Resulta que a Gastón Acurio se le ocurre subir un post a su muro de Instagram comentando su relación con la paella, y detallando versiones lo más cercanas a la paella valenciana que serían posibles en este lado del mundo y con esta despensa. Hasta ahí todo normal. La paella no es una preparación extraña al mundillo culinario limeño. Hay cocineros que la han puesto de una forma u otra en el centro de su mirada, como James Berkemeyer, que ocupó y sustentó entre paellas a domicilio los largos años que necesitó para abrir su propio restaurante.
Los arroces preparados en paella son una de las referencias habituales en las cocinas limeñas de la nueva ola: tartar, taco, bao, pizza, tiradito, pasta, arroces… A ser posible perpetrados (los arroces) en el Josper, el horno, parrilla, barbacoa y chico para todo que arrasa en nuestras nuevas propuestas culinarias: lo mismo vale para una chuleta que para un encuentro en la tercera fase. Un día nos ayudará a detectar vida extraterrestre ¿Se puede hacer un arroz en el Josper? Todo es posible, claro -también hacen tempura con masa orly y a nadie le parece extraño-, que llegue a ser bueno es otra historia. Demasiado calor para un producto tan delicado. El resultado son arroces redondos con el grano desecho por fuera y crudo en el centro; una prodigiosa estupidez culinaria.
El caso es que por aquí nos van las paellas, aunque muchas sean evitables. Al fin y al cabo, está convenido que paella es cualquier guiso de arroz preparado en un recipiente que fue paella antes de llamarse paellera y hoy comparte los dos nombres. Una vez más se cumple la verdad eterna del recipiente dando nombre al guiso: olla, puchero, cazuela, sartén, caldero, paella… La forma y las propiedades del material favorecen la preparación de arroces secos o como mucho húmedos. No es recomendable trabajar guisos caldosos a tan poca profundidad.
Las paellas de Gastón -las suyas, las de casa- se manejan en la parte buena de la historia. No se prodiga, pero sabe manejar los caldos, los compañeros de viaje y el arroz. Es un cocinero viajado, con conocimiento y sentido común, y no se pierde en la maraña de los arroces, sus variedades y sus preparaciones. El viernes pasado, decide escribir un post en Instagram sobre su relación con la paella. Todo normal. Hasta que una lectora saca las banderas a pasear -“La paella solo se hace en Valencia; si no, se llaman arroces”, le dice-, evidenciando que las banderas nunca fueron buenas compañeras de viaje para las cocinas. Para empezar porque las recetas no nacen en la dependencia de un ministerio, sino en la humildad de cocinas populares que comparten dos circunstancias, el hambre y la pobreza, que suelen ir unidas. Ocho de cada diez veces que las banderas salen de paseo procuran mostrarse excluyentes y se visten con los ropajes de la ignorancia. Da igual qué bandera; la del barrio, la de la región o la nacional.
Sobre el papel y si no media sentencia de algún de tribunal de pureza culinaria, la paella se puede preparar en cualquier lugar donde tengan una paella. Y la paella valenciana, que es el único arroz hecho en paella con receta reglamentada, se puede cocinar donde tengan los ingredientes a mano. Será paella valenciana si tienes tabella, garrofó y todo lo demás, la cocines donde la cocines; una campa en El Saler o un potrero del bosque amazónico.
Apropiación cultural
Las banderas nunca han dejado de rondar por las cocinas. Por aquí sabemos mucho de eso. Nos gusta sacarlas a pasear cada vez que alguien extiende un mantel sobre la mesa o prende un fuego. También nos gusta hacerlo de manera excluyente: nos sentimos mejor cuando nuestros méritos nos sitúan por encima del vecino. No es tanto lo que somos como lo que nos ayuda a demostrar que estamos por encima de otros; cuando el futbol y la vida no proporcionan otros argumentos, nos queda la cocina. Comemos con el plato envuelto en los colores de la bandera, sin entender lo fundamental: las banderas engordan a unos pocos, pero no alimentan a casi nadie.
Las banderas flamearon a rebato el martes pasado, cuando el Comité Intergubernamental para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco acordó incluir el ceviche peruano en la lista del patrimonio inmaterial de la humanidad. No importa que el ceviche no sea un plato peruano, ni de la entelequia que supone hablar de ceviche peruano en un país que lo contempla de cien formas diferentes. Nos ayudó a sentirnos mejores en un tiempo con poco lugar para alegría.
El ceviche es un plato tradicional y secular en las cocinas costeras de lo que hoy llamamos Latinoamérica. Desde Veracruz, en México, hasta el sur de la cocina chilena. La ausencia de legado escrito no permite rastrear su origen más allá de la llegada de los castellanos, y con ellos de los hitos de la despensa europea que sustentan muchas de sus versiones: el limón, la cebolla y el cilantro. Ningún cronista de Indias relató el encuentro con una preparación tan singular: pescados crudo y jugos de frutas ácidas.
América Latina levanta hoy la voz contra las prácticas de apropiación cultural en los diseños textiles, las formas cerámicas y otras expresiones culturales. La OMPI, Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, trabaja de hecho en una normativa que regule el uso de manifestaciones culturales de comunidades nativas. La apropiación cultural es una práctica común en el mundo desarrollado. También en el universo culinario. Hay apropiación cultural cuando un cocinero limeño incorpora el producto que ha encontrado en un mercado amazónico o en un rincón del Ande a su cocina, y lo hace presentándolo como un descubrimiento propio, ignorando a quienes lo han mantenido vivo -lo consumen, los recolectan o lo cosechan- durante milenios.
También hay apropiación cultural cuando haces tuya una preparación o una forma de cocinar que pertenecen a un subcontinente (Sudamérica) y una parte del otro (Norteamérica), quede donde quede Centroamérica en la repartija geográfica. México, Panamá, El Salvador, Colombia, Ecuador, Perú y Chile comparten su relación con el ceviche.
Anguilas sin bandera
A priori, las angulas no tienen bandera, como tampoco la tienen sus progenitores, las anguilas. Representan una especie migratoria que pasa su vida adulta en cauces de agua dulce hasta que, llegado el momento de reproducirse, vuelve al océano en el que nació. Las crías, de tamaño casi milimétrico, vuelven a la costas arrastradas por las corrientes y empiezan a crecer cuando entran en los cauces de agua dulce. En España las llaman angulas y representan el máximo lujo del mar, más por lo que cuestan que por sus prestaciones reales. Llegada la temporada, entre noviembre y febrero, cotizan a precios estratosféricos. El precio sube cada año empujado por el crecimiento del lujo como industria de consumo y la dignificación de la anguila, el ejemplar adulto, hasta hace muy pocos años considerado un producto tan humilde que era despreciado. En España, la angula es el nuevo caviar. En ls últimas dos semanas la he visto en Instagram cubriendo una tapa de ensaladilla, un escalope de foie-gras, una ostra o un medallón de langosta; otro cómplice del hortera en su esperpéntica exhibición.
Aunque la exportación de la angula está prohibida, decenas de miles de kilos de angulas vivas salen cada año camino de Asia, donde se dejan crecer en piscifactorías hasta que pasan a ser anguilas adultas. El unagi tiene acento español. Nuestra avidez y la de los asiáticos está dejando el mundo sin anguilas.
Ahora no hay anguilas, porque España come muchas angulas, y hay cocineros concienciados que piden medidas a la Unión Europea: que la declare en peligro y prohíba su pesca. Los hay incluso que han dejado de servirla, pero son tan pocos que por el momento no pasa de ser un brindis al sol. La mayoría se convertirá al activismo a partir de marzo, cuando haya acabado la temporada.