El tiempo del chef estrella

La memoria del sabor

Se mitiga la horfandad del comensal que paga por saludar a su estrella y no la encuentra.

Entro en la página de Cook Japan Proyect mientras recopilo datos que pongan en contexto la apertura de Maz, el nuevo restaurante de Virgilio Martínez y Pía León en Tokio. Son los socios locales de la nueva operación de Central (los referentes de la alta cocina ya no abren filiales, sucursales ni franquicias, ni siquiera se desdoblan: activan operaciones con aire de secuela, incluso de segundas oportunidades) y busco el comienzo de la historia, que está en la participación de Central en una propuesta gastronómica lanzada por la compañía japonesa en 2019. Durante diez meses, treinta restaurantes llegados de medio mundo fueron cocinando, unos días cada uno, en un espacio creado al efecto. Algo así como el Hangar 7 de Salzburgo, pero con prisa. Una idea ambiciosa que se cerró con buenos resultados y el don de la oportunidad, un mes antes de que el covid-19 cerrara el mundo.

 

Un detalle llama la atención mientras leo su web. Los organizadores no llevaron a Tokio treinta restaurantes destacados, ni las treinta referencias más avanzadas del rutilante firmamento de la Michelin, ni siquiera a los elegidos de los 50 Best Restaurant. Tampoco una mezcla de unos y otros, que cada uno tiene sus bestias negras y la coincidencia nunca es completa. Cook Japan Proyect contrató a “30 chefs estrella”. Ni restaurantes, ni chefs a secas, ni siquiera cocineros, como les llamábamos antes de que fueran referentes de la mass media: estrellas.

 

No es nuevo y está más que asumido; los chefs del momento o son estrellas o solo están de paso. Como mucho, viven un estado de gracia transitorio. El estrellato anida fuera del hábitat natural de los cocineros que alimentan la realidad del día a día, a la sombra de un público de cercanía, a menudo comedido, habitualmente celoso de los espacios que considera propios, que casi nunca presume de sus locales de referencia. Es un terreno habitado por muchos cocineros que conozco: discretos, poderosos, brillantes y cercanos, a menudo entrañables, siempre de servicio diario, de complicidad con el comensal, de lazos con la parroquia, de comida que anida en la memoria. Vivirán felices, muchos lo hacen, les irá bien, suele suceder, pero les hurtarán buena parte de esa sobredosis de reconocimiento público que tiene al borde del ataque de nervios a las últimas tres generaciones de profesionales de cocina. Saben lo que significa salir en la foto y sueñan despiertos con ser convocados, aunque sea para apuntalar la orla que bordea el diploma.

 

No han pasado cuarenta y cinco años desde que normalizamos la entrada del cocinero al comedor. Suficiente para que muchos de los que escriben -y los otros, esos que nunca ejercieron la profesión y hoy dan clases de periodismo a golpe de twitt o en algún blog- ni siquiera hayan conocido ese tiempo, en el que los cocineros -nadie les llamó chefs hasta que llegó un público necesitado de sentirse importante- pasaron de reivindicarse ocupando plaza en el comedor a abandonarlo para confirmar, y disfrutar, la ascensión a los cielos culinarios. Cuanto más estrella es, menos tiempo dedica a su cocina.

 

Conocí de refilón los últimos días del cocinero anónimo. Cuando llegué al periodismo culinario -qué poco me gusta la etiqueta ‘gastronómico’, siempre tan excluyente; acabaré cambiando mi pefil- la presencia del cocinero en el comedor era al mismo tiempo una novedad y el anuncio de una realidad irrefutable. Estaba en la cocina, paseaba el comedor según iba terminando el servicio, se preocupaba por conocer lo que pensaba el cliente de su cocina, y cundo se ausentaba sufría el bulleo: “ayer no fue tan bien, se notó que no estaba el cocinero”.

 

En mi primer viaje a China topé con una realidad que para entonces ya me resultaba extraña. Comía en un restaurante del barrio musulmán de Xian -700.000 habitantes rodeados por un muro medieval de diecisiete metros de ancho, transitable por camiones de doce ejes, y una mezquita disfrazada de pagoda que quita el hipo-, y me dejó tan fascinado que pedí la oportunidad de saludar y felicitar al cocinero. Lo hice con lo que me pareció una exquisita cortesía oriental, pero tal como anticipó mi intérprete no hubo modo. Ni siquiera conseguí el nombre. Allí, los cocineros no merecían parabienes; la única referencia posible era la del dueño y ese día no estaba de humor.

 

Reviví lo mismo dos viajes después, acompañando a José Carlos Capel y Lourdes Plana en su búsqueda de restaurantes para Madrid Fusión por Beijing y Shanghai. La negativa a mostrar la existencia de un profesional de cocina detrás de los platos que estábamos comiendo, y a menudo disfrutando, solo tuvo un puñado de excepciones. Algunos empresarios rechazaron participar en Madrid Fusión. Como sucedía con los referentes de la alta cocina clásica de la primera mitad del siglo XX, la posibilidad de dar a conocer los secretos de sus recetas era un muro insalvable. En Europa, cuarenta años antes, tuvieron que llegar los jóvenes de la nouvelle cuisine -Senderens, Chapel…- y los que se quedaron entre los dos mundos -Bocuse, Troisgros…- para que las cocinas se abrieran y los recetarios con firma acabaran siendo el escaparate que confirma el status del cocinero. Ni se imaginan lo que están dispuestos a pagar hoy algunos cocineros por tener su propio libro.

 

Las primeras estrellas que conocí en la cocina no eran cocineros, sino propietarios, y tampoco respondían a los restaurantes de postín. Creo que Cándido fue, antes de eso, el primer referente culinario del famoseo de los sesenta, encarnado por los actores de Hollywood. Tuvo que ver con la instalación en Madrid de los estudios de Samuel Bronston (estaban en lo que hoy es el final de Príncipe de Vergara, unos metros más allá de la Plaza del Perú) y la elección de Segovia y los parajes de la sierra madrileña como espacio preferido de las superproducciones: 55 días en Pekín, La caída del imperio romano y otras cuantas. Lo Heston, Loren, Lollobrigida, Fonda y compañía comían cochinillo, jamón y pollo al ajillo, y se fotografiaban con sus cocineros de confianza: taberneros de la vieja guardia.

 

No sé si era un preludio o una premonición, pero hoy los restaurantes que cuentan empiezan a ser más conocidos por el nombre del protagonista que por el del negocio, que suele quedar en apostilla. Tiene sentido. Desde esta perspectiva, no es que el restaurante se desdoble sino que el cocinero emprende y tiene iniciativa. Se mitiga así la sensación de horfandad del comensal que paga por saludar a su estrella preferida y no lo encuentra en su negocio.

 

Santa Lista vuelve a Londres

Por cierto, Londres celebra mañana lunes la festividad de Santa Lista de la Esperanza, patrona de los cocineros sin abuela. Guillermo Elejabeitia les contará el martes, que tampoco es noticia tan urgente como para tenerles despiertos. Habrá algunos ganadores, entre ellos un cocinero y su restaurante franquicia, y no se prevé que traiga cambios a un mercao en el que las estrellas lo serán cada día más y nosotros, humildes mortales, somos llamados a rendirles pleitesía. Muchos lo harán.

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