La Pescadería Pepe acaba de cerrar, después de 53 años despachando al público en Badajoz. Era un pequeño negocio de barrio en la calle La Maya, que seguía adelante de la mano de María Luisa Martínez, Uchi, pastelera reconvertida en pescadera, ya en edad de jubilación pero aferrada a un establecimiento y una forma de vida que lo han justificado todo. Su marido, José Luis Chaves, se retiró cinco años antes y ella siguió en la brecha. Nadie la va a suceder. Tampoco hay candidatos que le quieran dar continuidad. Los supermercados pesan más que nunca y la clientela del barrio está para pocas alegrías. La pescadería de Uchi y Pepe ha sido testigo de la vida del barrio: bodas, embarazos (no siempre por este orden), bautizos, comuniones, carreras universitarias, primeros empleos y, al fin, la vejez y la muerte. Como cualquier otra tienda de las que van escaseando en las ciudades del presunto mundo desarrollado. Como sucederá si nadie o nada lo remedia con las bodeguitas y colmados de esta otra parte del mundo llamada Latinoamérica, que no suele tener pescaderías con puerta a la calle.
El 31 de diciembre acabó todo para la Pescadería Pepe. Pasado año nuevo, nadie volvió a levantar el cierre. Se lo leo a José Tomás Palacín en la edición del viernes del diario extremeño Hoy -no pregunten por qué, de tarde en tarde me sumerjo en los medios de ciudades que apenas conozco-, uno de esos periódicos que llamamos de provincias, en los que salen las noticias de cada día, las que de verdad importan. Las obras en el ambulatorio, los índices de natalidad, el adoquinado de una calle, los cortes del agua, nacimientos (cada vez menos), matrimonios, defunciones (ganan por goleada), el equipo de futbol local, los arreglos en el campanario de la iglesia, las trapisondas del alcalde o el nuevo proyecto para la plaza mayor.
Me duele el cierre de la Pescadería Pepe, aunque hace unos doce años que no paso por Badajoz y hasta ayer mismo no supiera de la pescadería, ni de la vida de María Luisa, José y sus dos hijos, ni de las batallitas que vivieron mientras despachaban, ni del cierre que la remata. Debería dolernos a todos. Me duele mucho, porque es el escaparate de un tiempo que termina y habla de cosas que vivo y preferiría no vivir. Del poder del dinero sobre la razón, del peso de las grandes superficies, comprando barato, pagando a ciento veinte días y desarticulando al pequeño productor mientras arrasa el comercio local. Habla del envejecimiento de los barrios, algunos casi geriátricos, y el vaciado de otros para hacer sitio al turista, de la gentrificación, del desprecio de la nueva sociedad por las casas de comidas y los bares de la caña, el café y la tertulia de cada día, del producto humilde como ley de vida, del lujo de una ración de langostinos en el cumpleaños de la madre, del arroz de los domingos y del pollo asado para celebrar al abuelo.
Habla también del cierre de los bares y los comedores que compraban pescadillas, sardinas, mejillones o chirlas donde Uchi y Pepe, de los nuevos que lo compran todo hecho, hasta las croquetas y a veces las tortillas, de la olla a presión que ya no sisea en casi ningún bar, de las planchas desterradas de las barras, del tiempo del cocinero de oficio, cercano y concentrado en lo suyo, del restaurante de confianza, del cocinero en el mercado, de los menús de temporada, de los platos del día, el menú como argumento y el cliente habitual. La historia de Pescadería Pepe habla de muchas cosas que en apariencia no se relacionan con ella. La mayoría se muestran en su final.
Sigo buceando en las páginas de Badajoz del Hoy, que es un dietario de la ciudad, y lo de las pescaderías viene de antiguo. En 2007 quedaban trece -para 150.000 ciudadanos- y el fin se anunciaba inevitable. “Ni el parásito anisakis, ni la crisis del fletán o del boquerón, ni toneladas de chapapote. Lo más terrorífico para un pescadero es escuchar que van a abrir otro Mercadona”, escribía Juan López-Lago el 1 de diciembre de aquel año. “En pocos años no quedará ninguno”, avanzaba. Así va siendo.
Las mismas razones para lamentar la desaparición de Pescadería Pepe podrían valer para explicar por qué no me importa el anunciado cierre de Noma para 2024. No comparto el sobresalto del gremio, aunque lo entiendo; algunos se quedan sin su viaje anual gratis a Copenhague. ¿Cuántos cierres llevamos ya? ¿Dos? ¿Será el tercero? ¿Habrá otro renacimiento? Que poco interés me provocan estos cocineros desencantados, ancianos decrépitos cuando acaban de cumplir cuarenta y cinco, con los que ya no siento la menor sintonía. Me pregunto si el mercado seguirá dispuesto a venerarle cuando vuelva. Otros han escrito antes sobre el tema y no merece la pena insistir en el revoltijo. Entre ellos, rescato el texto de Pilar Salas Durán distribuido el viernes por Efe, aunque no creo que sea tanto una cuestión de estrés como de pérdida de la ilusión. Un cocinero enamorado de la cocina deja de vibrar cuando se acostumbra a no ejercer, y lo demás viene detrás. El cierre de Noma también representa unas cuantas cosas. Por lo pronto, la confirmación de otro cambio de tiempo culinario. En cualquier caso, el quiebre de un modelo que hace aguas y hoy resulta todavía menos sostenible que antes.
También habla, precisamente, de sostenibilidad y además de sustentabilidad y responsabilidad, las tres palabras de moda cuando se habla de cocina. Hace tiempo que Noma dejó de poder presumir de ninguna de las tres. Si llenas un restaurante a 470 € la pieza (712 si maridas, 740 si es sábado a mediodía) y pierdes dinero, no esperes al año 24 para cerrar. Si te preocupa la sostenibilidad de un negocio que hace aguas, cierra. Si te inquieta la sustentabilidad de tu propuesta, cierra y renuncia a arrastrar la marca y la plantilla por el mundo, rompiendo con lo que defendiste hasta que llegaste a ser estrella. Si quieres ser responsable, cierra. Y después piensa en qué va a ocurrir con el cocinero que llevabas dentro. ¿Sigue ahí o se aburrió para siempre?
Escribo desde Lima, una ciudad en la que es casi imposible encontrar una pescadería dedicada al pescado fresco fuera de un mercado, donde suelen ser campo minado. Las carnicerías (con carne fresca) también son una rareza en las calles. Nos llegaron los supermercados antes de empezar a construir la trama de la normalidad que alimentara a las clases medias. Lo mismo que en Quito, La Paz, Bogotá, Panamá y todo el trayecto centroamericano. Pagaría lo que fuera por una Pescadería Pepe en mi ciudad, donde limpien y corten al gusto bonitos, cabrillas, corvinas, chitas o charelas, o vendan cangrejos vivos, erizos recién llegados de Marcona (o de donde vengan ahora los erizos; en Perú nunca se sabe) o langostinos sacados del mar (lo otro no merece el nombre). Donde poder ver la pieza entera, empezando por los ojos y las agallas, que es por donde primero se va el frescor, y elegirla, y pedir corte, y llevarme la cabeza y la espina para guisar o hacer caldo… Pagaría por una carnicería en la calle, en la que se vea cortar la carne, faenar canales de res, chancho o cabrito, o vender las menudencias. Pagaría por oportunidades que difícilmente se cumplirán. Los mercadonas locales llegaron antes de que nada de eso fuera posible. Todavía nos quedan las bodeguitas de la esquina, casi de cada esquina, y cada día les cuesta más sobrevivir.
Eso también me sobresalta, me apena y me preocupa un millón de veces más que el cierre de Noma.