La olla de los ferroviarios

Fruto del hambre, el frío y el ingenio técnico, este plato nació hace un siglo en los trenes que enlazaban La Robla con Bilbao

Cincuenta y tres estaciones, 129 años, 335 kilómetros. Esas son las cifras de la línea de ferrocarril de vía estrecha más larga de Europa, la que en 1894 unió la localidad leonesa de La Robla con la vizcaína de Balmaseda. Años más tarde el tramo se extendió hasta Bilbao por un lado y hacia León por el otro, pero la línea siempre se conoció como la de La Robla. La del tren hullero, la que alimentaba los Altos Hornos con carbón extraído de las montañas leonesas y palentinas. Fue la urgente necesidad de combustible de la industria metalúrgica vasca lo que espoleó la construcción de esta vía férrea, financiada con capital español y cuyo último raíl se colocó el 11 de agosto de 1894.

olla ferroviaria. Ana Vega
La olla ferroviaria alimentó durante décadas a los trabajadores de los ferrocarriles del norte de España.

En la inauguración del trazado, celebrada en su punto intermedio y bendecida por los monjes del santuario de Montesclaros (Valdeprado del Río, Cantabria), no hubo cocido para comer: la presencia de políticos, inversores y otros atildados señores probablemente requería de platos más elegantes. El potaje era pasto de humildes, de gentes sencillas con mucha hambre y pocas pretensiones. Así eran los viajeros de tercera clase que siempre constituyeron más del 90% del pasaje del tren de La Robla, y así eran también los trabajadores ferroviarios, desde el maquinista hasta el guardafrenos pasando por revisores, fogoneros u obreros de vía. Querían comer caliente y poco más. Desgraciadamente, ese modesto deseo no era fácil de cumplir.

 

El hullero nunca sobrepasó los 50 kilómetros por hora (ni siquiera décadas después) y tardaba con suerte doce horas en hacer el recorrido completo. No había vagón-restaurante y tampoco servicio de cocina para los operarios, que hacían largas jornadas de trabajo físico y alternaban el calor asfixiante de la locomotora con las gélidas temperaturas del invierno montañés.

 

Por entonces ya se habían ideado distintos sistemas para cocinar dentro de un tren en marcha. En Inglaterra y EE UU los fogoneros utilizaban la pala con la que echaban carbón en la caldera como sartén improvisada: una vez limpia y puesta sobre las brasas servía para freír filetes, salchichas o huevos. Otras veces metían cazuelas de hierro en la caja de humos de la locomotora y dejaban que su contenido se asara allí lentamente. En España y Portugal, y a tenor de las piezas existentes en diversos museos del ferrocarril como los de Águilas, Azpeitia o Entroncamento, se había ideado un artilugio que aprovechaba el vapor de la máquina para calentar o guisar el menú. Los portugueses lo llamaban panela de pressãoy los españoles olla de vapor, pero era prácticamente el mismo invento: una carcasa de metal con una espita que se conectaba directamente al circuito de la locomotora. Dentro se encajaba un puchero en el que se iba cocinando la pitanza mientras el tren seguía viaje.

 

Marmita mágica

 

Aunque alguna vez se ha dicho que la olla ferroviaria de vapor se creó en la línea de La Robla, la existencia de algunas piezas antiguas pertenecientes a otras empresas (como una que de Graciliano Díez, maquinista de los Caminos de Hierro del Norte, tiene el Museo Vasco del Ferrocarril) no permite asegurarlo. Lo que sí inventaron los sufridos trabajadores del hullero fue la olla ferroviaria de carbón, también conocida como puchera o putxera. Esta marmita mágica, compuesta por un recipiente metálico para la combustión de carbón y una cazuela que se encaja dentro del mismo, es una verdadera cocina portátil. Con patas de sujeción, asa para transportarla, tiro y salida de humos, permite guisar en cualquier sitio siempre que se tenga carbón vegetal a mano. Sin necesidad de locomotora.

 

Fue esta versión de la olla ferroviaria la que nació en el ferrocarril de La Robla y se popularizó en las regiones que éste recorría. León, Palencia, Cantabria, Burgos, Vizcaya… A todas llegó aquel ingenioso aparato y en todas persiste, aunque surge a veces la duda de en dónde se creó. Esa historia la contó mucho mejor que yo don Julio García García, nacido en la estación palentina de Vado-Cervera y empleado del tren de La Robla entre 1949 y 1992. Sus recuerdos familiares y su experiencia de 43 años de servicio le permitieron escribir un texto sobre el origen de esta olla que hoy nos ocupa, en el que inequívocamente señaló a Mataporquera (Cantabria) como cuna de la puchera ferroviaria.

 

La estación de Mataporquera era un importante nudo de comunicaciones a mitad de viaje del hullero y contaba con instalaciones en las que podía dormir, comer o descansar su personal. Según García la primera olla ferroviaria de carbón fue fabricada en torno a 1930 “en Mataporquera por el Sr. Esteban García, hojalatero del Ferrocarril de La Robla, y fue utilizada […] hasta aproximadamente el año 1.935. Esta olla era sin puchero y estaba hecha toda ella de chapa de hojalata, de una capacidad de dos litros, cilíndrica con la chimenea en el centro y el fuego se hacía en el interior de la chimenea cociendo la comida alrededor de la misma”. El modelo de dos cuerpos nació poco después y se utilizó a diario en los correos León-Bilbao y Bilbao-León entre 1940 y los años 80: cuando arrancaba el tren se encendía la olla, “colocándola en el departamento de equipajes para que se hiciese la comida, normalmente cocido de legumbrescon carne, chorizo, tocino, morcilla, etc.” que disfrutaban el guardafrenos, el mozo de cola y el jefe del tren durante la marcha o en alguna parada breve.

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