Cocina de calle

La memoria del sabor

Viví una España en la que todavía había comida de calle, aunque no fuera mucha. Las castañeras que saludaban la llegada del invierno, trasladando el magosto a las ciudades. O los churreros, con sus casetas casi de fortuna, frecuentado a partir de las cinco y media de la madrugada para el primer café, dos churritos y una copa de anís, o un blanco y negro, para animar el cuerpo, y la vida, camino del tajo.

 

Eran los últimos tiempos de las cerilleras de la Gran Vía vendiendo cigarrillos sueltos, las piperas cerca de los colegios -pipas de girasol, paloluz, caramelos, chicles…-, las y los vendedores de chochos o garbanzos torraos que paseaban Andalucía… Pude vivir y celebrar las últimas pescateras ambulantes de Bilbao, con el género en un cesto o un barreño, directamente en el suelo, pregonando la buena nueva al paso o instaladas en una esquina, o los cucuruchos de magurios, los bígaros cocidos que se vendían alrededor de los bares de Licenciado Pozas para el aperitivo del domingo.

 

El país despertaba para crecer económica y socialmente e iba dejando a un lado los viejos hábitos de la precariedad, entre los que estaba la venta ambulante de comida; empezaba a mirarse de reojo, como a las visitas incómodas. España comía, sigue comiendo, en la calle o asomada a ella, pero desde una perspectiva más festiva. Las cervezas compartidas junto a la puerta del bar, el cucurucho de fritura comprado en la freiduría del barrio, las terrazas…

 

Las ordenanzas municipales penalizaron al vendedor ambulante de esta nueva sociedad, tan preocupada por transmitir sensación de prosperidad. Los olores, los pregones y la vista de la incertidumbre del vendedor ambulante eran un recordatorio molesto. Y luego estaba la normativa de sanidad. Mucho tiempo después, en la primera edición de Bogotá Madrid Fusión, el homenajeado Julián Estrada asignaba a las normativas sanitarias colombianas la responsabilidad de la pérdida de una miriada de formas de atados, envueltos y otras formas culinarias del país.

 

Culpaba al ansia controladora de los municipios colombianos del olvido en el que habían caído las vendedoras de hayacasque poblaban el centro de Cúcuta desde las cinco de la tarde, de las arepas de Armenia, envueltas en tela y asadas al carbón, las vendedoras de cojines de lechona en Neiva, la venta callejera de morcilla de Envigado, y sobre todo los envueltos de hojas que Julián situaba en el centro del que llamaba origami criollo.

 

Con el tiempo, pude gozar del festival cotidianos de olores y sabores que celebran los mercados del norte de África -¿no serán más bien lo mercados del sur de Europa?- o de la explosión de vida de los comederos callejeros de Asia, donde lo cotidiano y la rareza se dan la mano. Ciudad de México primero y Mérida después me mostraron el espejismo de las cocinas de calle latinoamericanas. Un reclamo poderoso que revienta en Norteamérica, mantiene el vigor mientras baja por Centroamérica y se va diluyendo conforme te estiras hacia el Sur. Netflix se largó una serie dedicada a la cocina callejera de la región y hubo países donde lo más callejero estaba en el interior de un mercado establecido. Confundieron cocinas humildes con cocinas de calle.

 

Perú me reventó en la cara con el poderoso reclamo de las carretillas. Las descubrí en el primer Mistura, el más auténtico de todos -tanto, que ni siquiera se llamó Mistura (se llamó Perú Mucho Gusto) y Apega no había tenido tiempo para fagocitar y finalmente destruir el mejor escaparate gastronómico del continente- donde la comida de calle jugó un papel deslumbrante. Empezando por Doña Grimanes y sus anticuchos. Tardé poco en encontrar a Grimanesa en su carretilla de Miraflores, e hice colas eternas para conseguir dos palitos de corazón adobado pasado por la brasa. Para desgracia de todos, la Municipalidad decidió hacer efectiva la ordenanza que prohíbe la venta de comida en sus calles y Grimanesa tuvo que trasladarse a un local estable con todo su ajuar.

 

Frecuenté otras carretillas, sobre todo anticucheras. La de Pascuala, instalada al caer la tarde en el cruce de Santa Rosa con Angamos, frente al lateral de la Parroquia de San Vicente de Paul, en Surquillo. Son los mejores que he probado en las calles de Lima. La forma aplanada del corte facilita el rendimiento del adobo y la llegada del calor. También fui habitual de Delicias Delia. Instala su carretilla pasadas las siete, en el mismo Surquillo, en el cruce de Juan Torres Higueras con Velarde, frente a la Capilla de Los Sauces (debe ser que los buenos anticuchos tienen conexión mística). Los aromas del adobo se mezclan con los del rachi, la pancita y las mollejas de pollo.

 

Cada vez quedan menos, cada día están más olvidadas. Los distritos que comen con el meñique señalando a marte los han desterrado de sus calles. En Miraflores queda una superviviente, Carmencita, y San Isidro aceptó un tiempo los Food Trucks para evitar la cara molesta y popular de las cocinas humildes.

 

Cada vez escribimos menos de las carretillas, y las visitamos todavía menos. Y con eso ayudamos a que el olvido caiga poco a poco sobre ellas. La cocina limeña discrimina por barrios y nosotros somos parte activa en esa historia.

 

Hay carretillas que nunca olvido. Encontré a Toribia en el extremo sur del Perú, en todo lo alto del altiplano aimara. Estaba en una esquina de la Plaza de Armas de Cabana, donde Juliaca se abre a la campiña. Lo suyo era poca cosa: unas gaseosas, muchos dulces y una sartén apoyada en el suelo en la que daba vuelta a unos trozos de alpaca. Comí un plato de su chicharrón de alpaca con mote y chuño y enganchamos la charla, derivada en un interrogatorio a este tipo que le hablaba con acento extraño. Quería saber de mi tierra, de donde queda, qué se cultiva en ella, de cómo era la vida en un mundo que no imaginaba tan lejano. Dos cosas me quedaron grabadas: el gesto de pena que asomó a su cara cuando supo que en la vieja Castilla no cultivan ni el chuño ni la quinua -creo que sintió pena por mí- y su interés por saber como era el clima al otro lado de su mundo, concretado en un elemento primordial: el agua. ¿Cuánto llueve? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cómo se riega? ¿Quiénes riegan?

 

Hace tiempo que no paso por La Paz y no visito a las cholas. Ni siquiera podría decir que siguen ahí. Los comedores más solicitados de la ciudad no tienen carta. Tampoco ofrecen una mesa a sus clientes, ni aseos, vasos, copas o mantelería. Los platos, cuando los hay, son de plástico como los cubiertos y, salvo algún afortunado que encontró acomodo en un taburete, todos comen de pie. Unas veces bastan tres paredes de chapa y un techito montadas en una esquina de la ciudad. Otras, ni siquiera eso. Pero entre unas y otras destilan los aromas y los sabores que marcan el ritmo vital de la capital.

 

Sofía Condori con sus tucumanas fritas) en un pequeño puesto de la Avenida Montenegro, cerca del cruce con la Calle 21, en San Miguel. Elvira Goitia vendía choripanes desde las 7 de la mañana en el Mercado Lanza, en la Zona Norte, entre la Avenida Busch y el Estadio Olímpico. Recuerdo las tripitas –callos, mondongo- con patatas que venden en la Plaza Alonso de Mendoza, frente al Hotel Oruro, y la multitud que rodeaba el puesto. También estaba Julia Cori, en Las Velas (Avenida Camacho, a un costado del Campo ferial del Bicentenario), con sus anticuchos, o la ranga de Miriam Iturralde en la Calle Tumusla, a unos pasos de la Plaza Equino. La ranga es una abigarrada y potente sopa picante: panza de vaca condimentada con ají amarillo, servida con papa y coronada con una ensalada de lechuga, tomate y un cilantro llamado quirquiña.

Recupero el calor de la comida callejera en Quito, en una plaza popular en el extremo humilde y alternativo de La Floresta, un barrio de referencia para la hostelería de lujo. Al sitio le dicen los agachaditos (por los comensales que comen sentados en pequeños taburetes con el plato en una mano y la cuchara en la otra).

 

Llego y repaso el viejo repertorio: el yahuarlocro, el caldo de manguera, la morcilla dulce, las tripas a la brasa, el caldo de gallina o el locro y se me caen encima todas las pérdidas y los descuidos anteriores. En cuanto vuelva a Lima, me pongo en marcha y desando el camino.

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