«Esta fellatio de amor caníbal, para al final morder el anzuelo y caer en la trampa…» Enrique Bunbury («El anzuelo», 2004)
Como dirían los Stones en Sympathy for the Devil, permítanme que me presente: me llamo Juan Manuel, tengo 42 años, vivo en Madrid y soy periodista.
Toda mi vida me he dedicado a la información de Cultura, Espectáculos y Ocio. Desde 1991, fecha en que publiqué mi primera crítica gastronómica en Diario 16, cultivo además una segunda actividad como cronista culinario y de vinos en diversos medios, que me ha deparado muchísimas satisfacciones personales y profesionales.
Me he prestado a escribir esta columna, en una web que se me antoja entrañable por los amigos que firman en ella, porque me apetecía tratar un tema que se sale de mi rutina informativa habitual en el periódico donde trabajo. Se trata de cómo las nuevas tecnologías están creando un nuevo modelo de aficionado, gourmet, catador y hasta líder de opinión.
Me explico. Cuando comencé a interesarme por el trago y el bocado, hará más de dos décadas, resultaba dificilísimo, incluso en una ciudad como Madrid, encontrar almas gemelas para compartir la creciente vocación. Además, para formarse debidamente y lograr ser respetado por los gourmands ilustrados de más edad, tenías que haber leído un centenar (o más) de libros clásicos del género, tanto españoles como extranjeros; algunos, incluso, descatalogados. Había que saber parafrasear convenientemente a Brillat-Savarin, Grimod de la Reynière, Apicius, Câreme, Escoffier, Ruperto de Nola, la Marquesa de Parabere, Picadillo, Julio Camba, Álvaro Cunqueiro, Josep Pla, Néstor Luján, Juan Perucho, Xavier Domingo, Martínez Llopis, M.F.K. Fisher, Alejandro Dumas, Curnovsky, Jean-François Revel, Alexis Lichine, Émile Peynaud, Hugh Johnson, el recetario atrabiliario de la Sección Femenina y hasta “La cocina de mercado”, de Paul Bocuse.
También, por supuesto, el gastrónomo novato debía acreditar públicamente un conocimiento del producto digno de un asentador de frutas o un subastero de lonja galaica; técnica de cocinilla equivalente al nivel de un jefe de partida de entonces y, por supuesto, haber visitado la mayoría de las grandes mesas del mundo occidental (las alemanas se perdonaban por la lejanía) y algunos santuarios del tipismo culinario del Tercer Mundo. Después de eso, te dejaban escribir unas líneas sobre una modesta hamburguesería que acababa de inaugurar; momento que tú aprovechabas para citar mitos modernos estadounidenses como el Club 21 neoyorquino o el Mell’s Drive-In de San Francisco y demostrar que poseías cierto barniz cosmopolita. Después de muchos años de pedantería ocasional, lograbas que, a pesar de tu precocidad, algún pope de la vieja guardia te concediera algo de crédito. Poder alternar con aquellos pioneros del gourmetismo, capaces de abrir incontables botellas de Salon aunque no tuvieran un duro para pagar la calefacción de su casa, resultaba siempre una experiencia vital enriquecedora y un raro privilegio gremial.
Ahora todo ha cambiado mucho. Para bien y para mal. No voy a ponerme nostálgico con los viejos tiempos, habiendo formado parte del relevo generacional. Pero es innegable que la gastronomía está de moda y eso ha atraído a este terreno a mucho caradura y mucho buscavidas que consideran el asunto como lo más trendy del momento. Este marchamo de actividad glamourosa, sofisticada y à la page dista mucho de la etiqueta que te colgaban antaño cuando, en un acto de sinceridad, te declarabas gourmet. “O sea, un tragaldabas”, murmuraban por lo bajini. Y te miraban como alguien poco fashion y escasamente espiritual, más bien dado a la glotonería, la gula y los bajos instintos. O sea, un freak o un marginal.
Hoy, con el boom gastronómico que está viviendo este país, la cosa ha tomado otros derroteros: los grandes medios han empezado a prestarle un mínimo de atención al tema y hasta los críticos, de antiguo más bien trincones, se van profesionalizando bastante. Queda, por supuesto, el reto de que un cronista culinario cobre igual que otro deportivo o parlamentario y disponga de las dietas adecuadas para el ejercicio digno de su profesión. Pero todo se andará…
Por contra, me preocupa la influencia de Internet en el sector. Gracias a la red, he conocido a muchos amigos con los que comparto afición. Pero también, por culpa de la red, poca gente lee libros referenciales ni estudia conceptos básicos. Ni los amateurs ni los comunicadores profesionales. Total, ¿para qué? Cuando necesitan pronunciarse sobre algo, copian el dossier que mandan las cada vez más numerosas agencias de prensa o fusilan en cinco minutos una web cualquiera, sin contrastar su rigor.
Ahondando en el tema y a modo de ejemplo: hace dos o tres lustros, para entender algo de vinos, había que visitar en vacaciones los grandes viñedos mundiales y probar botellas míticas, pero también mediocres; añadas viejas y jóvenes; bodegas clásicas o rupturistas. Así es como uno podía atreverse a discutir sobre Châteauneuf-du-Pape: habiendo pateado sus terruños de cantos rodados o ascendido al castillo en ruinas desde el que se divisa el Ródano. Hoy, gracias a Robert Parker y otros gurús de la opinión numérica, todo se reduce a puntuaciones, añadas y marcas de moda que cualquiera puede memorizar y repetir como un papagayo.
Y lo mismo podría aplicarse a la restauración de vanguardia. No se escarba en las raíces de una cocina autóctona ni en la trayectoria de un chef. Muchos opinan por lo que han visto en una revista, un libro, un website o un congreso, por lo que han leído a terceros de credibilidad nada contrastada y que, en estos chats, blogs y foros tan de moda, se ocultan a veces bajo un anonimato cobarde para tirar la piedra y esconder la mano.
Tampoco piensen que albergo algo personal contra los blogs. Algunos amigos tienen el suyo y me agrada leerlos de vez en cuando. Pienso sinceramente que cumplen una función encomiable, como en la cultura pop de los 80 hicieron los fanzines. Encarnan un nuevo modelo de intercambio informativo global rápido, fácil, democrático, dinámico, espontáneo y bastante divertido para los fans. Pero me resisto a conceder el estatus de sabio (y el respeto y la credibilidad correspondientes) a cualquiera que entre y se anime a soltar un exabrupto. Y esa, mal que nos pese, es la tendencia al alza: la de los foros psicóticos con muchos opinadores desorientados reclamando por un día sus cinco minutos de fama warholiana.
Por otro lado, nunca me han gustado los críticos profesionales en cuyos artículos pesa más el veredicto que la información. Creo que la primera misión del que escribe es suministrar descripciones precisas, datos complementarios que enriquezcan al lector, detalles que le transmitan la sensación de haber estado allí y, sólo al final, algún guiño cómplice sobre lo que nos emocionó o nos defraudó. La opinión sin información me aburre, porque pienso que se acerca al lenguaje binario y nos retrotrae a la visión simplista de la infancia: me gusta/no me gusta, bueno o malo, blanco o negro, uno o cero. Si jamás he comulgado con ideologías demagógicas, ustedes me disculparán si no lo hago ahora con todos estos recientes aspirantes a gurús justicieros de la era gastro-digital. Señores, por favor, menos divagación y más argumentación.
Los estadounidenses, en ocasiones tan pragmáticos, tienen acuñada una frase que dice: “Show me the money”. O sea, antes de empezar a pontificar, cuéntame algo que no sepa, dame un argumento, demuéstrame que tienes lo que hay que tener. A los webmasters, todos estos fanáticos de la sentencia sin matices les chiflan, porque con su contribución entre insultante y lisérgica van sumando entradas en la página y, además, suelen provocar chismes, habladurías, promoción gratuita, mucho revuelo. A mí, al principio me fascinaba su descaro mayormente inconsistente pero, según pasa el tiempo, me aburren sus valoraciones huecas y su ausencia de discurso. Ya he dejado de leerlos y recomiendo a los amigos que exploren otras vías para enriquecer sus conocimientos gastronómicos. Si nunca ves en la tele “Aquí hay tomate”, ¿por qué cuanto más chabacano es un foro especializado más te gusta?
Ya lo dijo Bob Dylan en “Subterranean Homesick Blues”: “Don’t follow leaders/Watch the parking meters”.
O sea: “No hagas caso de los líderes y vigila la cuenta del parquímetro”. Amén.