El turrón que hacen las hermanas del Monasterio de las Conceptas en Cuenca es de los que hacen brillar los ojos; es como un sueño. Técnicamente es un turrón de Alicante, aunque muestra alguna diferencia: se sirve en pequeñas piezas rectangulares -la mitad de ancho y un octavo del tamaño de una tableta convencional-, llegan envueltas en papel encerado, y han cambiado la almendra por maní. La orden, que durante siglos ejerció una parte del poder económico del Ecuador (era prestamista del Estado), mantenía almendrales en los alrededores de Cuenca, en plena cordillera andina, pero tuvo que venderlos con la pérdida de gran parte de sus bienes, y su influencia, tras la revolución liberal que abrochó en Ecuador el cambio del siglo XIX al XX. El turrón dejó atrás la almendra y siguió adelante; la cocina siempre resiste.
El turrón se vende a través del torno, como los demás dulces que nacen en el obrador de la clausura del Monasterio de Las Conceptas. Es redondo, evidencia los años en una madera pintada de oscuro y cuando se abre de tu lado se nota que está dividido en tres partes. Una de ellas siempre entreabierta para poder escuchar a la hermana encargada de la venta. Se instala a la izquierda de una estancia casi cuadrada, abierta en el lateral del edificio, que ocupa una cuadra casi completa. Un par de negocios ajenos ocupan una pequeña parte del costado izquierdo del descomunal muro que protege las instalaciones de la clausura, y algunos más en la parte del fondo de la cuadra. Pero no le quitan mucho espacio al Monasterio. Una de esas intromisiones es la del Museo del Monasterio de las Conceptas. Una visita muy recomendable.

La hermana que atiende las ventas en el torno de las Conceptas me pasa un trozo de turrón, para que pruebe, a ver si me gusta, y me reclama dos veces que abrevie la charla; hay gente esperando. ¿Quiere alguno?, pregunta. Me acabaré llevando una docena.
Comprar a través del torno de un convento de clausura tiene algo de misterio. Intuyes al interlocutor por el timbre de una voz que tampoco se escucha muy clara. Lo del turrón lo he oído a la primera, poco antes de que la estructura de madera empiece a girar y aparezca una pieza rectangular. Se presenta sin marca, como no queriendo llamar la atención, en plan miniatura de turrón de Alicante.
La hermana que atiende el torno
de las Conceptas me pasa un trozo
de turrón, para que pruebe,
un bocado de ensueño
El primer bocado enamora; esto va mucho más lejos de lo que pretende aparentar. Sobre el papel, es un calco del turrón de Alicante, pero en lugar de ser duro, está suave y cremoso, como recién hecho; las monjas de la Inmaculada Concepción no trabajan para guardar, preparan cada semana del año. El gran cambio está en que pusieron maní en el lugar de la almendra, siguiendo los principios básicos de la cordura culinaria; cuando una receta cambia de mundo acaba encontrando sustitutos para algunos ingredientes. Por lo demás, queda la evidencia de la clara de huevo y la miel como elementos complementarios en la preparación, y dos hojas finas de pan de hostia, que también sale del obrador del Monasterio.
Todo ha sucedido con una muestra. Compro doce piezas y mientras cae la primera de camino al hotel pienso si no serán pocas. No llevamos tres minutos hablando, con el filtro del torno por medio, y ya me ha empujado a comprar la mitad de lo que se anuncia en el cartel que enmarca la pared. Imagino que al otro lado hay un despacho, lejos del obrador, porque no me llega el olor de las masas y los azúcares horneados. Lástima, sería un reclamo irresistible para las huestes de turistas que recorren Cuenca con la boca tan abierta como los ojos; se lo comen todo, incluyendo la multitudinaria oferta de kebabs, tacos, burgers y otros accidentes del ramo. No abundan las referencias culinarias de altura en el centro histórico de la ciudad, más allá de La María, Cocina Libre con una doble propuesta (bar y restaurante) que se anuncia cuerda y con altura, y el Tres Estrellas, híper tradicional y dedicado al cuy.

El torno se guarda en una abertura del muro a la izquierda de la entrada al Monasterio en la calle Presidente Córdova. La de la Iglesia queda doblando la esquina, en Presidente Borrero. Al fondo de la pieza está la entrada a la clausura, junto a una imagen del Jesús del Gran Poder. Ocupa el centro de una suerte de ventana orlada con un imperioso Ave María que recibe al comprador y una jaculatoria que enmarca los horarios de atención: de 9 a 11 y de 3 a 5.
Delante de mí, una mujer joven conversa entre susurros a través del torno. Parece que busca más consejo que gasto, pero al final compra una botella de vino de misa. La oferta, detallada en un cartel a la izquierda del torno, es variada y llamativa. Entre el vino de misa, el turrón, la crema para las manchas de la piel o los detentes del corazón de Jesús, hay sitio para la gelatina de pichón (se me antoja un caldo concentrado de carne, texturizado y algo soso), galletas, suspiros, quedadillas o vino reconstituyente.

Ya estoy comprometido con dos cajas llenas de quesadillas, galletas de nuez, otras de trigo integral que llaman negras y un tarro de su gelatina de pichón. Se acabaron los suspiros, pero está el turrón. Más que un dulce, un tesoro y una manera de dar un bocado a la historia culinaria de esta parte del mundo. No parece que la fórmula haya cambiado mucho desde la fundación del monasterio, en 1561, cuando las primeras religiosas se asentaron aquí con sus criadas, a menudo de origen árabe.
Este fue un convento próspero que en 1775 llegó a alojar 150 personas, mitad monjas y mitad sirvientas. Las novicias de buena familia ingresaban con su dote y sus servidoras, que se encargaban de las labores y acabaron perpetuando la cocina de la época, de raíces tanto árabes como judías. La dulcería conventual trasladó a los recetarios tradicionales de América Latina las formas de la cocina llegadas mucho antes a España desde el norte de África.
La quesadilla es otra joya
suave y esponjosa,
preparada con el almidón de la chira
Me resisto al jarabe de rábano yodado, que recomiendan para fortalecer las vías respiratorias, el vino de misa y el juego seductor del agua de pítima. La acabo de probar en las cocinas de la antigua enfermería, hoy parte del Museo, y tiene un poco de muchas cosas: clavel, flores de pena pena y de oreja de burro, hierba luisa, pimpinela, violeta, toronjil… La quesadilla es otra joya suave y esponjosa, preparada con el almidón de la chira, cuyas hojas suelen envolver los tamales en Ecuador. También lleva queso, huevos y azúcar, y se monta sobre un pan de hostia tierno, doblado sobre la masa antes de hornearla, sin taparla por completo, solo los bordes. El resultado es para recordarlo; una pieza esponjosa y delicada envuelta en el tacto leve y crujiente de la oblea.
La de la Inmaculada Concepción no es la única orden repostera de Cuenca. Las madres Oblatas de todos los Santos venden pan horneado en su antiguo horno de leña, además de quesadillas y dulces de nombres llamativos -costras o rodillas de Cristo-, las Carmelitas de la Asunción trabajan sobre todo vinos reconstituyentes y de frutas, y en el Monasterio de Santa Catalina de Siena combinan la dulcería por jarabes y cremas medicinales.

La tradición de los dulces conventuales se mantiene en Quito, en la misma medida que sobreviven las órdenes de clausura el centro histórico de la ciudad. Entre ellos, Carmen Alto y Santa Catalina de Siena.
La lista de elaboraciones que ofrece el obrador del convento del Carmen Alto se ha reducido, pero sigue en la línea que lo hizo famoso. Galletas dulces, galletas de sal, turrones, chocolates, limones rellenos… Sobre todo, esos limones chiquitos, rellenos de un manjar suave y azucarado. Los encuentro después de visitar el interesantísimo museo del lugar, que incluye la recreación de la cocina de este espacio de clausura gestionado por las madres carmelitas desde 1661. Cambiaron el torno por una pequeña tienda abierta a un lado del acceso al museo.
Las dominicas de Santa Catalina de Siena, a unas cuadras de allí, siguen vendiendo vino de comunión, licoroso y denso. Su obrador también es conocido por los turrones y la mermelada de guayaba.