El restaurante y tienda de diseño nace en el 2001 de la mano de la familia Martínez Cañas, en la casa que construyeron los abuelos, Camilo Torres y Angelita Prieto, en el barrio de Chapinero de Bogotá. El nieto, Eduardo Martínez, ingeniero agrónomo y cocinero por evolución, encabeza desde entonces un crisol de socios fundadores con diferentes disciplinas profesionales que conforman el universo Mini-Mál.
Su hermano Germán moldeó la filosofía, todavía impresa en el muro que lo recibe a uno en el restaurante, así como el logotipo y algunas lámparas icónicas que cuelgan en el comedor. Ángela Martínez, la hermana, es diseñadora gráfica y origen de los postres con Dulce Mini-Mál y los helados de Selva Nevada, negocio paralelo de helados con frutas amazónicas y sabores colombianos que camina con ellos desde 2008. Antonuela Ariza, licenciada en Bellas Artes, es la esposa de Eduardo, cocinera, corazón de Mini-Mál y líder de Slow Food en Colombia. Y cierra todo el combo Manuel Romero, artista, cicerone en el comedor y admirable perpetrador del arte que decora paredes, techos, camisetas de los meseros y alimenta la tienda de diseño donde uno también puede sentarse a comer y comprar arte colombiano.

Siempre es complejo explicar Mini-Mál. Sobre todo por su largo recorrido en Colombia y la cantidad de trochas gastronómicas, teóricas y prácticas, que han ido abriendo hace ya 22 años. Lo fácil sería comprar su libro, ‘Mini-mál, 18 ños de cocina sorpredentemente colombiana’ un recopilatorio de sus primeros 18 años de cocina ‘Sorprendentemente Colombiana’, pero todas las copias que lanzaron en plena pandemia están felizmente agotadas.
Cumplirán 23 años en breve y es uno de los pocos restaurantes que pueden atestiguar qué sucedía en los fogones, en los campos y en los mares de Colombia hace más de un cuarto de siglo en nuestra gastronomía nacional, que siguen divulgando cada día en sus platos para enamorar a nacionales y extranjeros.
Me senté con el trío a tomar unos viches e interpelé con aquello de… ¿y ahora qué?.
“Hay una dimensión clave de nosotros que va más allá del ingrediente. Abrazamos la cultura, la historia, la tradición, el proveedor, el territorio… con la misma importancia que al ingrediente en sí. Porque en la mayoría de las veces se asume el ingrediente por parte del cocinero y del consumidor con relativa rapidez, pero el resto de aspectos más profundos y culturales se dejan de lado”, reflexiona Manuel.

Hablamos de los ingredientes y de los territorios que Mini-Mál puso en el camino y divulgó a través de sus platos: cubio, chicha, copoazú, hormigas, piangua, tomate de árbol, raya, chontaduro, casabe, envueltos, tamales, trucha ahumada, chayote, mañoco, papas nativas, viche, pirarucú, tucupi, mambe, vainilla… y tantos otros con tantas otras historias detrás. Todos aquellos productos que eran pura hipótesis culinaria hace años, se han convertido ahora en protagonistas en innumerables cartas de restaurantes a lo largo y ancho de Colombia.
Aquel ejercicio consistente, “de largo aliento” como lo define Eduardo, se enfrenta hoy a unas nuevas condiciones de los restaurantes, sus clientes y sus proveedores. “El sabor que queda en la economía del territorio no es el que nosotros imaginamos que debía ser. Los ingredientes y las intenciones se enuncian en muchos negocios pero no se consolidan ni son consecuentes en cuanto al retorno y al reconocimiento de los productores”, medita el cocinero. “Los ritmos y los requerimientos de la ciudad fuerzan la temporalidad y la demanda de los productos. Nos hemos vuelto extractivos y hemos dejado de lado las historias, la calidad y los esfuerzos de los productores”.
Descubrimos en los ingredientes
la sabiduría de muchos rincones de Colombia
Mini-mál siempre divulgó en su web, y lo sigue haciendo, la lista y contactos de sus proveedores. Con ese objetivo de ser consecuente y crear relaciones de largo aliento con los territorios y sus productores. Más que un restaurante, se ha convertido en un proyecto cultural de relación con el campo, el mar y la ciudad. “Lo importante fue descubrir en los ingredientes el reflejo de nuestra biodiversidad y reconocer la sabiduría de muchos rincones de Colombia, alejados de nuestros platos por culpa de la ignorancia, el racismo, el esnobismo, el clasismo o los prejuicios”, recuerda Manuel. Divulgar lo colombiano mediante la cultura y retornar a las comunidades agradecimiento, orgullo y economía sostenible. Valores en los que se deberían fundamentar nuestras relaciones futuras con el alimento.
El cuidado y el trabajo desarrollado durante estos años hace que la comunicación de la cultura del ingrediente y las circunstancias de cada territorio se note y se sienta en el plato. El comensal percibe, a través de esas conexiones gastronómicas, las tradiciones de aquellas abuelitas del tucupí, el esfuerzo de recolección de las frutas amazónicas, la intensidad de la selva, la fragilidad de los ecosistemas, la chagra colaborativa… “Apostamos desde el inicio por una aproximación sensible a la riqueza de nuestro país. Siempre ha sido una invitación al disfrute consciente sin regañar ni joder a nadie.” afirma Eduardo.
Complicidad y fidelidad
“Se trata de crear consciencia. Pero por lo general esto es asumido como algo moral, lo que estás haciendo está mal… Lo que Mini-mál siempre ha propuesto es: prueba esto. Así de simple. La consciencia parte del hecho de entrar en contacto sensible con el ingrediente en unas condiciones en donde no haya un prejuicio que te impida apreciarlo.” argumenta Manuel. Y Eduardo lo complementa con jocoso ejemplo: “es una especie de autocontrol que sucede en la misma mesa. Como cuando un comensal pide Coca-Cola y el resto de la mesa le dice, ¡güevón, pruebe los jugos amazónicos o los cócteles de viche, no joda”.
El tucupí, por ejemplo, es una preparación de la yuca brava, que es venenosa en su origen, pero que después de fermentar, rallar, enjuagar, exprimir y reposar, se cocina y se reduce hasta convertirse en una pasta espesa y en un alimento fundamental de las tradiciones culinarias indígenas de la Amazonia. Cuando uno lo prueba reconoce de inmediato que es algo excepcional por más que los prejuicios le susurren a la conciencia que es un producto indígena. “Ya lo probó, ya lo comió, ya lo integró a sus valores positivos.” defiende Manuel.

En la carta de Mini-mál hay platos inamovibles desde hace años, y no por falta de creatividad o de despensa. Esas preparaciones se realizan con productos que llevan años comprando al mismo campesino del Altiplano, a la doña de la chicha, al pescador del Pacífico, a la abuelita del Amazonas o a la señora de la plaza. “Cambiar el menú es cambiar de vida. No queremos dejar atrás todo lo que nos ayudó a construir lo que hoy día somos. Aún así ha habido cambios y seguiremos proponiendo nuevas recetas.” Si el plato desaparece se corta un cordón umbilical que alimenta y beneficia a parte y parte año tras año.
Es un trabajo de mínimo diez años de largo aliento, cariño mutuo y admiración cultural en cada pedido semanal. “Que haya siempre, así es como la gente lo empieza a asumir como producto colombiano. Debería pasar también con los derivados de la yuca: la fariña, el casabe amazónico y el casabe caribeño. O con el consumo de conchas y caracoles marinos: piangua, chorga, sangara, chiripiangua, bulgao y piacuil. O con el consumo de los pescados enteros. ¡Qué delicia! Desterremos esos filetes sin grasa ni gracia…”. Así de claro lo tiene Antonuela.
Los nuevos platos
La carta resiste. Honesta, íntegra, consecuente. Pero ahora se disfruta además de especiales del fin de semana con los que rescatan nuevos y muy valiosos productos, en compañía de clásicos de los que el cliente novel ignora la antigüedad que lucen. 20 años cocinando con pescado fresco de las señoras de Bahía Solano, 19 años divulgando piangua en sus preparaciones, 15 años decantando viche, 10 años utilizando vainilla colombiana en sus helados.
Aparecen en estos últimos meses unas espléndidas ibias (ocas) coqueteando con tomate de árbol, lucen tubérculos con ají de macambo y maní, el pirarucú (paiche) es transformado en jamón, las vainas se revuelcan en mantequilla de tucupí y pasta de ajonjolí, el tres leches se vuelve obsceno con la hoja de coca, vuelven las pianguas (concha negra)… sobre todo cuando logran superar los inconvenientes del aún imberbe sistema de transporte en frío.
Hay mucho que aprender
de nuestra riqueza
cultural y gastronómica
“¿Sabes que las piangueras utilizan un pianguimetro para garantizar el tamaño mínimo de 5 centímetros?. Es nuestra obligación hacerlas sentir reconocidas y valoradas. Que sepan que nuestros clientes se deleitan con la piangua que ellas recogen… Hay que ponerla en el menú siempre.” Antonuela acaba de volver de Nuquí, en el Pacífico colombiano, donde ha compartido conocimiento y ha debatido sobre el futuro de estas recolectoras con las diferentes entidades gestoras, con protagonistas locales y con organizaciones gubernamentales. Como casi siempre, para Mini-Mál es una cuestión de establecer y cualificar relaciones, esos hilos y vínculos sutiles no comercializables son los que marcan siempre la diferencia en sus preparaciones.
La bisagra del futuro
La apuesta, arriesgada pero acertada en su día, fue rodearse de un equipo de cocina sin formación profesional, pero sí con una apabullante formación popular. El reto es seguir apostando por ellas. Hacer rendir los aprendizajes y los conocimientos compartidos entre todas sus cocineras con los diferentes ingredientes de sus respectivas regiones de origen.

La primera vez que supe de la veda del camarón fue gracias a Mini-mál y su respeto por las temporadas de reproducción del crustáceo. Lastimosamente, ya no podemos disfrutar de las siderales preparaciones con raya, en cazuela y en ceviche, porque la declararon recurso marino hidrobiológico junto a toyos y quimeras, tanto en el Caribe como en el Pacífico. Que tampoco crea nadie que el ahora omnipresente pirarucú proviene del río Amazonas. Está protegida su pesca y la procedencia siempre es de piscifactoría, principalmente ubicadas en Caquetá. “Qué lindo saber lo que como y de donde proviene; y además, sentir y saber colombiano” suspira Antonuela. “Pensar bonito” otra bandera que decora sus paredes y que ilumina el camino de estos cocineros.
Mini-mál también se abrió paso en la selva. Otro recorrido de largo aliento; una aproximación cautelosa, paciente y respetuosa, que se inició hace años y que hoy cada vez se consolida más como una nueva vía en el futuro de sus fogones. “Debemos reencontrarnos con nuestros vínculos y superar esa pereza a acercarse a las cosas en profundidad, porque si queremos aprender de nuestra riqueza cultural y gastronómica, hay mucho para aprender. El ejercicio es más exigente, pero vale mucho la pena”, coinciden los tres. Mini-Mál sigue siendo el lugar a donde los comensales acuden para mantener vivo el asombro por una cocina sorprendentemente colombiana.

Mini-Mál se mantiene tras un cuarto de siglo como una referencia que goza de respeto y credibilidad ganados a pulso. Han construido y asentado un legado para que el país asuma la conciencia de que la riqueza extrema de nuestra diversidad es el mayor patrimonio. El reconocimiento más importante y admirable es sin duda el aprecio que se le tiene a Mini-Mál en los territorios: entre los pescadores, las señoras de la plaza de Buenaventura, las abuelitas de Leticia, la gente de La Chorrera, Miguel y doña Petrona con sus maíces…
Eduardo, Antonuela, Manuel, Ángela, Germán y todo su equipo de cocina son una generación bisagra que, aunque a veces algunos hagan lo posible por hacer chirriar los goznes, seguirá uniendo a aquella primera generación de cocineros que miraban al extranjero y que luego fueron virando hacia su propio país, con las nuevas generaciones de jóvenes fogones colombianos. Gracias a la tenaz labor de Mini-Mál las cocinas tradicionales se han reafirmado y, sobre todo, están siendo reconocidas en el ámbito urbano. Una bisagra que, discreta y constante, logra el objetivo de que no perdamos nuestros orígenes y que tampoco nos desviemos de los senderos tan fértiles que tienen por delante. Ingredientes que deben relatarnos el futuro de Colombia.
Fotos cedidas por Mini-Mál