La muchacha es súper fashion y lanza su novedad culinaria desde una de esas cuentas que irrumpen en Instagram sin que nadie lo pida. Presenta un concepto innovador para Lima, la focaccia extravagante. La esencia de la extravagancia nace del encuentro de lonchas de jamón curado, tiras de pimiento asado y un poco de stracciatella, empacados en un corte de la focaccia de referencia: gruesa como la mano de un picapedrero y húmeda como un traje de baño recién salido del mar.
La muestra, la mastica y sonríe, como si ese pan necesitado de un larguísimo paso por el grill fuera lo que necesitamos para reactivar la vida y la fiesta culinaria. Está claro que esa presunta extravagancia y yo no estamos llamados a encontrarnos. Otros deben haber pensado lo mismo, porque no vuelvo a encontrarla en las redes.
Es una de las docenas de novedades que encuentro cada semana. Los jóvenes se lanzaron al emprendimiento, a veces con más buena voluntad y ganas que ideas, inundando el mercado con marcas y aventuras. Bienvenidas sean, a pesar de la niebla que desdibuja el paisaje. Piadinas a domicilio, mucha alita de pollo, demasiada salchipapa, cebiches en un mercado bien complicado -producto más que perecedero-, unos cuantos baos embutidos con panceta de cerdo y salsa dulce, cajas con panes para el desayuno del domingo hechos el sábado, costillas, mucho roll y mucho maki -vender arroz cocido y sus adornos, a precio de pescado de calidad es un estupendo negocio; solo necesitas clientes-, hamburguesas, tacos, pizzas… y demasiados platos imposibilitados para viajar en moto metido en una caja. Lo normal es que repitan los tópicos que embarran las cocinas latinoamericanas desde hace cinco años. La cuestión es si podrán competir en un mercado contraído y sobresaturado, reincidiendo en lo mismo que ofrecen cientos de restaurantes o los proveedores informales aparecidos en el último año.
Prosperar en el universo de la venta a domicilio es más que una aventura. Las aplicaciones entraron de lleno en el mercado, también para producir y crear sus propias marcas, que son siempre -acompañadas por los grandes del fast food, con gran volumen de pedidos- las primeras en aparecer cuando utilizas el buscador. Los nuevos emprendedores quedan condenados al inframundo; hay que navegar mucho o estar avisado para dar con ellos.
Los grandes también se metieron en aventuras. Unos diseñaron platos precocinados para vender en los grandes almacenes, con presencia tan fugaz como lo que tardaron los almacenes en crear sus propias alternativas… a precios razonables. Otros lanzaron segundas, terceras o cuartas marcas -con o sin pandemia, los restaurantes limeños siguen aplicando a rajatabla el principio bíblico, creced y multiplicaos- que nunca funcionaron, aunque se aferran a la dignidad para evitar mostrar debilidad (la grandeza es cada día más cara). José del Castillo (Issolina, La Red, Las Reyes) y Mitsuharu Tsumura (Maido) irrumpieron en el mercado del pollo a la brasa con Pollos Valentín y Tori Brasa, respectivamente, en este caso respaldado financieramente por Glovo. Las ventas fueron ridículas comparadas con la inversión y al final Glovo, reconvertido en Pedidos Ya, olvidó sus pollos. Algunos más aprovecharon una infraestructura que languidecía por falta de clientes, proponiendo al mercado alitas, costillas o hamburguesas. Todos viven en un rincón de la cocina. Puede ser por precios demasiado altos (los mismos que en el restaurante, sentado a la mesa, con camarero en dos idiomas y vajilla de diseño), a menudo descabellados para competir en el mercado de la comida a domicilio, o también por su incapacidad para relacionarse con el mercado.
Si casi nadie conoce tu propuesta, es difícil que la pidan. La comunicación hace hoy más falta que nunca. Los restaurantes utilizan como espacio de exhibición las historias del Instagram del negocio o las de su propietario, sin pensar que más allá del número de seguidores del titular (repartidos por muchas ciudades), Instagram es el equivalente al escaparate de una pequeña tienda de barrio; imposible fijarte si no pasas por delante. Sin estrategia de comunicación no hay forma de hacerse ver.
Con delivery o sin él, los negocios limeños están caninos. Los que trabajaban para el público local, conservan una clientela que solo les asegura la supervivencia. Los que comían del turismo lo están pasando peor que un político progresista en televisión (no importa en que país esté leyendo). En julio se empiezan a pagar los créditos Reactiva que concedió el Estado a principios de la pandemia. Eran buenos (al 1 por ciento y con un año de cadencia), pero llegado el momento de devolverlos muchos no facturan ni para cubrir gastos y en dos meses y medio les cae esta otra losa. Las pérdidas por cada mes de cierre por cuarentena aumentan el déficit. Ningún banco facilita ya créditos a restaurantes.
Los chicos buscan salidas en un tiempo que, a pesar de todo, se me antoja propicio para salir adelante. Solo necesitan forjar una propuesta propia, entendiendo la necesidad de profundizar en las circunstancias que marcan el nuevo tiempo del mercado; ideas nuevas, sentido común y cercanía. Lo decía hace poco Gastón Acurio: de esta crisis se sale bajando precios y acercándote al público local con propuestas atractivas. La puerta de salida de la crisis no la abren el caviar y las angulas (dícese del alevín de la anguila) envueltas en una lámina de oro que sirve una testa coronada en Madrid. Quienes piensan que la boutade sigue siendo el reclamo del hortera culinario van con el paso cambiado. La pandemia recupera la gran lección de los ochenta: las leyes que rigen el negocio culinario dejaron de ser eternas.
El mercado que se va mostrando no tiene nada que ver con eso. Las facturas estratosféricas exigen hoy mucha más justificación que el nombre del cocinero, la reputación del local, las estrellas que exhiba o el puesto que ocupe en el oscuro inframundo de The 50 Best. La legitimación está, más que nunca, en el contenido del plato y la exclusividad parte de la calidad del producto, la cercanía y el reencuentro con los sabores familiares.