Gerena es un apacible pueblo de Sevilla, con 7.500 habitantes. A 31 kilómetros de la capital, no queda ni muy lejos ni demasiado cerca del resto del mundo. Preserva el urbanismo níveo y ordenado de la campiña andaluza, aunque las manchas de bosque de los alrededores anuncian la proximidad de la Sierra Norte. Gerena sale en los periódicos por un festival llamado Gonzalo Rock en recuerdo de un vecino malogrado en un accidente laboral, y también, desde hace algo más de tres años, por un local de la calle Goya que oculta su interior con un cristal translúcido y se anuncia con un discreto cartel que reza: Pâtisserie Tokyo. Allí, con la única ayuda de su marido, Irene Morcillo, una barcelonesa de origen gallego que se lanzó al ruedo profesional a punto de cumplir los cincuenta, está desarrollando la alta pastelería más sorprendente y creativa del sur de España, y el boca a boca hace que cada vez más curiosos peregrinen para saborear su deliciosa revolución dulce.

El primer consejo para quienes vayan a Pâtisserie Tokyo, sobre todo si llegan atraídos por su escaparate virtual en Instagram, es que no se desanimen ante la puerta cerrada. No es un café ni una tienda al uso, sino un obrador. El segundo consejo es llamar con antelación, preguntar qué dulces van a tener ese día o encargar los que elijan del apartado de productos de su perfil en Google. Y muy importante, llevar una nevera portátil.
¿Merece la pena tomarse tantas molestias? La respuesta es sí. Pâtisserie Tokyo, que sus creadores definen como un obrador boutique de pastelería innovadora, podría estar en cualquiera de las capitales que sugiere su nombre. Podría estar también en Barcelona, Vigo o Pamplona, algunas de las ciudades que Irene Morcillo y Arnau Agan recorrieron buscando posibles ubicaciones. “Nos vinimos a Gerena porque tengo familia en un pueblo cercano. Buscábamos un sitio con precios asequibles y con un público abierto a la innovación, y Andalucía nos parecía un lugar amable para vivir”, explica Irene.
«Buscábamos un sitio con precios asequibles
y con un público abierto a la innovación»
El entorno es secundario. Ellos han construido un mundo propio dentro del inmaculado y moderno obrador al que por motivos de higiene no se puede pasar. Las visitas esperan su pedido o charlan con los reposteros en un pequeño recibidor con un sofá de dos plazas, una mesa baja y una pared forrada de fotos de Irene con sus maestros.
Irene Morcillo y Arnau Agan se conocieron en Estambul en 1992. Era casi otra vida. “Yo trabajaba entonces con mi padre, que tenía una empresa de repuestos para automóviles. Se llevaban mucho aquellas bocinas musicales, y como yo hablaba inglés y había viajado sola a Estados Unidos, mi padre me mandó a Turquía a visitar al proveedor”, empieza a contar. “Ella no se acuerda ya. Era el 9 de abril”, tercia él. “¡Que sí, que me acuerdo! El Barça jugaba la Final Four de baloncesto y estaba la ciudad llena de españoles”, responde ella. Cuentan anécdotas, se ríen, se superponen relatando las historias. Vestidos con el uniforme de trabajo, expresivos, bienhumorados y tocados con un gorro parecido al de payés, podrían pasar por elfos. En cualquier caso, parecen haber encontrado la fórmula de una felicidad que sin duda tiene que ser dulce.

No fue un hallazgo temprano. Irene Morcillo estaba cerca de cumplir los cincuenta años cuando decidió dedicarse profesionalmente a la pastelería. Llevaba una década compaginando su trabajo en ventas en multinacionales con esa pasión. No es precisamente autodidacta. Brilló en escuelas como Hofmann o Maria Selyanina’s House-Pastry Lab, en Barcelona, donde fue alumna de Christian Escribà, Jordi Bordas, Carles Mampel o Takashi Ochiai, entre otros. Cursó dos años de Cocina y Ciencia en la Universidad de Barcelona bajo la dirección de Pere Castells, los amplió con otro curso online en la misma materia de la Universidad de Harvard y aprendió pastelería de restaurante en el Tickets Bar de Albert Adrià. Todo aprovechando vacaciones y horarios nocturnos. “La verdad es que a mí me gustaba la cocina dulce y la salada, pero soy muy calurosa y pensaba: ¿Voy a soportar yo todo ese calor en una cocina? La pastelería es perfecta porque se trabaja en un cuarto frío, y además, desde la escuela de hostelería, los compañeros me felicitaban por mis postres. Arnau también es un gourmet de lo dulce. Turquía tiene una tradición inmensa, es una locura, y aparte hemos viajado mucho, sobre todo antes de abrir, para educar el paladar. Lyon, por ejemplo, es una maravilla, puedes estar días probando cosas”, dice Irene.
Arnau, periodista de profesión, pone voluntad como pinche, pero sus aportaciones principales son la gestión de las redes sociales, de vital importancia para un negocio que tiene su escaparate en Internet (llama la atención la cantidad de profesionales solventes, algunos muy conocidos, que los siguen en Instagram), y el departamento de I+D, donde su labor principal es la de instigador. “Arnau me propone retos. Me dice: podrías hacer algo con tal contraste de texturas, o con esta combinación de sabores, o de colores, y yo me rompo la cabeza. Luego, igual estoy acostada, me viene una idea y me tengo que levantar a escribirla, y él a determinadas horas no quiere hablar de trabajo”, explica Irene. “Hombre, a mí me encanta esto, pero a veces hay que desconectar”, se defiende él.
Pastelería viajera
El catálogo de Pâtisserie Tokyo habla de la vocación viajera de la pareja. En el mundo creativo de Irene Morcillo se mezclan con toda naturalidad la pastelería francesa, una heladería magistral, especialidades turcas como los baklavas y dulces japoneses como los mochis y los dorayakis. Si les parece poco, sumen a eso creaciones veganas y toques personales. Una constante es el uso delicioso de licores que recuerdan a los muebles bar de los ochenta: con el Malibú o el Sheridan’s hacen maravillas. “Nosotros trabajamos mucho con la evocación. Ahora acabamos de sacar un mochi que se llama Tívoli, y sabe a parque de atracciones. Pero cuidado, aquí todos los sabores y colores son naturales, y todos los productos selectos. Mantequilla belga, harinas italianas de primera calidad, vainilla bourbon de Madagascar, azúcar de caña sin refinar de Isla Mauricio, frutas y zanahorias ecológicas… Un dulce tiene que ser un dulce, pero nos preocupa lo que comemos y lo que damos de comer”.
“La formación en cocina y ciencia ayuda,
porque el secreto de la pastelería
es el control del agua”
Algunos pasteles, como su vistoso Kiev, que reproduce las cúpulas bulbosas de la arquitectura rusa (la guerra de Putin les llevó a cambiar el nombre original, Moscú), son completamente veganos, igual que su deslumbrante helado de chocolate Michel Cluizel al 55%, mandarina natural y un sabio uso de la inulina, fibra prebiótica gelificante. “La formación en cocina y ciencia ayuda, porque el secreto de la pastelería es el control del agua. Es básico para lograr una buena emulsión y en nuestro caso, que congelamos todo, para que la descongelación sea perfecta”, explica Irene.
“He tenido los mejores maestros, pero también he aprendido mucho teniendo que enfrentarme a encargos. Me gusta formular desde cero. Algunos pasteles veganos que hacemos han surgido a raíz de un encargo, y también las bases sin gluten. Pero yo no me conformo con hacer algo vegano, ni tengo versiones veganas y no veganas de un mismo dulce, o con y sin gluten. Lo primero es que los dulces estén muy buenos, y si están buenos y son veganos, perfecto”, dice.

Una de sus primeras incursiones en la repostería sin productos animales fue con los baklavás. “Me enamoré de la repostería en un viaje a Turquía en 2012. Hice un curso de baklavás, pero aquí quería darles mi toque personal. Hice un baklavá japonés con pistacho, cardamomo y té verde Matcha, y luego quise hacer uno con toques tropicales, añadiendo coco y usando azúcar de coco ecológica. La cobertura del baklavá es pasta filo con mantequilla clarificada. Para acentuar el aroma de coco decidí pintarla con aceite de coco virgen ecológico. En Turquía los baklavás se emborrachan con almíbar, pero yo quería esos aromas mágicos de allí, que te trasladan a la época del Sultán, yo qué sé (ríe). Así que infusiono los almíbares con especias y frutas, como si fueran sherbets otomanos. En el tropical añado un toque de Malibú reducido”, guiña.
Los baklavás de Irene Morcillo son para irse a vivir a Gerena, pero no toda la familia de Arnau aplaude esas “tradi-innovaciones”, como las define ella usando el término de Christian Escrivá. “Deberían animarnos, y en cambio se llevan las manos a la cabeza. En Turquía lo tradicional es sagrado. Ferran Adrià allí no habría existido”, se lamenta él.

El día de la visita de la periodista, Irene está cortando baklavás recién hechos para enviar a un cliente. “Vendemos más fuera que en el pueblo”, comenta.
No han terminado de consolidarse aún como proveedores de postres para restaurantes, su idea inicial. “Arrancamos y a los pocos meses sobrevino la pandemia. Tenemos algunos restaurantes como La Casa del Tigre, en Sevilla, que nos encarga cositas, y aquí en Gerena, Salvi. Nos llega mucha gente a través de ellos”, explica Irene. Otros clientes van desde Sevilla y las poblaciones de los alrededores. Incluso de Cádiz o Jerez. “Hay gente que se trae neveras y se lleva de todo. Y un día llegó a vernos una señora ya mayor que nos seguía en redes y que hizo el esfuerzo de llegar hasta aquí solo para conocernos. Nos emocionó”, comentan.

Ambos son conscientes de que la ubicación actual no resulta óptima para crecer, pero no parecen tener prisa. “Estar aquí nos ha permitido arrancar con mucha libertad y disfrutar lo que hacemos. Ya vendrá el momento de plantearse cosas”, dice Irene. Por ahora se contentan con soñar y hacer soñar. Capri, Singapur, Lindau, Ámbar, Tívoli, Amazonia, Maracaibo. Paraísos dulces para evadirse, aunque sea por un rato, de un mundo que pide a gritos más elfos.