Embajadores

Triunfar y saber estar: cotilleos sobre la gala de ‘Restaurant’

Hay días en que a una le toca comerse sus propias palabras, por bocazas. Yo me zampé las mías crudas y sin guarnición el lunes pasado, unas horas después de que en una emisora de radio me preguntaran por dónde creía que irían los tiros en la gala de Restaurant: vaticiné el segundo año de reinado de El Celler de Can Roca y también el fin de la hegemonía de la cocina nórdica. Sé que si en vez de apuntar a la lista lo hubiera hecho al tiro al plato podría haber matado a cualquier vecino del pueblo de al lado, y lo estoy pagando con una digestión lenta y pesada.

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Los hermanos Roca al finalizar la gala 50 best 2014.

No estuve en el Guindhall esta vez, por razones que encajarían mejor en un post que tratara sobre cuestiones de ética periodística y medios de comunicación que no respetan el pacto de las informaciones embargadas y que hacen que acaben pagando justos por pecadores. Pero ese es otro asunto y hoy sólo quería cotillear un poco, de buen rollo, sobre lo que me han contado algunos colegas que sí estuvieron allí.

Cuentan que durante la gala eran tan evidentes las caras de desconcierto ante ascensos y descensos estrepitosos, que parecía que algo fallara: como si se hubieran mezclado, por error, letras y números. Que cuando la ceremonia llegó al punto cumbre en que se anuncia el número uno, la escena guardaba poco parecido con aquella euforia colectiva del 2013, en el momento en que los de Girona subieron al escenario. Dicen que la cosa fue distinta y que los gritos, esta vez, venían más de las gargantas de los propios ganadores que de los bancos ocupados por el público invitado. Que la cara de Redzepi, quién llegó tarde y subió a agradecer el nombramiento sudando como un pollo, era una mezcla de alegría y de la rabia contenida del que no figuraba entre los favoritos. Yo imagino un pensamiento del tipo: «¿Creíais que estaba acabado?… Pues aquí me tenéis, vivito y coleando». Y la escena, será de tantas veces escuchar a Roca en las últimas semanas comparar lo del número uno con lo de ganar un Oscar, me devuelve a la memoria aquella imagen de Glenn Close saliendo de la bañera que le valió una estatuilla en Atracción fatal.

Me gustó la idea que apuntaba Pau Arenós en el artículo que titulaba Hay que aguantarse sobre la hipocresía de muchos detractores de la lista (“¿Por qué la inquina hacia eso que llamamos el Mejor Restaurante del Mundo por parte de ciertos profesionales? Porque es finito: 50 establecimientos, sólo 100 en la versión ampliada. Y diez, sólo diez, en el vértice”), artículo de análisis en que también recordaba que en Restaurant, como en Michelin, existen unas reglas del juego y no hay más remedio que apechugar con los resultados, se suba o se baje. Así es.

Pero permítanme que vuelva al chismorreo. Me cuentan que el danés parecía saber de antemano que iba a ser el protagonista de la noche y que tenía organizada una fiesta de celebración a la que, dicen, los invitados accedían con un código personal. Y que en algún momento (el ejemplo lo cuenta el amigo Agulló) fue impertinente. Yo no estaba, pero sí recuerdo su cara de pocos amigos a la salida del Guindhall el año pasado. Dicen que los Roca salieron sonrientes y agradecieron ese privilegiado segundo lugar que ahora ocupan. Y que en las declaraciones a la prensa, se mostraron educados, satisfechos y dispuestos a seguir siendo embajadores de la gastronomía. Que estuvieron a la altura. Y de repente pienso en el editor de Restaurant Magazine, William Drew, a quien entrevisté hace unos días. Y en su elogio a la “elegancia inquebrantable” con que los Roca han llevado este año el liderazgo y la atención que demanda estar al frente del mejor restaurante del mundo. Y me pregunto si mientras respondía, guardando el secreto del nuevo ranking, empezaba a sentir ya cierta nostalgia de la empatía y las formas. Si estaría pensando en el año que viene y, bajo la mesa, cruzaría los dedos.