Encuentro el que veo como el Buenos Aires más dinámico de los últimos años. Hace un tiempo que la idea me da vueltas, y está fraguada en muchos comedores, aunque siempre haya estado disfrazada. Lo valoraba pensando en las propuestas de cercanía o las mal llamadas cocinas comfort, a menudo tan poco reconfortantes, y la afición de muchas de ellas por la trivialidad, pero no era acertado y mucho menos justo. Ahí estaba siempre el trabajo de Gonzalo Aramburuen el restaurante que bautizó con su nombre, desde hace seis años en Recoleta, para recordarnos que la llama de la alta cocina sigue viva en la ciudad, a pesar de la marcha de El Baqueano a Salta o el cierre de Chila, de alguna manera anunciado, aunque fuera en silencio: las dos veces que fui me pareció insostenible. Luego se apareció Tomás Treschansky con su Trescha para confirmar lo evidente: aquí hay cocina, y cada vez de más nivel.
El bienestar de la cocina porteña me parece justificado. Aquí se habla poco de las provincias, aunque la Michelin sacó a la luz la eclosión la mendocina; apenas tengo el gusto de una visita rápida, anterior a que fueran revelación, que me descubrió la entonces floreciente realidad de Brindillas. Como sea. Entiendo que Argentina y Brasil son los únicos países de Sudamérica con las condiciones necesarias para el desarrollo de una base culinaria consistente, que sirve de sustento al crecimiento de los restaurantes: una sólida clase media de larga trayectoria. No la veo en ningún otro país de la región salvo Chile, pero tiene algo que la hace especial: la apatía y el apocamiento que exhibe se me antoja muy cercana a la pobreza de espíritu, como si flotara sobre ella algún tipo de mala conciencia.
El fenómeno peruano no puntúa. Como todos los milagros, llegó desde arriba y ahí se quedó, con la mayoría de los protagonistas exigiendo un lugar en el firmamento, y demostrando cada día que el ascenso al cielo culinario también tiene mucho que ver con la holgura de la cuenta corriente que se maneje. Luego hay que confirmarlo con los hechos, y por el momento los clientes de la inmensa mayoría llegan en avión y no suelen volver. No sabemos si la visita les impactó positivamente o no. Lo curioso es que los votantes de las listas no tienen a bien visitarlos; votan de oído. Esa facilidad de gasto se exhibe hoy en los restaurantes caraqueños, guatemaltecos, ecuatorianos, salvadoreños, costarricenses, colombianos o peruanos -esto se parece cada vez más a una guerra fratricida, hasta el momento sin víctimas-, tan prósperos en recursos que dedican el año a pasear grupos de periodistas, y así tener alguien que glorifique sus hazañas culinarias. Nunca la venta de comida dio para pagar tanto pasaje de avión y tanto hotel de lujo; algún día deberían contar los secretos de su exitosa gerencia.
Buenos Aires no está al margen de la fiebre, pero parece que en general guarda las formas: no está el mercado para derrochar en la compra de votos. Tomás Kalika se acaba de rascar la billetera para celebrar el décimo aniversario de Mishiguene, y aprovechar para recuperar visibilidad y posiciones después de la medio fallida aventura de Ciudad de México. Cerró Mishiguene -qué confusa esa idea de mezclarlo con el Café Mishiguene en el mismo espacio- y abrió Porteño en su lugar (la milanesa, pasta y esas cosas), mientras perdía peso en su ciudad de origen, donde se le pasó el tren de la Michelin. Y sigue Don Julio, claro, flotando por encima del paisaje, cada día más sólido, creciéndose en una bodega que apabulla, haciéndose más grande en detalles como el pan o las verduras, creciendo en un servicio cada día más sobrio y más distinto.
Lo que noto, digan lo que digan, es que las cocinas porteñas crecen al mismo ritmo que se multiplican las aperturas. No veo los mismos llenos de hace tres años, salvo en los asadores que domina el tsunami del turismo brasileño, siempre empeñado en hacerse notar, siempre con una palabra más alta o un gesto de más. Para mí que son víctimas de un déficit de atención y merece ser estudiado. Las aperturas se continúan y por lo que cuenta Rodolfo Reich en estas páginas (lo tienen dos veces al mes en 7Caníbales) y lo que voy conociendo en cada visita, algunas de las novedades y otras que no lo son tanto se manejan con cocinas de mérito.
Me llamó la atención el trabajo de Alo’s en San Isidro, fuera del límite de la Ciudad de Buenos Aires pero suficientemente cerca para merecer el trayecto. Todo había cambiado cuatro años después . Donde no encontré nada que justificara el viaje, doy ahora con un restaurante consolidado, una cocina que quiere llamar la atención y una bodega magníficamente administrada por Mariana Cabrera, que también domina los tiempos de la sala. Alo’s necesita homogeneidad en las secuencias y algo más de reflexión. Brilla por ejemplo la combinación de langostinos y mollejas que sirven de relleno a una pasta claramente necesitado de cocción, como si el plato no fuera un conjunto, y sobre todo con el superlativo membrillo que acompaña a un desigual magret con coliflor y chocolate blanco.
Es mi primer contacto con el Picarón de Maximiliano Rossi en Chacarita y me gusta sobre todo la normalidad de lo que veo. Los platos cuidan el producto, están bien resueltos y son cercanos. No necesito explicaciones desmesuradas o una visita guiada para entender lo que como. Maximiliano acaba de abrir Ultramarinos en el Barrio Chino, un restaurante consagrado casi en exclusiva al mar -qué buena esa codorniz lacada-, en una zona fascinante en la que los restaurantes se suceden bajo las vías del subte. Ultramarinos está en uno de los extremos y desarrolla una cocina con muchas influencias pero sin adscripciones claras: cholgas, ostras, vieiras, gambones, almejas, anchoas en salazón y algún pescado a la parrilla. La propuesta me parece de mérito, pero debe revisar el punto de cocción cuando trabaja en la parrilla. Los gustos locales se manejan a la antigua: prefieren las cocciones excesivas y la sequedad que anula la expresión del pescado: frecuentan los comedores y las barras de pescado y marisco crudo (tiradito, ceviche, sushi, sashimi) y luego se rasgan las vestiduras cuando el pescado cocinado preserva un poco de jugosidad. Hay dos caminos: te conformas y transiges o haces la cocina que te gusta comer y quieres ofrecer.
Ultramarinos sigue la estela que ya recorrieron otros, como Crizia, y se abrió definitivamente con la llegada de La Mar a la ciudad, con Anthony Vásquez a la cabeza y una propuesta marina que trascendió. Hoy, la cevichería de Gastón Acurio es una realidad gustosa y gozosa; una fiesta dedicada al océano.
En la línea de normalidad que exalta Picarón y no acostumbra defraudar, llegó El Preferido de Palermo, hermano menor de Don Julio -consecuencia más bien- que se ha hecho un espacio propio. A veces me dejo caer en busca de una milanesa; sin disfraces, sin napolitanas, sin huevos fritos a caballo, sin tremendismo, sin escondites ni dobles cocciones, solo con papas, y acabo rodeándola de invitados: los embutidos de Guido Tassi, la morcilla, la fainá, la burrata y una visita por los recovecos de la carta de vinos.
Y queda mucho por contar. El trabajo de Julieta Caruso (diez años en Mugáritz dejan huella; la sombra de Andoni Luis Adúriz es alargada) proporciona platos hermosos y entrañables, como un tupinambur asado con vieiras que me deja boca abajo, o la ejemplar manzana asada con una suerte de demiglace de cerdo que acompaña a su porchetta. Los otros platos del menú necesitan atención a los detalles: a menudo el pase no te deja ver la cocina.