Ha llegado la hora de América. La otra América, la que se llame como se llame, siempre queda al sur del espejismo. Dejó de ser una historia nueva cuando la cocina peruana se unió al estallido de los guacamoles, el chile y las tortillas con sabores texmex, entronizando tendencias que guardaban más relación con los sabores que con las ideas. Occidente abrió los ojos con sorpresa, repitió el gesto casi de inmediato con los brazos abiertos, acogiéndolos como solo lo hacen los nuevos conversos, que es la mejor forma en la que te puede recibir un mercado: entregado y sin chaleco antibalas.
Lo decía Santiago Lastra, el mexicano que triunfa en Londres con Kol, en la entrevista que le hizo David Salvador: “ser chef mexicano abre puertas”. Lo confirman diez veces al día los protagonistas de la diáspora culinaria, da igual si se trata de la mexicana o de la peruana, eternamente empujados por la vida y la realidad a buscarse la vida lejos de casa. Los jóvenes del exilio culinario peruano sabían hace diez o quince años que en Chile, Colombia o Ecuador tenían el trabajo resuelto; la paga ya era otra cosa, pero lo importante era el puesto de trabajo. Ser peruano les ponía en la mejor posición de salida cuando competían por un puesto en la cocina. Sucedía aquí, en los países cercanos, y se repetía allí, al otro lado de las barreras que separan al mundo en tres. Ser mexicano, ser peruano y además ser cocinero, tenía el valor de una visa.
Las listas y las guías que construyen estrellas han consolidado el proceso para convertirlo en un fenómeno. Se abrió la puerta a un tiempo nuevo que empezó a forjarse en los congresos culinarios. La presencia de Alex Atala, Gastón Acurio y Enrique Olvera en los escenarios de Madrid Fusión y San Sebastián Gastronómika, mostró una realidad apenas conocida para un mundo que empezaba a encontrarse con internet. Había despensas y técnicas diferentes, reveladas en el trabajo de una generación de profesionales y emprendedores que había encontrado sus raíces, justo antes de comprometerse con ellas y trasladarlas a la alta cocina.
Fueron años hermosos. Nació Mistura y el viaje de ida y vuelta de cocinas y cocineros se hizo total. Los tacos, el tiradito, los moles y el ceviche se abrieron un hueco en las grandes cocinas europeas, y llegó una nueva generación para apuntalar una tendencia que ya es un fenómeno imparable. La diáspora culinaria continúa, pero ha cambiado de perspectiva. Ya no son jóvenes que persiguen una vida diferente, sino profesionales buscando mercados en los que expresarse. Madrid, Londres, Nueva York, Barcelona, París o Milán son el escaparate de propuestas y manifestaciones culinarias que unas veces entroncan con la alta cocina y otras miran a las clases medias locales. Los referentes se han multiplicado. La Michelin nunca ha tenido tantos estrellados de origen latino y las listas ya no entienden su negocio sin las cocinas del nuevo mundo. Los medios de comunicación de media América Latina tiemblan de emoción cuando se acerca el anuncio de nuevos rankings o algunas ediciones de la Michelín, y vacían el saco de los adjetivos cuando hay premio para sus restaurantes en la lotería.
Enrique Olvera es noticia en Madrid, donde acaba de abrir Jerónimo, un restaurante que mantiene a media luz, procurando alejarlo del ruido mediático, mientras Virgilio Martínez muestra su cocina en grandes restaurantes europeos, reivindicando su estatus de candidato al estrellato mundial. Mauro Colagreco, el argentino consagrado en Francia con las tres estrellas de su Mirazur en la pechera, es la referencia recurrente allí donde se mire. Gastón Acurio crece con nuevos proyectos en el mercado estadounidense y quien más quien menos, cada cocinero que cuenta o quiere llegar a contar -por cierto, qué inversión y qué despliegue acaba de hacer el limeño Jaime Pesaque para llevarse al huerto a los coordinadores regionales de The 50 Best en América Latina; otro día les cuento- sueña con abrir comedores al otro lado del mundo. Madrid Fusión celebra sus primeros veinte años de vida con una edición en la que Gastón Acurio y Alex Atala compartirán escenario con la bogotana Denise Monroy, el chiclayano Héctor Solís y el panameño Mario Castrellón. Un año antes fueron el ecuatoriano Juan Sebastían Pérez y el venezolano asentado en Lima Juan Luís Martínez.
Solo son el escaparate. La realidad de nuestras cocinas, todavía devastadas por las consecuencias del covid pero en franca recuperación, está detrás del neón de la fachada y las piezas más lustrosas que se exhiben en las vitrinas y todos miran al pasar. El salto adelante de las cocinas latinoamericanas se forja detrás suyo, todavía a media luz. Para verlo hay que recorrer las cocinas medias de Santiago de Chile, Monterrey, Quito, Oaxaca, Buenos Aires, La Paz y algunos barrios de Lima. O seguir los nuevos trayectos de restaurantes que se alejan de las grandes capitales para abrir caminos diferentes, como el que está tomando El Baqueano, definitivamente alejado de Recoleta y a punto de reinventarse en Salta. Esa nueva realidad se juega, por ejemplo, en los barrios de Santiago de Chile, o lejos de la capital, en Colchagua, Castro, Futaleufu, Antofagasta o Puerto Varas, donde las cocinas y a menudo las cocineras se reivindican en la recuperación de sus raíces.
México es un ejemplo de descentralización culinaria, como empieza a serlo Chile. El fenómeno se extiende a Colombia, donde las referencias más prometedoras crecen lejos de Bogotá, y es una realidad Ecuador, todavía dando los primeros pasos, pero con una mirada que recorre el país, de Saraguro a Cuenca, de Manta a Guayaquil. No sucede en Perú, todavía pendiente de mirarse en ese ombligo que es Lima, con la única distracción de Arequipa y sus descomunales picanterías.
Hace solo diez años no hubiera podido escribir nada de esto. Todo ha cambiado muy deprisa. Las cocinas latinoamericanas corren hoy una carrera para lo que no se adivina final. La ganarán quienes entiendan que es una carrera de fondo. Los velocistas suelen quedar aparcados a mitad del camino.