“La sal no caduca nunca si sabes conservarla” me confiesa Jaime Botía. Igual que su relación con la sal. Tras varias décadas, su amor por ella sigue intacto.
La entrañable historia de Jaime con la sal empieza en Barranquilla, con un papá homónimo, don Jaime Botía. Allá por los años 90, Jaime padre administraba una procesadora y empacadora de sal. Gran parte del trabajo era manual y mayoritariamente realizado por mujeres. Jaime hijo, con apenas 12 años, se paseaba serio y disciplinado con un esfero y una planilla de color azul chequeando tareas, atento al buen curso de los procesos. El niño jugando a ser adulto.

Crujir de sal bajo los zapatos, ropa impregnada de pátina marfil, manos curtidas, salitre cubriendo la piel, pelo enredado, hinchado y encrespado. Sabor de cloruros en la boca y en los labios. Delicioso olor a dimetilsulfuro típico de las zonas costeras. El buen vivir cerca del mar.
Con los primeros años del cambio de siglo, la sal familiar deja de hacer honores a su etimología romana. La empresa de don Jaime cierra sus puertas y Jaime hijo cambia aquella planilla azul de su niñez por las asignaturas del administrador de empresas en el que se convirtió años después. El 2019 llegó fatídico pero premonitorio. Don Jaime muere. Pasados unos meses, al hijo se le aparece en redes sociales la foto de un postre de chocolate coronado con escamas de sal Maldon. Una revelación visual con la que, como aquel paladar de Anton Ego, Jaime volvió a verse de niño recordando las sensaciones y su íntima relación con la sal de su papá en Barranquilla.

A partir de entonces, el Jaime adulto se convirtió en un compulsivo cazador y catador de sales provenientes de diversos lugares del mundo. Su salarium de ejecutivo volvía a relacionarse con sus orígenes etimológicos y familiares. Gastó pequeñas fortunas para conseguir que las sales más famosas del planeta llegaran a su casa. Nombres, tamaños, colores y sabores exóticos para su nuevo paladar: gris de Guérande, de la Camargue, flor de sal d’es Trenc, la ubicua Maldon, negra sanchal de la India o negra de Chipre, la americana Morton, Halen Môn de Gales, rosa y negra del Himalaya, Alaea roja, volcánica y hawaiana, Gomasho japonés, Flaky Salt de Nueva Zelanda, ahumada con coco de Bali, Mignonette, rosada de las montañas de Maras en los Andes Peruanos, Ámbares de Eoceno del homónimo mar fosilizado hace 40 millones de años… interminables sales saborizadas y nuestras cercanas sales colombianas minerales de roca de Zipaquirá y Nemocón…
Durante estos últimos cuatro años se han ido uniendo el fruto de esa apabullante hipérbole salina planetaria y el creciente interés de Jaime por la industria gastronómica. Se incrementó exponencialmente su amor por la sal investigando hasta la saciedad las posibilidades del mar Caribe cuando baña la costa de la Alta Guajira. La gastronomía conectó con la historia familiar. Años de pruebas, errores y repeticiones; variables en filtrados, salmueras, temperaturas y cristalizaciones; extremas condiciones de humedad, calor y ausencias intermitentes del suministro eléctrico… Un mar revuelto de fracasos y éxitos hasta conseguir el producto que soñó. Las manos y la experiencia de Jaime convierten al Caribe en cristales visualmente tenues y traslúcidos, de textura sedosa y sabor suave y delicado. El adulto jugando a ser niño.

Zaltaia es una dedicatoria a las formas en que el sabor del comer conecta con el vivir. Aquel buen vivir. El agua se bombea directamente del mar y se inicia toda la magia a una profundidad determinada para evitar sedimentos. Luego se almacena en tanques y se procesa en la planta ubicada en Manaure, Alta Guajira. La sal resultante es el fruto de la maravillosa y riesgosa apuesta por un negocio artesanal que en muchos países roza el monopolio y que, obviamente, en casi todos los casos está totalmente industrializado bajo parámetros anacrónicos y reguladores gubernamentales ajenos a los cambios sociales y de los consumidores… por si a alguien le apetece profundizar al respecto, puede bucear en las normativas sobre el yodo y el flúor, por ejemplo.
Las escamas de sal en forma piramidal flotando en la superficie de la salmuera son pequeñas representaciones de la belleza universal de la naturaleza. Fascinación y magia para nuestras mesas. Insisto, sal que llega a la mesa, que no a la cocina, aunque desde allí se encargan de que llueva Zaltaia sobre los platos acabados antes de servirlos al comensal. Sería un sacrilegio utilizar estos bellos cristales para sazonar alimentos durante cualquier proceso de cocción. También sería motivo de quemar en la hoguera a cualquiera que se atreviese a presentarlos dentro de un salero repleto de granos de arroz como solía ser natural encontrarlos sobre los manteles de restaurantes de muy variados pelajes.

Si acaso, estos minúsculos pedacitos de mar concentrado se sirven en un pequeño cuenco para que el comensal disfrute coronando una ensalada, un pescado a la brasa, una tajada de pan tostado aliñado con aceite de oliva o dando el toque final a un buen trozo de carne asada y roja. ¡Cuidado! recuerden aquello del esnobismo, tampoco vayan a creerse ahora que son el turco farfolla de las carnes para millonarios y empiecen a despilfarrar ese preciado tesoro con aguaceros de sal sobre su parrillada dominguera, parapetados tras unas redondas gafas de sol.
La naturaleza está interconectada de forma sublime y, en el caso de los vecinos de Zaltaia, nos deleita con el color rosado de los flamencos que sobrevuelan la planta de procesamiento y empaquetado. Ese rosado volador se da gracias a la Artemia salina, un diminuto crustáceo que habita los infinitos lagos salados. Además de colorear aves, este organismo actúa también como purificador natural de las salinas costeras. Como curiosidad extra para conseguir la extrema calidad de Zaltaia, “debemos observar que en esta zona caribeña no existen desembocaduras de ríos, lo que hace que el agua del mar sea más limpia y tenga mayor salinidad”, me confiesa Jaime cómplice y orgulloso.

El proyecto se remata con una imagen corporativa y unos empaques bellísimos inspirados en las geometrías propias de sus cristales salinos caribeños y un atrevido uso del color. Titánico, amoroso y encomiable esfuerzo en la búsqueda por agregar riqueza y ricura a la despensa de ingredientes colombianos. Zaltaia, la forma más bella de la sal marina. Exquisita, brillante y sutil.