La tragedia se cebó en Madrid con los clientes y los empleados del restaurante Burro, canaglia bar bistró (Mantequilla, bar bistró canalla). Un camarero que cumplía su primera semana de trabajo y un cliente fallecidos y otros diez heridos de gravedad. Un balance que nunca deberíamos ver y del que nunca querríamos saber. También una historia en la que pocas cosas tienen sentido.
No han pasado las primeras 48 horas y la conmoción está por encima de todo. Es más el momento de las preguntas, la espera y el comienzo de la reflexión que el de las conclusiones precipitadas. El espanto es grande y no es el momento de jugar con emociones que todavía están a flor de piel, aunque hay cosas de las que conviene hablar o preguntas que deben hacerse en voz alta. Antes o después, necesitamos buscar y encontrar respuestas.
El relato es claro. La casa utiliza como reclamo pizzas y otros platos flameados, que llegan a la mesa entre llamas o se prenden con un soplete llegados a la mesa. No es una rareza. El soplete es una herramienta frecuente en los restaurantes; se utiliza en muchas barras de sushi para tostar alguna preparación… y darle un marcado sabor a gas. Cada día son más habituales los mecheros de alcohol en los que el personal de sala hace preparaciones junto a la mesa.
El proceso revisionista que vive la alta cocina, embebida en la recuperación de las formas sobrevividas a las practicas culinarias de la primera mitad del siglo XX, ha vuelto a sacar el fuego de su espacio natural, la cocina, para llevarlo al comedor, donde tiene pocos motivos reales que justifiquen su presencia. Algunas veces, pocas, es una necesidad culinaria. Las más es una concesión al espectáculo, al aparato que fundamenta el éxito de algunas propuestas. Da igual que sea una pizza en llamas o una crêpe suzette.
Hay restaurantes que utilizan el fuego para justificarse. He visto mucha crêpe y alguna angula a la bilbaína preparadas junto a la mesa. También he encontrado pescados a la sal llegar al cliente envueltos en llamas que nunca exigió la receta: rocían con alcohol la costra de sal y recorren el comedor como si fueran camino de una barbacoa cumpleañera.
Nunca pasa nada, pero anteayer sucedió.
La parte final del siglo XX y lo que llevamos del XXI ha incorporado el restaurante a la industria del entretenimiento. No es tan importante que la comida sea buena como que resulte impactante; unas veces con la rareza, otras con el espectáculo. Debe llamar la atención, provocar el video, la necesidad de mostrarlo y contarlo.
¿A qué vamos al restaurante? ¿De verdad que vamos a comer? Tradicionalmente, se reservaba mesa para cerrar negocios o celebrar algo, para impresionar al acompañante, ver y ser visto o en todo caso contar que se ha estado, y al fondo del comedor había dos o tres mesas que habían ido a comer. Cada vez más, se va a vivir una experiencia, cuanto más llamativa y estrafalaria, mejor. Todo al servicio de la foto para Instagram; la cocina importa menos.
Ocurrió en un restaurante con el techo del comedor cubierto de material inflamable. Las normativas son claras al respecto, pero la decoración de la franquicia de Burro se repite en sus siete sedes. En siete ciudades y bajo siete administraciones diferentes. ¿Siete ayuntamientos haciendo la vista gorda? Tan puntillosos con unos negocios, a veces con detalles nimios, y tan laxos con otros en lo importante.
Se suscitan muchas preguntas. Sobre las normativas de seguridad, las medidas antiincendios, su cumplimiento y su eficacia, los responsables de que se apliquen y quienes les controlan a ellos, o sobre las empresas que siempre pueden ir un poco más allá o quedarse más acá que las otras. Especialmente respecto a la seguridad del comensal. El cliente no puede ser parte del espectáculo, mucho menos víctima. Hacen falta respuestas.