He visto un influencer

La memoria del sabor

Llego al restaurante y me siento frente a un islote desgajado de la cocina, con un fogón en un lateral y banquetas altas rodeándolo, como si lo hubieran alistado para una demostración de cocina. En un lado hay dos platos sobre los que se adivinan unos cortes de carne, una copa de vino, unos cables, una cazadora enganchada en el respaldo de una de los taburetes y nadie a la vista. Es el paisaje que me toca para el almuerzo de hoy, y todo indica que algo ha ocurrido en este escenario improvisado o está cerca de ocurrir. No hago más que pedir una cerveza para aliviar la espera de la carta, cuando aparece un sujeto vestido de negro de la cabeza a los pies, un teléfono en la mano y un peluco más grande que la muñeca. El reloj es tan estrambótico y cantoso que parece sacado del atrezzo de una película de dibujos. Se ha recogido los puños de la camisa para hacerlo más evidente; antes muerto que sencillo.

 

Ocupa uno de los taburetes libres, manipula el celular ajustándolo para filmar desde la mano izquierda, dispone la pantalla de forma que pueda verse mientras se graba, acerca uno de los dos platos que tiene a mano, fija el dedo sobre el botón del play y maneja el plato con la mano derecha hasta instalarlo ante al pecho, a medio palmo de la barbilla. Mientras lo hace, sonríe a cámara. Lo deja dos o tres segundos en esa posición y lo devuelve al punto de partida, para repetir el trayecto una y otra vez. Se lo acerca mientras sonríe y lo vuelve a alejar, se lo acerca mientras sonríe y lo devuelve al punto de partida… tres, cuatro, cinco, hasta seis veces. La sonrisa es cercana y controlada, casi sin enseñar dientes. Este tipo domina los tópicos de la escena.

 

Deja el plato en la mesa y revisa las grabaciones. Cambia el trazo de la sonrisa; se le nota satisfecho. Para el segundo acto dispone el celular al frente, ligeramente inclinado, y lo ajusta hasta que él y la comida encajan en el rectángulo de la pantalla. Retoca el cuello de la camisa, coge el tenedor con la mano derecha, engancha un trozo de carne, reactiva el modo video y lo lleva despacio a la boca, abriéndola lo justo para hacer ver que lo piensa comer, aunque no llegue a rozar los labios. Repite la toma antes de devolver el tenedor y la carne a su sitio, que esta vez es el plato. Un leve gesto de disgusto le cruza la cara mientras revisa lo grabado. Algo ha fallado. Rearma el set y ensaya la secuencia algunas veces más hasta recuperar la confianza. Activa otra vez la cámara y cinco o seis tomas después da por cerrado el segundo acto.

 

Llega mi cerveza y me intentan explicar quien la hace, como fue la ocurrencia y donde hicieron realidad el sueño de ser faro cervecero de la modernidad bogotana. Me da igual, casi ni lo escucho. Estoy enganchado al espectáculo de circo que se proyecta delante de mi mesa; me fascina en la misma medida que me repele. Bebo un trago, esbozo un gesto de aprobación y musito un “gracias” apenas sentido sin perder de vista la representación. Entendí hace seis tomas que el narcisista de negro es un influencer y el peluco que le cuelga en la derecha es parte del decorado de una representación cada vez más cercana al onanismo. Se le ve encantado de haberse conocido. ¿Será de esos que se abrazan cada noche nada más llegar a casa?

 

He coincidido antes con otros influencer. No han sido muchos -no solemos frecuentar los mismos barrios- pero no había asistido antes a una de sus exhibiciones. Ahora se levanta, recoge unos cables del otro lado del set, vuelve a sentarse, engancha un micrófono en la abotonadura de la camisa, se atilda usando la pantalla como espejo y vuelve a ponerse en marcha. Esta vez, el trayecto de la carne hacia la boca se ve interrumpido por una frase con los adjetivos bien marcados. Escucho “perfecta” y “maravillosa” antes de que la acepte en la boca y la mastique, gesticulando como si esa carne preparada hace unos 45 minutos le hubiera llevado al nirvana.

 

El plan de rodaje es ambicioso. Filma a un camarero presentando y describiendo el plato antes de pasar a la cocina teléfono en mano, imagino que para hacer tomas de la preparación. Vuelve al rato, se sienta, mira satisfecho a su alrededor y hace unas llamadas. Podría repetir el contenido, palabra por palabra, pero son conversaciones privadas; lástima que haya preferido compartirlas con el resto del comedor.

 

Acabado el segundo plato, empieza con el que esperaba en la mesa dese hace más de una hora. También es carne, adornada con un poco de verde, y me da un poco de lástima verle comer ese corte preparado hace tanto tiempo. Repite uno por uno todos los pasos, incluida la generosa descripción de algo que en este caso no llega a probar. Miente más que un cocinero sostenible sorprendido en la puerta del súper.

 

Falta un plato, también es de carne y además es perfecto, ¿quién podría dudarlo? Nuestro amigo se está poniendo de carne hasta el culo y la historia se me hace cada vez más extraña. Para empezar, estamos en un restaurante de alta cocina y su trabajo no debe ser del gusto del influencer. Puestos a dilapidar adjetivos, ha elegido circunvalar la carta y elegir platos que no guardan relación con el contenido del menú degustación que estoy comiendo. Es una de las consecuencias de cocinar para contentar a todos los públicos; hago una cocina, pero si no le gusta siempre tengo otra a mano.

 

La luz ha cambiado cuando vuelve al comedor. Falta exhibir el último plato y la tarde avanza. La luz ha menguado y lo pasea por el comedor sorteando las mesas, a menudo invadiéndolas, en busca de un rayo de sol que cambie la naturaleza del bocado. Baja al otro comedor buscando el encuadre perfecto ¿lo habrá sacado a la calle? Aprovecho el momento para preguntar por el influencer y me corrigen: el protagonista de mi espectáculo es un creador de contenidos. Y yo sin pasar por la barbería.

 

Todo esto sucede a comedor casi lleno, con el cliente como víctima pasiva y la complacencia del restaurante. El servicio se interrumpe, el muchacho es tenaz, se crece ante la pasividad de la empresa e invade el espacio vital del comensal. Va y viene, se pasea entre las mesas, habla en voz alta y de vez en cuando parece incluirte en sus tomas. Hace rato que empezó a ser molesto. Ahora graba al jefe de cocina explicando platos junto a la entrada al comedor, descuidando su trabajo mientras los clientes esperamos unos platos que deberían concentrar toda su atención. No entiendo que un restaurante como este, embarcado en la batalla de la alta cocina, necesite el respaldo mediático de un vendedor de hamburguesas y fuentes de papas fritas embadurnadas en cremas industriales. Tampoco entiendo que se haga a costa de la calidad del servicio y la tranquilidad que merece el cliente.

 

De vuelta al hotel, navego mi muro de Instagram intentando dar con el trabajo del “creador de contenidos” de la mañana, pero no hay manera. Imposible sin saber su nombre. Por el camino se me aparece una de mis instagramer de cabecera que, copa de vino en mano, consigue desvelarme con una frase que no se me va de la cabeza: “ya sabéis que todo lo que sea sápido parece como si se pudiera comer”. Si la ausencia de cerebro cotizara en bolsa, sería millonaria.

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