Guaba, macambo y un maito de flores de chonta

En un momento la mesa se ha llenado de guabas. Son vainas largas y verdes, de unos cinco centímetros de ancho y medio metro de largo. Me recuerda al pacae, aunque este es mucho más pequeño. Lo abro y el contenido es parecido: una semilla alargada y negra rodeada de una cobertura de algodón hilado, suave, esponjoso, dulce y ácido al mismo tiempo. Es adictivo. No puedo parar.

Ignacio Medina

|

Encuentro a Luis Tapuy y a Rosa en su chacra de la Comunidad de Nueva Esperanza, adscrita a la parroquia de Cotundo, cerca de Archidona, en la Amazonía ecuatoriana. Son tres casitas humildes de madera, una se usa como vivienda y las otras sirven de almacén e, imagino, para recoger las gallinas por la noche. Como es habitual en la selva, no hay puertas ni ventanas. solo los huecos correspondientes y una escalera de cinco peldaños para entrar. Las casas se construyen en alto, para compensar los desniveles del suelo y evitar las torrenteras que suele crear la lluvia. El agua cae sin misericordia en esta tierra, al borde de la línea ecuatorial.

 

Su hijo Patricio y Emma Alvarado, su esposa, están improvisando una mesa frente a la puerta. Necesitan espacio para mostrar lo que ofrece la chacra en este mes de abril, cálido, húmedo y lluvioso. Les ayuda Jessica, hermana de Rosa. La mesa no tarda en cubrirse de reencuentros y sorpresas. Aparecen unas curiosas granadillas silvestres, que llaman garnalis, dulces y ácidas a partes casi iguales. Hay mandarina, de cáscara verde y gruesa, rambután, siempre tan parecido al lichi, aunque nunca podrá competir con él, y unos cacaos estrechos y alargados que llaman silvestres, con pocas pepas y un mucílago muy ácido. Luego me dicen que es Theobroma gileri.

 

Muestro interés por el cacao y al rato vienen con otros diferentes. Son chicos, más redondeados, con las corteas estriadas, como si tuvieran una redecilla pegada. Poco que ver con lo que conozco. También es chico y tiene pocas pepas, pero son más grandes y cargan poco mucílago. Abro una a la mitad y es blanca; viene de un árbol que está cerca de la casa. La chacra es un catálogo de especies y variedades locales. Como es habitual, los árboles se mezclan para apoyarse entre ellos. La flora que rodea a unos ayuda a combatir las plagas de los otros.

 

En un momento la mesa se ha llenado de guabas. Son vainas largas y verdes, de unos cinco centímetros de ancho y medio metro de largo. En Colombia las llaman guamas. Me recuerda al pacae, aunque este es mucho más pequeño. Lo abro y el contenido es parecido: una semilla alargada y negra rodeada de una cobertura de algodón hilado, suave, esponjoso, dulce y ácido al mismo tiempo. Es adictivo. No puedo parar.

 

Veo que la investigadora Ana Lobato, que me compaña en la visita, ha empezado a manipular el envoltorio de algodón. Saca la semilla y rellena el hueco con el contenido de media granadilla. Encaja bien; enigmático, ácido, dulce, suave, crocante y ligero.

 

Semillas de guaba
Semillas de guaba

 

Escupo las semillas de la guaba en un cesto que han dejado al pie de la mesa. Los restos de la espectacular merienda redondearán el ciclo, para volver a la chacra convertidos en abono. En otros lugares de la zona sirven para alimentar las cachamas (pescado amazónico pariente de la piraña; en Perú le dicen gamitana) que crían en pozas. Al día siguiente, de vuelta al laboratorio de Canopy Bridge en Archidona, donde se investiga en aplicaciones, usos y elaboraciones a partir de estos y otros productos, entenderé que no debí tirar esas semillas. Son un tesoro increíble. En una de sus mil pruebas, cocieron en agua las semillas de la guaba y el resultado es todo un descubrimiento. Como una aceituna sin hueso, o un hueso travestido de aceituna. La imagino aliñada -tal vez achiote, sacha ajo y sacha orégano, también llamado oreganón, para tener un aliño amazónico- y se me ocurre como un presente único. Pruebo también un kombucha preparada con el algodón que la envuelve y los ojos se me abren otra vez como platos. Me gustaría tenerlo embotellado en la tienda de mi barrio.

 

Al rato aparece Luis con dos ramas de chonta recién cortadas, listas para cocinar, algunos frutos de esta variedad de palma -los chontaduros- y algo que no distingo en la mano. Se mete rápidamente a la cabaña y no alcanzo a ver qué es. Por la mesa siguen apareciendo regalos. La guayaba agria, también llamada guyba araça, el pitón, que en Perú conocemos como sacha mango, unos tomates silvestres perfectamente redondos y del tamaño de una cereza que llaman bakicho. Y siguen llegando. Primero el pasu, un pariente de la castaña de pará rico en aceite, luego el wachanzo, cuya nuez tiene un alto valor en la industria cosmética.

 

El catálogo de fruto se interrumpe para dar paso al garabato yuyo, el brote de un helecho, verde largo y enrocado en la punta que he visto antes en Panamá, donde lo conocen por kalalú. Hervido funciona a las mil maravillas.

 

Garabato yuyu.
Garabato yuyu.

 

Contemplo, pruebo y pregunto fascinado por un espectáculo que se me antoja único e irrepetible, hasta que pregunto a Emma por lo que comen cada día. Me mira, sonríe levemente, se vuelve hacia la mesa y señala con la mano lo que queda sobre ella. “Esto comemos”, me dice. Me estaban mostrando su despensa. Marta Echavarria y Jacob Olander cruzan con ella un gesto de complicidad. Sabían paso por paso lo que iba a suceder. Son los creadores de Canopy Bridge y sus máximos responsables, y hace tres años que le compran a Emma las semillas de macambo que recogen en su finca. Es el punto de partida de una historia que cada día se aleja más de sus primeros pasos, concretada en la transformación de la semilla del macambo, un pariente del cacao (el Theobroma bicolor), en un producto de alto valor añadido.

 

No es habitual ver macambo cultivado, en todo caso se recolecta para consumir sus semillas tostadas directamente al fuego, y encontrar alguien que las solicitara y las pagara, como hacía Canopy Bridge hace tres años era más bien insólito. Ellos las secaban, las condimentaban con sal y las embolsaban para llevarlas al mercado con su propia marca. En este tiempo que incluye la pandemia, han aumentado considerablemente el volumen de compras y, apoyándose en el laboratorio de investigación que han levantado en Archidona, trabajan en el desarrollo de nuevos productos que puedan estimular el cambio en la región amazónica. Al calor del proyecto empiezan a plantarse árboles de macambo en la zona.

 

En la finca de los Tapuy hay de todo, también árboles maderables, algunas plantas de café que no viven sus mejores momento y abundante agua. La presencia del río Misahualli podría bastar para satisfacer las necesidades de agua, pero han encauzado un manantial ladera arriba, para que abastezca un grifo instalado frente a la ventana trasera de la casa. Los vecinos más cercanos están a veinte minutos de marcha. De noche se escuchan lo monos y pasean los murciélagos.

 

De repente, Luis sale de la casa con un maito en la mano. Es un atado hecho con un hoja de bijao que llega echando humo. Lo acaban de cocinar y al abrirlo sobre la mesa deja al descubierto unas tiras marfileñas, con los laterales salpicados por pequeñas bolitas. A simple vista parece un extraño cuscús vegetal. En realidad son las flores del árbol de la chonta, cortadas hace un rato por Luis. Tomo tres o cuatro con la mano, las pruebo y vuelvo a quedar fascinado. Son delicadas, elegantes y sutiles, descaradamente perfumadas con notas que recuerdan al aceite de oliva. Emocionan. Lo bueno de este trabajo es que nunca dejas de aprender.

 

Maito de flor de chonta
Maito de flor de chonta