Llegado a la mesa, vivo en el tiempo de las cosas pequeñas; soy el rarito del barrio. Me emociona lo que a la mayoría le parece nimio, a veces incluso una tontuna, en todo caso cotidiano; la normalidad no cotiza en la bolsa de las apariencias culinarias. No sé, unas piparras fritas, familiares, cálidas, cercanas y expresivas, servidas por Paco en la barra de la Taberna Ponzano, en Madrid, un plato de mollejas de pollo guisadas con vino tinto en La Botica de San Isidro, en Lima, o esa suerte de torta con un huevo dentro de la que se me acaba de escapar el nombre, que preparan en el puesto callejero que antes de la pandemia se instalaba en el cruce de la carrera 11 con la 93 ¿sigue allí? Acabo de empezar a escribir y se me vine el recuerdo, casi el olor, de las torrejas de maíz con queso de Constantino en el Kiosko Raulín, en la plaza Francisco Arias Paredes de Ciudad de Panamá, frente al edificio del Municipio, y la nostalgia amenaza con darle la vuelta al cuerpo. El Constantino me contó que trajinaba 1200 mazorcas de maíz diarias, a medias con su ayudante. La Marvel debería darle una serie. Me viene a la memoria que por entonces andaban embarcados en la remodelación de la plaza. ¿Seguirán también ellos en su lugar? Tengo que viajar más; estoy dejando atrás demasiadas cosas.
He llegado a un punto en el que me emociona más la perspectiva de dos palitos de anticucho, manufacturados por Pascuala en la carretilla que instala cada tarde en el limeño cruce de Santa Rosa con Angamos, al costado de la Parroquia de San Vicente de Paul, en Surquillo, o en Delicias Delia, unas cuadras más arriba, frente a la Capilla de Los Sauces (debe ser que los buenos anticuchos tienen conexión mística ¿serán bocados del más allá?) que la promesa de un menú degustación en uno de los comedores sagrados de la capital; se han puesto tan dignos, tan envarados y a veces tan aburridos… Paseo las barras nikkei, veo a los chicos cubriendo los nigiri con montañas de dados de foie-gras, da igual lo que haya debajo, justo antes de sopletearlos, condimentándolos con el inconfundible, elegante y delicado aroma del gas, y el cerebro se me rebela. Para protegerse, deposita en la garganta la ilusión del sabor inquietante y agraz, casi violento, de esa joya de la costa sur del Pacífico que los chilenos llaman piure (Pyura chilensis). En los atracaderos pesqueros de la Reserva Natural de Paracas lo conocen por ciruelillo y solo llega a la mesa de los pescadores. Nunca he sabido si catalogarlos entre los mariscos o, directamente, en el capítulo de los bichos raros. Y con la boca ya impregnada con el recuerdo de un sabor -los sabores, como los aromas, se evocan y se reviven- me sobreviene otro que lo acompaña, una botella de sidra producida, envejecida y servida en Chiloé junto a un curanto cargadito de piures, esta vez secos, ligeramente ahumados. También necesito volver a Chiloé. Me pongo a escribir de comida y acabo comprando billetes aéreos multidestino.
Si Laguardia tuviera aeropuerto -la de Álava, claro; Nueva York tiene su La Guardia aerotransportada en Queens-, fijaría allí uno de los destinos, para acercarme al Marixa por unas lecherillas empanadas, que es como allí le dicen a las mollejas de cordero chico, y ya que estamos, unas alubias rojas con sus piparras. No todo van a ser besugos con más huella de carbono que un utilitario de gasoil con treinta años de ejercicio, o hamburguesas de carnes madurada con su infalible tufo a cesto de la ropa sucia. Por cierto, acabo de ver a un tal Pablo recomendando una hamburguesa armada dentro de un donut, con medio dedo de glaseado; a Pablo le encanta, pero todo se entiende cuando caes en que cobra por decirlo.
Tengo un capricho insaciable de raspas de anchoa fritas. Ese es permanente; me asalta en cuanto huelo a mar. Son otra forma de comer todo el sabor de los océanos, aunque esta sea tan nimia que viene de la espina de una anchoa prensada durante casi un año en un barril de salmuera. Se me antoja uno de los grandes manjares de la cocina marina y el mejor escaparate de la cocina del pobre, junto al bull de tonyina. Ese es un guiso aparte, un recurso para alegrar la vida del salazonero de la costa brava. Curaba las carnes del atún, vendía las carnes y reservaba los espinazos para dar sabor a sus papas guisadas. Si no era eso, eran las tripas y los otros interiores del atún, también curados en salmuera. No creo que haya muerto, pero hace más de treinta años que no escucho su nombre.
Hace unos años, coincidí en una barra nikkei con los dueños de una conservera peruana dedicada a la anchoa negra, salazón preferida de la industria de la pizza. Hablamos de la calidad del producto, que no es precisamente alta -la anchoveta del Pacífico no da mucho más de sí- y pregunté por las raspas; las dedicaban a preparar harina de pescado. Animé al titular del itamae a que rescatara un kilo y probara a freírlas como hacen en el Motel Ampurdán, de Figueras. Le pareció que no merecía la pena; lo que no se puede poner en un roll cubierto de queso crema no tenía un lugar en su mesa.
Hay recuerdos que aguantan más que el del último solomillo Wellington. Así, a bote pronto, sitúo entre ellos el del bocadillo de sangre guisada que almorcé una mañana de niebla y pecadores en El Graner, el bar de El Palmar, epicentro de la Albufera valenciana, y sin movernos de la mesa, la anguila afogá según la receta que me explicó Manolín, con ntanta emoción que fue como si hubiera comido una cazuela entera. O saltando al otro lado del mundo, el pastel de choclo que preparaba Nora en su casa de Pachía, a unos kilómetros de Tacna, casi en la misma frontera entre Perú y Chile. Nora Murió y su pastel es memoria viva. También está muy fijo el taco de sesos que me vendió un viejito en un portal de una calleja por república del Salvador, en el centro Histórico de México.
Volviendo al mar y sus conservas, todavía se salva alguna de la gentrificación del laterío. Por ejemplo, los verdeles fritos en escabeche de Ortiz. Di con él en mis años en el campo segoviano gracias a un tabernero local que los tenía como estrella de la barra, aunque adjudicando el origen a las monjas de no recuerdo qué convento de clausura cercano. Al final resultó que lo vendían en el colmado de mi pueblo y no costaba ni cinco euros el kilo.
Son historias pequeñas, pero los productos y las gentes que las alimentan son grandes como casas. Al menos se lo parecen al rarito del barrio.