En casa de Magdaluz Chamorro, agricultora y productora de maíz en Pampas, la ciudad que domina uno de los valles de la peruana Huancavelica, la normalidad es bien sencilla: sopa de mote (maíz cocido con ceniza para facilitar el pelado) y cancha (maíz tostado) en el desayuno, sopa de mote y un segundo de lentejas u otra menestra, que es como aquí llaman a las legumbres, para el almuerzo y mazamorra de maíz con leche de vaca antes de dormir. Lo mismo vale para Cristina y Victoria, sus compañeras de cooperativa. Es su dieta desde que tienen memoria. Igual a la de sus padres y sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos; comen lo que cultivan. La carne queda para días de mucha fiesta y del pescado apenas guardan recuerdo; lo tuvieron muy pocas veces en el plato. Cuando sus maridos van a la ciudad, comen caldo de gallina -un gran cuenco de caldo con un par de papas, un huevo cocido y un trozo de gallina- o de cabeza, que cambia la gallina por media cabeza de cabrito, en un ejercicio que tiene más de exhibición que de acto alimentario. Al otro lado del mundo, representarían la cocina de la pobreza, aquí muestran la cara serrana de la prosperidad.
La dieta es más variada en Caspana, un pequeño pueblo cerca de Calama, en el desierto de Atacama. La identidad local se define en una lápida de piedra instalada frente a la localidad: “3200 metros de altitud. Aldea de agricultores y pastores. Sus habitantes se dedican al cultivo de hortalizas, flores y frutas”. También dice que tiene 429 habitantes, pero el tiempo ha desgastado más el pueblo que la lápida y cuando pasé eran cerca de 250. La cifra sigue bajando. En Caspana viven rodeados de campos de energía solar y ventiladores eólicos, pero no gozan del privilegio de la electricidad; un escaparate más del Chile de la descomunal brecha social. La normalidad de sus vecinos toma cuerpo alrededor de la chicha, las hortalizas y el maíz, que siguen cultivando en andenes precolombinos, y apenas se rompe cuando un vecino mata un cordero y comparte la carne; de vez en cuando, un conejo o un pollo pasan del corral a la cazuela. Aquí no hay bar, pero si vas con tiempo y preguntas, siempre das con una señora dispuesta a preparar un almuerzo y llegar a un acomodo. En estas calles se transforma la sencillez en un monumento a lo extraordinario.
En Aranda de Duero, Burgos, la normalidad del cordero era más la de los menudos, o directamente la ausencia, que la practicada en casa de los hacendados, que cada año mandaban apartar tres animales. Eso sucedía hace sesenta años, tampoco tantos, y se hacía a caballo entre noviembre y diciembre, que era cuando parían las ovejas antes de que aprendiéramos a trastocar los ritmos de la naturaleza, un asunto casi tan reciente como la cría industrial de pollos. Uno de esos corderos, alimentado únicamente con leche materna, se sacrificaba con menos de un mes de vida y presidía una de las principales comidas navideñas. El segundo caía en la pascua, triplicando el tamaño del anterior, y el último en pleno verano, para celebrar el final de la cosecha con peones y vecinos. Cada uno definía un momento extraordinario, cada uno tenía características diferentes y cada uno exigía preparaciones específicas (el sabor y el tufo a sebo y lana aumentaban con la edad): asado en horno de leña el lechal, solo con agua, sal y un poco de grasa; asado con especias, ajo y vino el pascual, y en caldereta -pimentón, verduras, papas, muchas especias, aguardiente…- el recental. Solo era navidad una vez al año.
En las vegas de Arequipa, la normalidad de la nochebuena era, directamente, no celebrarla. La historia repite la de tantas comarcas rurales, aquí y en otros lugares. La huerta, los sembríos y el ganado no saben de días festivos y exigen atención, así que liquidaban el 24 de diciembre con una ensalada o algo ligero antes de irse a dormir al mismo tiempo que el sol. Como cualquier día del año cuando te levantas antes que alumbre el sol. El 25 ya era otra cosa y se festejaba en el almuerzo.
Lo cotidiano en casa de Julio, en un barrio de Madrid, era el cocido de garbanzos, que llegaba todos los días a la mesa. Su madre era modista, no había tiempo y escaseaba el dinero. y el cocido, con más garbanzo, patata y col que carne, cuadraba las cuentas y se hacía solo, mientras atendía el trabajo. En su casa como en tantísimas otras, la normalidad siempre fue un recurso.
Cuando mi padre quiso escapar de la normalidad de aquel tiempo, que era la del plato único dominando la mesa en exclusiva, le dijo a mi madre que quería una comida completa cada día: primero, segundo y postre. Para él era la señal que marcaba la salida definitiva de la pobreza, para ella, más que una obligación, casi una dictadura que le complicaba la vida y gravaba las cuentas de la casa. Hasta entonces, nuestra normalidad era de plato único y fijo para cada día de la semana. Tanto, que cada día tomaba el nombre de su plato: cocido en lugar de lunes, bacalao rebautizó el viernes y el domingo se disfrazó de arroz con pollo.
De vuelta a este lado del mundo, la normalidad en el hogar de Olga Cerda, quichua de la comunidad de Ahuano, en la Amazonía ecuatoriana, es la de las carachamas y otros pescados que captura su esposo en el cauce del río Napo. Los condimenta con ají, les añade palmito picado y los envuelve en una hoja de bijao antes de asarlos al calor de la tulpa. A veces llevan algo de macambo, la nuez de ese falso cacao que algunos llaman cacao blanco, pero poco más. Para los días sin pesca les quedan la yuca y los condimentos.
¿Dónde está la normalidad? ¿En un chuletón de un kilo y medio o en las papas fritas que lo acompañan?, ¿en la yuca o en el pescado?, ¿en el arroz o en el marisco?, ¿en el caldo con papas o en las papas con huevo?, ¿en el puchero o en la carne del puchero?, ¿en el todo o solo en la parte más cotidiana, esa que para muchos es accesoria y en la casa de otros se contempla con el fulgor de lo extraordinario? No hay forma de establecer pautas para definir una historia que cambia según el lugar del mundo y el peldaño de la escala social que ocupas. La normalidad de hoy en Kiev, me cuentan, se maneja entre el miedo y la búsqueda de alimentos; los que sean. Si esto sigue así, la comida pasará al terreno de lo extraordinario; el miedo nunca se va, aunque se haga costumbre.
¿Qué es la normalidad en nuestro mundo? ¿El menú del día o el menú degustación?, ¿comer en un buen restaurante o hacerlo en eso que llaman “un gastronómico” y todavía espera a ser explicado?, ¿en disfrutar comiendo o en gozar porque haces algo que la mayoría de la humanidad no puede permitirse?, ¿en la tontería o en la cordura?, ¿en lo que comes o en la posición que ocupas cuando lo comes? Cuesta aceptarlo, pero la normalidad es una historia que suele manejarse de puertas adentro, a escondidas del escenario de ficción que son las redes sociales. Lo que se muestra en ellas suele ser verdad, pero casi nunca es real.