollejas. Prefiero mil veces las de cordero, a ser posible de leche (lecherillas les dicen por la ribera del Ebro), y si son del ganglio aún mejor que las del corazón, pero algunas de mis querencias no acostumbran tener respuesta en esta tierra, salvo que te acerques a los dominios de La Brigada, frente al mercado de San Telmo, en Buenos Aires. Bienvenida será cualquier nueva referencia en no importa qué país del cono sur. El caso es que aunque sean de res les tengo querencia. A veces en la mesa nos manejamos por asociación de ideas, o imbuídos del síndrome de Estocolmo: tráigame de eso, aunque lo haya negado mil veces.
También me gustan, de cuando en cuando, las mollejas de ternera y los recuerdos que me vienen asociados a ellas, de otro tiempo, otra tierra y otro ganado, así que las pido. Me atrae su textura pastosa, un punto grasa, blanda y ligera, más consistente que la de los sesos, diferente aunque igual de chocante que la de las criadillas. Cómo echo de menos todo eso en países que faenan las reses como si no tuvieran cabeza o, llegado el caso, testículos. Me hablan de interiores -también de exteriores; rabos, patas, ubres, patitas, hocicos, orejas…- y me voy por un terreno hoy reservado para descendientes en primer grado de Matusalem. Somos de otro tiempo o como poco de otro gusto.
A veces, la carta te mete un pastel de sesos por los ojos y te encelas, sabiendo por experiencia que hay gato encerrado, y es así, tiene truco: el seso llega al pastel triturado, convertido en puré. ¿Qué sentido tiene comer sesos que no tienen la textura del seso? Y se me nota. La decepción debe ser tan evidente que acuden a justificarse: que si lo hacen porque hay mucha gente a la que no le gusta el seso, que si tal, que por qué no viniste ayer, que estaba más rico, que hoy teníamos de todo y justo pediste lo que no debías… Al salir del restaurante sientes que los camareros te miran y alguno te señala con el dedo –“a ese le gustan los sesos”- y se ríen por lo bajinis.
Llega ese punto en el que dejo de confiar en la inteligencia como factor diferenciador de la naturaleza humana. Cuando se habla de interiores e, insisto, algunos exteriores, las medias tintas pasan a ser una historia de otro mundo; o estás entre quienes las amas o te sitúas junto a quienes las odian. No hay término medio. De vez en cuando, algún necio, presuntamente bienintencionado, intenta convencer al mundo de que sus fantasmas merecen una oportunidad, como si la comida pudiera ser el centro de una campaña de apostolado: come lo que no te gusta y a tu muerte estarás a salvo del séptimo círculo del infierno, en el que el caviar se administra grano a grano sobre cucharadas de ensaladilla, sirven trufa verde todo el año y las croquetas llevan queso en el empanado.
De vuelta a las mollejas, que son de res, de esa manera difusa en la que en América Latina nos relacionamos con la carne de vacuno. Es raro que el bicho pase de catorce meses, así que aparentemente son de ternera, o ternero, aunque podrían ser de un macho adulto, toro, un toro castrado, buey, o de una hembra crecida, vaca. Son sabores diferentes, a menudo lejanos, pero eso todavía no ha permeado el ideario culinario de las nuevas generaciones de comedores de carne, no importa desde qué país estés leyendo.
-“Señor, ¿esa molleja es de toro adulto, de ternero, de vaca cuatreña…?”
-“Me tienen harto de tanta tontería: de res”.
Y pido las mollejas y llegan cortadas en cuatro antes de asarlas, para dejarlas más secas, con suerte en dos piezas, a menudo salpicadas de limón, otras veces rodeadas de gajos del cítrico. El camarero (mesero, mozo, garzón) agarra uno en cuanto suelta el plato y se prepara a exprimirlo sobre la carne. Mi fortuna es que llegados a ese punto los dos tenemos un cuchillo en la mano, y el mío, el de la carne, es más grande. Un solo gesto y le dejo sin uñas. De vuelta a la casilla de inicio: asamos mollejas (pocas veces enteras, demasiada textura de molleja) pensando en un público al que no le gustan las mollejas y lo hacemos tan a menudo que convertimos el gesto en norma.
Tres décadas para sacar el limón de plato del calamar frito y le reservamos un sitio de honor junto a la parrilla. Limón para travestir el sabor, limón para domesticar sensaciones, limón para ocultar aristas, limón para esconder la mala calidad del producto, limón para legitimar la agresión al producto. Pocos sirven ya mollejas al gusto de su público natural, que son los fanáticos de la molleja.
Para mí que la culpa es del tartar. Ya nadie dice aquello de “por favor, llévese el tartar, que está poco hecho”. No lo necesitan, aunque Juan Sebastián Pérez (Quitu) presentó hace dos años en Madrid Fusión un tartar de llama que había pasado por el calor (estaba en el escenario; lo vi de cerca). El tartar se ha convertido ya en un batiburrillo de tal calibre que sabe a muchas cosas… menos a carne. Ideal para los exégetas de la carne cruda, coartada suprema para estar a la última sin tener que ocultar arcadas. Es lo que tiene ser un plato de moda, con sitio reservado en todas las cartas, entre el tiradito y el bao, poco antes de la pizza napolitana; abandonas tu naturaleza para estar al gusto de todos. Cambiaron el cuchillo por la trituradora eléctrica y lo llevaron a una categoría superior; podrían hacer panes de masa carne. Y que no falten condimentos: picantes, ácidos, especias, el sempiterno huevo, que envuelve sabores y protege pituitarias, sales rosas, negras o bicolores, vinos jerezanos… Todo lo que haga falta para que la carne deje de expresarse, y deje de ser carne cruda.
Y luego está el carpaccio. Más carne para alérgicos a la carne; en su tiempo una boutade simpática, hoy una plaga bíblica. Carne congelada para poder laminarla fina, descongelada con tratamiento de shock para eliminar los pocos jugos que le quedaban, cubierta de láminas de queso, a menudo limón, tal vez hongos, mucha pimienta y otras variantes. Antes muertos que sencillos. Apenas cuarenta gramos de fibra animal servidos al precio de medio chuletón de El Capricho. Acabamos con nuestro penúltimo tabú.
-“Mírame, cari, estoy comiendo carne cruda”.
-“Deja de hacer el tonto y acaba ya la tortilla”.
Y luego están los mamarrachos del tartar de wagyu -obra maestra de la estulticia culinaria: tartar de grasa con restos de carne- o el de carne madurada. Se me hace tarde y esa es otra historia: plato para coleccionistas de facturas, carne de cañón del quiero y no puedo: cuanto más pago, mejor como. Su infierno los dejará en manos del turco que administra la sal mezclada con los pelos del brazo. Un bocado único para la eternidad.