Era mediodía del último lunes de julio y paraba a comer en medio de un viaje entre la Amazonía ecuatoriana y Salinas de Guaranda, una singular parroquia en lo alto del Ande. Me detengo en un restaurante con forma de cabaña en plena puna, casi en medio de la nada, frente a la cumbre del Chimborazo. Está a 4200 metros de altitud y reclama ser el comedor público más alto de América. Es muy posible que sea verdad; está realmente arriba. Son gente amable, me reconocen de pasadas aventuras por el país y el camarero, atento y comprensivo con mi torpeza de movimientos (4200 son muchos metros y menos oxígeno del acostumbrado), me entrega la carta y asegura: “hoy va a comer muy gourmetmente”. Al final no es para tanto, sea lo que sea que signifique, pero el local es cálido, la gente amable y se come sin sobresaltos.
Reímos la ocurrencia y la comentamos en la mesa, hasta que me paro a pensar en la realidad del palabro gourmetmente. Hace unos meses encontré a un cocinerillo en pleno aprendizaje contemplando arrobado a quien definió como “un cocinero gourmet”. Bien mirado no es tan diferente a otras referencias bizarras, como la del restaurante gastronómico, que viene a ser tan antigua como el chef vestido de Balenciaga. A golpe de esdrújula, el restaurante gastronómico y el chef que lo dirige, todavía más gastronómico, quedaron normalizados como signo distintivo de la cocina sofisticada. ¿Y los otros, los establecimientos medios, los bistrós, las carretillas populares, los bares o las tabernas? ¿Cuándo dejaron de ser gastronómicos? No por llevar la etiqueta gastro pegada al nombre eres diferente a los demás. En todo caso, un poco más cursi y pretencioso. Gastrobar, gastrotaberna, gastrochiringuito, gastroradio, gastrotienda… gastrobobo.
Puestos a elegir entre el universo de las cocinas normales, populares o no, y el de los divos, siempre exigiendo atención, me quedo con el primero.
Ecos del bestiario
Una horas después, recuperada la señal y la conexión con el mundo en Salinas de Guaranda, empiezo a recibir los ecos del bestiario reunido en Londres. Se celebra el día de Santa Lista y allí están todos. Cocineros y groupies, revueltos y en estado de felicidad suprema. Los unos levitan, las agencias de comunicación hacen arqueo y los demás cumplen con lo que se espera de ellos, fungiendo de palmeros. Un selfie aquí, un abrazo allí, un chorreo de adjetivos en cada frase colgada en twitter y un poco menos de vergüenza en cada foto de Instagram. Con cada ceremonia el otro mundo de la cocina sufre una afrenta más. Me refiero -disculpen el atrevimiento- al mundo real, que viene a ser el de los relegados y los olvidados, se llamen Camarena o Martínez.
No es el momento de insistir. Hemos tenido una semana para comentar falencias, trapisondas y decepciones, como hizo Benjamín Lana en su columna de ayer -¿Dónde está Camarena?, se preguntaba- y esto se ha vuelto un tanto cansino. Si no fuera por los viajes gratis -esta vez fue a Londres- y un par de comidas regaladas, el esperpento caería en el silencio.
Solo un detalle sobre una noche en la que algunas cosas quedaron claras. La mayor de todas es que la organización vive una lucha entre lo que decidieron y lo que necesitan. Sacaron a los ganadores de la lista -ahora son intocables- para dinamizarla y dar entrada a nuevas caras, y unos años después se dieron cuenta de cuanto las necesitan para dar lustre a su invento. En Londres entregaron un micrófono a Massimo Bottura, recuperándolo como el histrión de la alta cocina, y rompieron la norma que separa a los elegidos de la competición. Estrenaban el premio al mejor sumiller del momento y tiraron de Josep Roca para dar lustre al momento. Es el mejor, no me cabe duda, pero ese no es el tema. El asunto es que el Celler de can Roca, y todos sus titulares quedaron fuera de cualquier pelea cuando les ascendieron al estrellato: los ganadores de cada año no compiten. La misma regla que normalizaba la presencia de Albert Adrià con la bufanda morada de los elegidos -representando a El Bulli, del que fue una pieza fundamental-, excluía directamente a Josep Roca entre los premiados. En el mundo civil las normas suelen establecerse para ser cumplidas. The 50 Best prefieren acumular excepciones. Que no pare la fiesta.
¿Qué recomiendan?
Hace tiempo que el esperpento se hizo un lugar de honor en la alta cocina. No es nuevo, pero chirría ver al cocinero consagrado cantar en las redes sociales la excelencia de un café servido en cápsulas o al otro, siempre simpático y entrañable, promocionar salsas formuladas a partes iguales entre glutamato monosódico, aromatizantes y colorantes. ¿Eso es lo que entienden por excelencia? ¿Utilizan los mismos productos en sus restaurantes? Sería preocupante que lo hicieran. Cada vez que encuentro sus reels intercalados en mi muro, no puedo dejar de pensar en los adjetivos que dedican a los coches que también promocionan. ¿Serán de fiar? Sus cocinas, claro, quedan fuera de cualquier duda.