¿De verdad os preocupa?

La memoria del sabor

David Muñoz ha tomado en estas semanas dos decisiones que han dado la vuelta al mundo. La primera es la importante y cobró vida cuando el propio David -disculpen la vuelta atrás, pero lo de Dabiz me sigue haciendo bola- anunció en nota de prensa el abandono del proyecto del nuevo restaurante que tenía previsto abrir en La Finca. Me alegra la espantada; hizo bien en escapar de esa jaula de oro. La noticia está llamada a marcar el presente inmediato y sobre todo el futuro de Diverxo, el restaurante con el que el cocinero y empresario madrileño consagró una cocina diferente, transgresora, iconoclasta, sin adscripciones, única y por fortuna para todos sin imitadores (demasiado trabajo en el tiempo de los atajos). Salvo lo último, todo encaja en lo que la academia ha definido como vanguardia, aunque no coincide en nada con lo que el trivializador gastronómico explica con el mismo nombre.

 

La otra no pasa de anécdota. Hubiera debido quedar para el intramundo gastronómico y, tal vez, para los maniacos compulsivos que integran la legión de coleccionistas de facturas y solomillos Wellington que merodean la alta cocina. Pero el tremendismo del periodismo de nuestros días ha preferido erigirla en noticia: Diverxo sube un 23 % el precio de su menú, que ahora costará 450 euros. Palabra arriba, palabra abajo, el título ha recorrido los medios como un vendaval mostrando el amarillismo que hoy se aplica a lo nuestro. ¿De verdad que importa? ¿A quién?

 

Leo los medios presuntamente gastronómicos y empiezo a entender los motivos que llevan el mundo hacia la distopia, y entre ellos no están la lucidez o las bunas intenciones. Leí el mismo titular cuando Disfrutar se hizo con el primer lugar en el apaño de The 50 Best, aunque este no daba cifras, era cosa de un medio y respondía a una vieja práctica: llamar la atención para conseguir un like de más. Mejor no dar más datos, porque la noticia desmentía el titular: la subida que lo justificaba era de 5 euracos. Lo había encontrado dos años antes, perpetrado por el mismo tremendista, cuando el Cenador de Amós recibió la tercera estrella. No importaba que después de la subida siguiera siendo el menú más barato entre los tres estrellas españoles; pura anécdota. ¿Tanta tinta, tanto papel y tantos pixeles gastados para eso? El sensacionalismo invade los medios gastronómicos acercándolos peligrosamente al colorín del corazón.

 

¿A quién le preocupa el precio de Diverxo? ¿A ese público que nunca lo visitará y al que hemos proporcionado los muros de nuestras redes como espacio para desvariar? ¿A los que no le tiembla la tarjeta para liquidar los 1990 euros que pagan por la aventura en la mesa del sumiller de Alchemist? ¿A quienes presumen de recorrer triestrellados de Francia a 700 o 1000 pavos la pieza? ¿A nosotros, que cuando vamos a Diverxo es porque nos han invitado? ¿A quienes nunca pagaron los 365 euros de hace un año, o los 395 que costaba hasta hace dos semanas? ¿A los que el menú y las armonías de Millán -tirando a exageradas, por cierto- les llegaban de gañote? ¿Os preocupa más ahora que cuando costaba 55 euros menos?

 

A cambio, no parece que nos preocupen historias que a mí me parecen importantes. No alarma que dos raciones y cuatro cañas en una tasca te lleven a los 50 euros, que un restaurante medio de Madrid ronde los 80, que las facturas de 150 o 200 sean parte de la normalidad, que los restaurantes de a 400 (¿Qué más da si incluyen o no el vino, o la cama?) no sean una excepción en Madrid. Tampoco nos inquietan los dobles turnos de comida, la ausencia de manteles en las mesas, las servilletas de papel, los platos de carne cruda que no saben a carne, el tuétano sin sal, los pescados masacrados, los cócteles con más piedra de hielo que combinado, el sushi con el arroz frío, las frituras de pacotilla, la empura disfraza de orly, los restaurantes clónicos, el café de tercera, el ostión disfrazado de ostra, la ensaladilla con caviar, el facilismo en la cocina, la renuncia a la reflexión, la situación del trabajador en cuanto se va más acá de los límites de la alta cocina, el disparate de las agencias de comunicación, la supina ignorancia del medio…

 

El amarillismo, el sensacionalismo de Pueblo o El Caso (busquen en la hemeroteca, merece la pena) primero y los medios de papel couché después, han permeado los nuevos hábitos del periodismo gastronómico, y con ellos llegó el tiempo del gatillo fácil y el titular sonoro aunque espurio. Esos titulares que dan pie al resentido social y alimentan los ataques contra la cocina.

 

Cosas como estás vomitaba uno de los muros de Instagram donde se publicó la noticia: “Una mierda”, “dudo que vaya a reflejarse en las condiciones de trabajo”, “va a cerrar pronto”, “el falso chef punk”, “espero que no cree otros chefs monstruosos como él”, además de las infaltables referencias al chef y su familia… ¿De verdad queremos esto para la cocina?

 

Todo tiene su cara B. El sensacionalismo culinario ha regalado al chef punk una de las mejores campañas publicitarias de la década. La pena es que apenas ha tenido repercusión en el mercado: las reacciones de quienes leen un titular (demasiado atrevimiento repetir la aventura con el texto) y luego desbarran, y de los que son parte activa del gremio no van a tener traducción: ni más ni menos clientes. Por ahora, el espacio es el que es y la lista de espera seguirá siendo una norma. El precio también es un reclamo; para una parte del público y para el periodismo de gatillo liviano, que ayer se habrá acostado con la sonrisa en los labios que solo proporciona la satisfacción del deber cumplido. Que se joda el punki ese.

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