El año nuevo chino de 2020 cayó en 25 de enero, sábado, y me encontró recién aterrizado en Ecuador, comiendo en lo que por allí llamamos El chino sin nombre. Cuando lo encontré (Checoslovaquia con la 6 de diciembre), no había carta en castellano, solo fotos de los platos pegadas a la pared, mientras la fachada mostraba ideogramas incomprensibles. Con el tiempo tradujeron el nombre: Ha er bin shi fu, comer bien. Aquel 25 de enero arrancaba un año del cerdo que nos marcaría la vida. Un mes después dejaría de importar si sería o no el año de la virilidad y la fertilidad, como se vaticina para los años porcinos. Tres días antes, decretaban en Wuhan el primer confinamiento masivo de la pandemia.
El asunto todavía nos pillaba a desmano, como si no fuera con nosotros, y el comedor estaba lleno de clientes que aparcaron (aparcamos) los primeros temores. Buscábamos una cocina que escapaba al tópico -medio cantonés, medio mestizo- que en Ecuador también llaman chifa, en favor de propuestas con carácter, poderosas, picantes y expresivas, llegadas del interior de China, y allí la teníamos. Es una de las dos referencias chinas que recomiendo en Quito. La otra se llama Wan (Cristóbal Colón E1-422) y desdobla su personalidad: cocina chifa sin el menor interés en la planta baja y platos chinos para una clientela mayoritariamente originaria del país asiático subiendo al primer piso.
Ninguno de los dos locales es consecuencia de las corrientes migratorias chinas que inundaron América Latina entre finales del XIX y los primeros años del XX. Hace diez años, cuando el gobierno ecuatoriano vendió sus recursos naturales a empresas chinas, el migrante llegó con el paso cambiado; de esclavo o semi esclavo a colonizador. De su mano, aparecieron comedores que cambiaron de perspectiva, como Wan o Ha er bin shi fu, que trabajan mayoritariamente para clientes de origen chino en busca de vínculos con su memoria culinaria.
Ecuador es la excepción. Tuvieron corrientes migratorias como las que vivieron Perú, Venezuela o Panamá, pero les faltó intensidad y profundidad. Arrancaron en 1870 y fueron prohibidas en 1889 y el veto, que incluyó la prohibición de viajar entre Ecuador y China, no se levantó hasta 1948.
En la segunda mitad del XIX, coincidiendo con la abolición de la esclavitud, Perú recibió a más de 90.000 ciudadanos chinos, la mayoría varones, con contratos que les obligabaron a trabajar hasta diez años, en régimen de semi esclavitud, en las haciendas agrarias de la costa o en la construcción del ferrocarril. La mayoría venían de Hong Kong, Macao y Guagnzhou y trajeron con ellos la cocina cantonesa, distinguida por la elegancia en las preparaciones, el peso de la cocina marina y la ausencia de picante. Las de Panamá y Venezuela no tuvieron la magnitud o las consecuencias que alcanzó en Perú, pero hicieron poso.
No tengo referencias de cocina china en Colombia, salvo alguna propuesta de nueva ola, convertida en franquicia de comedores medios. Pregunto y me dan noticias de migraciones tardías, concretadas a partir de 1970, que no han dejado huella en la cocina. A Chile llegaron a finales del XIX, siguiendo la estela de la industria salitrera que impulsó el nacimiento de Antofagasta, una ciudad de migrantes en la que cada colonia ocupaba un lugar definido: los griegos se hicieron con las panaderías, los croatas controlaron los colmados y los chinos los restaurantes. Queda muy poco de aquello; buscar referencias chinas recomendables en Antofagasta es una tarea imposible. Lo mismo sucede en Santiago de Chile o en Buenos Aires.
Desayunos chinos
Me gustan los chinos de Ciudad de Panamá, sobre todo a la hora del desayuno. Solía ir al humilde y sabroso Full Lucky (Centennial Center), pero los desayunos del fin de semana están reservados para el Lung Fung (Av. 7 C Norte con Av. de los Periodistas, El Cangrejo). Procuro ir temprano, antes de que se llenen los comedores de las dos plantas del restaurante. Me siento, espero la llegada de uno de los carritos cargados de vaporeras que recorren el comedor, lo paro y elijo. La oferta provoca la duda y empuja a pedir por encima de la cordura: baozi, mantou, jiaozi, jakao, shaomai… Un festival en el que cambian las masas –de arroz o de trigo-, los rellenos, las técnicas aplicadas –vapor, fritura, plancha o cocción- o la naturaleza de los caldos en que hierven. No estaría completo sin las manitas de pollo guisadas en salsa picante; imprescindibles y adictivas.
Ha pasado demasiado tiempo desde el último viaje a Caracas -fue cuando Armando Scannone me invitó a desayunar en el patio de su casa-, como para saber si algo sigue como estaba en el cruce de la Avenida Principal de El Bosque con la Avenida La Gloria, en Caracas. Me dicen que sobrevive el mercado que abastecía a la entonces próspera comunidad china, -era más que un mercado; todo un centro social-, muy cerca del vistoso Lai King, con sus grandes y multitudinarios comedores. Cayó abatido por la crisis que ha cambiado la vida en Venezuela. Recuerdo sus desayunos de fin de semana, bulliciosos y pausados, tan parecidos a los del Lung Fung de Ciudad de Panamá.
Lima es la ciudad de los cinco mil chifas. Puede que no sean tantos, aunque tampoco sería extraño que la cifra se quedara corta, pero pocos abren la cocina a primera hora de la mañana; los horarios son más relajados, pero el desayuno todavía es posible. Mi primera opción es el siempre recomendable Xin Yan (Avenida de san Luis 1950, San Borja), que abre a las 9.30. En él conviven tres propuestas claramente compartimentadas: una carta dedicada a esa cocina de mezclilla que caracteriza al chifa, otra que recoge buenas preparaciones cantonesas y el enigmático contenido de una pizarra que instalan junto a la puerta, escrita en chino mandarín, con la que merece la pena atreverse. Señalas dos referencias, o todas, y te preparas a vivir una aventura que nunca defrauda. Siguen en activo y madrugan un poco más -abren a las 9- el Salón Capón y el contiguo Salón Felicidad (Calle Paruro 795), en pleno barrio chino del centro de Lima.
El chifa que cambió la cocina
Los primeros chifas del barrio chino de Lima eran fondas tan pobres y humildes como los chinos que comían en ellas. Algunas se transforman en restaurantes en los años veinte, y nacen algunos clásicos. El primero fue Kuong Tong, en 1921, y poco después el San Joy Lao, en la calle Capón, todavía en activo en el nuevo local del jirón Unión. Entonces, el término chifa, derivado de los vocablos cantoneses chi y fa, comer arroz, no se aplicaba al negocio sino se al tipo de cocina. El San Joy Lao era un restaurante de alto nivel, distribuido en las tres plantas del edificio construido sobre la antiguan fonda. Tenía fuentes, una escalinata de mármol, comedores privados en la planta alta para los clientes y las familias de mayor rango, pista de baile y orquesta.
El peso de la cocina china fue considerable. Protagonizaba los restaurantes más sofisticados de Lima, mientras influía en la forma de comer de los limeños, a los que introdujo en el consumo de verduras. El testimonio está en el vocabulario agrícola de un país donde el jengibre toma el nombre chino, kión, los tirabeques son holantao, el cebollino prefiere llamarse cebollita china o la salsa de soya -del japonés, shiyu– deriva al nombre cantonés, si jau, para acabar siendo sillao. La puesta en valor del pejesapo (Sicyases sanguineus) también es responsabilidad de los cocineros chinos. Es un pez extraño, de cabeza grande y ancha, piel sin escamas, una ventosa que cubre el estómago y le permite quedarse pegado a las rocas y carne gelatinosa y suave. Lo bordan en Haita (Aviación 2701, San Borja), un pequeño restaurante familiar donde siguen la fórmula tradicional: cocido al vapor, condimentado con sillao, kion y aceite de sésamo y cubierto con cebolla de verdeo. Me gusta el Haita, por su cocina y porque es uno de los escasísimos chifas que no utilizan glutamato monosódico, la gran plaga que asola los chifas y las cevicherías peruanas.
En los años sesenta, los chifas salen del barrio chino para colonizar Lima y a continuación el resto del Perú. No importa si vas al barrio más pobre de Lima o una pequeña ciudad de la selva, siempre encuentras un chifa. Sobre la base de platos que difícilmente encontrarás en China, como la sopa wantán, el arroz chaufa, los fideos salteados o las carnes guisadas con salsa de tamarindo se construye la ceremonia del almuerzo familiar de los días festivos.
Cada limeño tiene un chifa en el que come, comparte y celebra, o al que pide comida cuando decide no salir de casa. El mío es el Chifa Tití (Javier Prado Este 1212, San Isidro), el restaurante de Patricia Chan, que me parece la propuesta más feliz y completa que se puede encontrar en la ciudad. Hay que llegar pronto si quieres que la visita empiece como debe, con sus pichones asados con miel, y luego regalarse un recorrido que empieza por unos wantán que parecen pagodas con techo voladizo, los fideos con chancho o el pato al estilo de Shangai, deshuesado y con la piel ligera y crujiente.
Hace tiempo que el Chifa Royal dejó de estar entre los que cuentan, y la venta de Madame Tusán a un grupo inversor, ha llevado la cadena a un declive culinario que se antoja definitivo, pero no faltan las referencias recomendables. Entre ellos, el siempre bullicioso Four Seas (Aviación 3124, San Borja), con la habitual mezcla de platos cantoneses y la mistura adaptada a las demandas locales, a los que se añaden algunos platos picantes, propios de la cocina de Sichuan, o Lung Fung, el restaurante del casino Golden Palace (Avenida República de Panamá 3165, San Isidro), con una cocina que acostumbra vivir en estado de felicidad.
Hoy empieza el año del tigre de agua. Los designios del horóscopo chino dependen del símbolo bajo el que hayas nacido, pero manda el optimismo y anuncia prosperidad y abundancia para casi todos. Es buen augurio. Se cumpla o no, que nos pille comiendo.