Del bacalao imposible y la cocina de cercanía

La memoria del sabor

Pasó el viernes santo por Lima, con la crisis del bacalao -hablo del gadus morhua o alguno de sus parientes cercanos- sobrevolando las mesas que todavía lo rescataban para su versión del bacalao a la vizcaína. Es tradicional cuando llegan sus fechas, que aquí son estas. La fórmula se acerca más a un ajoarriero -cebolla, tomate, pimientos morrones y bacalao troceado o directamente desmigado- si no fuera por los garbanzos que lo acompañan. Ninguna relación con el bacalao a la vizcaína de los vizcaínos. El peruano es un mercado acostumbrado a cambiar el bacalao por tollo (cazón), congrio, raya o pez guitarra salados y secos. Llegan del norte lambayecano por lo menos desde que la cultura moche se hizo cargo del paisaje, pero siempre quedan resistentes que apuestan por la textura y el sabor del bacalao de verdad. Aunque esté seco, salado y le digan bacalao, no lo es si no se llamaba así cuando lo pescaron.

 

Del bacalao imposible y la cocina de cercanía 0

Esta vez debieron afrontar la dura realidad: su precio lo acerca al caviar. Debió ser por mimetismo; el bacalao ya no es bacalao y el caviar apostó hace veinte años por no serlo más. Dejó de ser salvaje y ahora nos lo cuelan desde la piscigranja de confianza. A algunos todavía nos queda el recuerdo de un pasado culinario que en ningún caso fue mejor, pero tuvo cosas que lo hacían diferente.

 

El bacalao a la vizcaína también es compañero habitual de la semana santa mexicana, esta vez sin garbanzos, con el bacalao bien desmigado y salpicado con encurtidos (aceitunas, alcaparras, chile güero). Hay nombres que dan mucho de sí. Un libro dedicado al bacalao, editado en los ochenta por una de las dos cajas de ahorros locales -pudo ser la municipal de Bilbao o la provincial de Vizcaya; se me perdió el dato en la memoria y el libro en una de las últimas seis mudanzas-, reunía más versiones del bacalao a la vizcaína de las que nunca hubiera imaginado que podían existir. Una de ellas, que se me antojó particularmente cuerda, usaba una pieza de chocolate para dar empaque a la salsa. Ninguna incluía los garbanzos de las pasiones limeñas ni el chile güero de las mesas mexicanas, pero la mayoría rompían con una ortodoxia que hasta entonces se me antojaba sagrada. Luego empecé a escuchar del bacalao a la busturiana y otras fórmulas y el rompecabezas empezó a encajar: no existe la receta auténtica.

 

Tampoco existe, casi, el bacalao que se hacía grande en las cocinas de la segunda mitad del XX. Ni la especie que siempre conocimos, el gadus morhua, ni las salazones que lo llevaron a la gloria. De vez en cuando recurro a Vicente Leal, un personaje imprescindible que administra su conocimiento desde la parada que ocupa en el Mercado Central de Alicante, y me manda lo que se llamaba y se sigue llamando bacalao a la inglesa o bacalao inglés. Hoy como ayer, se sigue poniendo en salazón nada más pescado y se cura durante un año. Nada que ver con ese bacalao verde o de media curación que pusieron de moda los profesionales del atajo. Son tajadas medianas, nunca demasiado gruesas, con el poder de la gelatina, el aroma y el sabor levantando bien alto la bandera de la excelencia. Las llevo a Lima escondidas en el doble fondo de la maleta, y solo saber que están en la parte de atrás de la nevera cambia algunas cosas.

 

Encuentro a Gastón Acurio en su taller de Barranco, afinando la vizcaína de este año con sus jefes de cocina, y me dice que tendrá que venderlo al coste; el sarao de los penitentes sale demasiado caro para el mercado limeño. Siento un escalofrío mientras le escucho. Lima es una de las plazas culinarias más caras de Sudamérica, después de Chile, que sigue jugando en la estratosfera, y hasta hace dos años comer bien en Lima era más caro que hacerlo en Madrid. Acabo de asistir a Madrid Fusión y ya no puedo decir lo mismo. La espiral de precios en la que se han metido los restaurantes de la capital ha llegado a la categoría de disparate. Madrid come y paga como si cada cena fuera la última, con el afán del nuevo rico y el desdén del heredero de buena cuna.

 

Argumentan que la mejora en las condiciones de vida de sus empleados, y el respeto por la biodiversidad y el trabajo de los productores, son los principales motivos de los nuevos precios. Pagaría con gusto lo que piden si fuera cierto, pero encuentro más excepciones que otra cosa; no veo tanta mejora ni tanto respeto. En un desvarío de los míos, caigo en un local del extrarradio y en cuanto asomo la nariz me adoctrinan sobre su ejemplar aplicación de las leyes del kilómetro 0 -mal asunto cuando tu valor está en lo que debes explicar al cliente, y no se cuenta por sí solo en la carta o a través de tu cocina-, para adornar a continuación algún plato con trufa y caviar. En ningún momento pensé mal; seguro de que en estos años de ausencia abrieron un criadero de esturiones en el Jarama. La trufa se da muy bien, todos lo saben, en las macetas de la terraza.

 

Aquí como allí, las cosas cambian. Primero fue la multiplicación por veinte de los costes del transporte en barco. Pasó un año largo desde la vuelta a la actividad y lo que se anunciaba como un atraco coyuntural ha pasado a ser una extorsión estructural. Me temo que esos precios llegaron para quedarse y continuar abriendo brechas. Y luego apareció Putin, necesitado de borrar Ucrania de sus pulsiones nocturnas y dejando de paso al aire las costuras del sistema. Casi todo nos viene de lejos y es asequible, hasta que deja de serlo, porque se produce en países en los que el ser humano suele perder su condición. Construimos las mismas trampas que nos han terminado enjaulando.

 

Los discursos del productor, la biodiversidad, la cercanía, la sostenibilidad y la responsabilidad tienen hoy más sentido que nunca y son tan necesarios como lo fueron siempre. Otra cosa es que no quisiéramos darnos cuenta, o no nos pareciera tan importante; se hacía más por conveniencia que por convicción. Hoy son el argumento para salvar el presente. El viejo discurso lanzado desde elBulli, en otro tiempo y otro contexto, según el cual el mercado global permitía superar la temporalidad del producto -cuando acaba la temporada de fresas en Huelva, empieza en Chile, o en otro lugar del mundo- en favor de la excelencia, ya no se sostiene. Es posible que la cercanía sea hoy el único valor sensato. Sin caviar, horteras.