Hacia donde mires está.
En las playas, en las calles y en los negocios de Río de Janeiro se repite una imagen naif, un garabato casi infantil: en el centro, una figura humana, con cabeza de globo terráqueo, que sostiene dos galletas; a su alrededor cuatro siluetas: el Pan de Azúcar, la Torre Eiffel, la Torre de Pisa y la Torre de Belém.
El color varía según el producto que ilustra: remeras, pareos, toallas, havaianas, bermudas, bikinis o bolsas de tela. Pero en el paquete original las opciones son dos: amarillo y rojo o amarillo y verde. La versión dulce o salada de Globo, las galletas que marcan el ritmo y la iconografía de las calles de Río de Janeiro.

¿En qué momento comienza realmente un viaje?
¿Cuando elegimos destino? ¿Cuando compramos los pasajes? ¿Cuando cerramos las maletas?
Esas preguntas alimentan al libro Teoría del Viaje, de Michel Onfray.
Para el francés hay un momento “singular, perceptible, una fecha de nacimiento evidente, un gesto signatario del comienzo: desde el movimiento de llave en la cerradura de la puerta de nuestro domicilio, cuando cerramos y dejamos atrás nuestra casa, nuestro puerto de atraque. En ese mismo momento debuta el viaje propiamente dicho”.
Pero hay algo anterior difícil de medir, una suerte de prehistoria del viaje.
El momento en que un destino, o la idea de ese destino, comienza a instalarse en nuestro interior.
De esa prehistoria del viaje, Onfray destaca la importancia de los atlas y los mapas: cómo la musicalidad de un nombre o la fuerza de la geografía pueden meterse en nuestro imaginario y convertirse en una meta para la vida. En el dedo de un niño que recorre la línea azul de los ríos o la marrón de las cadenas montañosas puede estar el nacimiento de un viaje al Amazonas o al Himalaya.
Después viene toda la información que a lo largo de los años nos llega en forma de fotografías, canciones, películas, series, literatura, anécdotas. Pocas ciudades son tan pródigas en eso como Río de Janeiro. Por eso puede parecer extraño que en mi primera visita a la Cidade Maravilhosa, inmerso en el paisaje de cartón postal de la playa de Ipanema, mis ojos vayan una y otra vez a los vendedores de galletas. En el epicentro de la capirinha, el samba y el fútbol no puedo escapar del magnetismo de ese logo infantil.

Las galletas tienen forma de dona y una levedad crujiente que no se traduce en un sabor memorable. Y sin embargo después de la tercera o la cuarta no se pueden dejar de comer. Lo que importa es la levedad.
«Se llaman Globo porque están rellenas de aire», me dijo mi hija al probarlas. Me gusta la hipótesis, pero el nombre nació de una panadería.
La gran ironía de este ícono carioca es que haya surgido en San Pablo, la metrópolis rival. Al poco tiempo sus creadores entendieron que Río de Janeiro, con sus multitudes, sus embotellamientos, sus estadios y, sobre todo, sus playas, era su territorio natural. Mudaron la receta y la logística a la Panadería Globo del barrio Botafogo. Nació así la historia de amor entre una galleta y una ciudad.
En 2009 la periodista Clara Becker escribió una crónica sobre el fenómeno Globo para la Revista Piauí. Es un viaje al centro de esa anomalía carioca: una pequeña fábrica del Centro, con apenas once empleados, que genera uno de los productos más populares de una ciudad mastodóntica; una empresa de galletas que a lo largo de medio siglo de existencia nunca gastó en publicidad y que le permite a cualquier persona o empresa usar su imagen, un logo que no se modificó desde 1956.
Sus creadores tampoco invirtieron en distribución: todos los días un batallón de vendedores ambulantes recoge los paquetes de la fábrica y los esparce por la ciudad.

La división por colores entre dulce y salado se debió, originalmente, a que muchos de los vendedores eran analfabetos.
“Esta red de venta al por menor flexible y autónoma no les cuesta un centavo a las arcas de la empresa”, escribe Becker.
Según Milton Ponce Fernandes, uno de los fundadores, tampoco invierten en el sol, que trabaja 12 horas gratis y les da la mejor publicidad del mundo.
“Los ambulantes y el sol son -según Becker- lo que Río de Janeiro tiene de sobra. Las galletas Globo están ancladas en una asociación imbatible. Se trata de un modelo de negocio más sólido que el de muchas instituciones financieras estadounidenses.”
A pesar del modelo de negocios, el nombre global y las referencias internacionales de la etiqueta, Globo es un producto que prácticamente no se vende fuera de Río y del que disfrutan, sobre todo, los cariocas.
Un ícono de puertas adentro. Todo lo contrario a su ingrediente principal: la mandioca.
“La reina de Brasil”, como la definió Luís da Câmara Cascudo, no es solo la piedra angular de la culinaria brasileña: hoy es el alimento base para aproximadamente 1000 millones de seres humanos. Conocida también como yuca o cassava, su versatilidad y resistencia la han hecho un alimento fundamental para países enteros.
Para Carlos Alberto Dória, la mandioca es el ejemplo perfecto de cómo no podemos pensar los ingredientes como algo separado de la cultura: una raíz venenosa se vuelve apta para el consumo gracias a las técnicas que durante siglos perfeccionaron distintos pueblos indígenas.
La palabra viene de la lengua tupí. Las primeras menciones escritas corresponden a los portugueses, que observaban perplejos las laboriosas técnicas que utilizaban los indígenas para quitarle su toxicidad y, al mismo tiempo, la increíble variedad de preparaciones. Al llevarla a sus colonias de África y Asia cambiarían el mapa culinario global.
La base de las galletas Globo es el polvilho azedo, la harina de mandioca agria.

En un pasaje de su crónica, Clara Becker acompaña por la playa a Roberto, un vendedor ambulante, quien le cuenta que los días en que hay muchos turistas no se vende tanto: “Los gringos no comen Globo”.
Si en la prehistoria de este viaje no hubiese leído aquella crónica quizá no las hubiese comido. Ni reparado en el peso de esas galletas tan leves.