Conseguir buena variedad de frutas y verduras para sus respectivos restaurantes es uno de los grandes desafíos que enfrentan los cocineros de la Argentina. Es el octavo país más grande del mundo, tiene distintos climas, suelos y alturas, puna y yungas, llanuras y valles, montañas y costas, selvas y bosques; aun así, la oferta pareciera estar concentrada en apenas un puñado de productos básicos. “En realidad hay mucho más: hay productores elaborando cosas increíbles, con calidad y con esfuerzo; lo difícil es encontrarlos”, cuenta Facundo Kreinman, cocinero y socio -junto al también cocinero Pablo Savio– de Ocho Seis Central: un pequeño proyecto personal que recorre el Mercado Central de Buenos Aires en búsqueda de productos y materias primas para más de treinta restaurantes de la ciudad porteña y sus alrededores.

A diferencia de otras grandes ciudades latinoamericanas, en Buenos Aires no quedan casi mercados populares: apenas sobrevive un puñado, como anecdótico testigo de lo que se perdió a lo largo de las últimas décadas. En cambio, sí hay un gigantesco Mercado Central, instalado a 17 kilómetros de la ciudad, considerado el principal centro de comercialización de frutas y verduras de todo el país. Cada día llegan allí más de 700 camiones de toda la Argentina, trayendo papas de Jujuy o de Balcarce, manzanas y peras de Río Negro, tomates de La Plata o de Mendoza, choclos de Mar del Plata, higos y espárragos de San Juan, naranjas de Corrientes, limones de Tucumán, entre muchos más ítems según la región y la estación del año.
Ocupando varias hectáreas, dentro de este Mercado hay doce naves mayoristas, cada una agrupando más de cuarenta puestos, que comercializan unas 110.000 toneladas de frutas y verduras al mes. La venta apunta principalmente a las miles de pequeñas verdulerías que hay en la ciudad de Buenos Aires, pero también a unos pocos cocineros valientes que van allí en búsqueda de lo que no se encuentra en otros lados: esas gemas ocultas que marcan la diferencia.
La noche es vida
El Mercado Central vive de noche: abre a las dos de la mañana y se muestra casi como una ciudad en sí misma. Tiene sus reglas, sus modos comerciales (se paga en efectivo, se contrata changarines que recogen los pedidos, se señan las cajas de madera), también tiene sus códigos internos. Recorrer las grandes naves exige no sólo tiempo sino experiencia y conocimiento. Para esto existe Ocho Seis Central.

“Hace años que vengo al Central. Mi restaurante, Namida, estaba antes dentro de un hotel, y yo venía a comprar las naranjas para el desayuno de los huéspedes, entre otras cosas. En pandemia conocí a Pablo; él trabajaba en ese entonces en Nanum, y me entero que no conseguían akusay por ningún lado. Le conté que en el Central había un montón, y a muy buen precio. No lo podía creer. Un día vino conmigo, nos hicimos amigos y así terminó naciendo Ocho Seis Central”, cuenta Facundo.
En esta sociedad, la división de tareas está clara: Pablo (cocinero del proyecto El banquete del bosque) es el nexo con los cocineros, toma los pedidos y les recomienda productos que muy posiblemente haya disponibles en el mercado, según la fecha del año y lo que le hayan contado algunos productores. Facundo es el que mejor conoce los puestos del mercado, sabe el nombre de pila de los vendedores, se saluda con ellos con confianza, discute precios y calidades.
Mejor los lunes
Es lunes, 3.30 de la mañana. “Hacemos las compras los lunes, porque tras el fin de semana el mercado acaba de recibir toda mercadería fresca”. El cielo oscuro amenaza con una tormenta. Pablo y Facundo dejan el auto en la punta de la nave cinco. En su mano Pablo tiene una nota escrita a mano con decenas de pedidos que le hicieron otros cocineros. “Más o menos tenemos alguna data de lo que puede llegar a haber en el mercado. Los restaurantes me dicen qué precisan, también en algunos casos encuentro algo que me parece increíble y que está a buen precio, entonces lo compro. Eso es lo bueno de que ambos seamos cocineros: sabemos que un buen producto puede solucionarte un plato del día”, cuenta.

Primero van un puesto donde saben que un pequeño productor de Tucumán envío unos tomates reliquia preciosos. Compran tres cajones de unos diez kilos cada uno. “Hay poco de esta mercadería, entonces arrancamos acá, antes de que se acabe”, explican. De ahí comienzan una larga caminata que, a lo largo de las próximas cuatro horas, los llevará por las doce naves del mercado, eligiendo distintos productos en cada puesto: okras pequeñas y tiernas, ajíes amarillos peruanos, otros ajíes muy picantes y con forma de cuernos, paltas en distintos estados de maduración, ajos tiernos, duraznos chatos de tamaño medio, cerezas de gran calibre, unos pimientos calahorra hermosos, zapallos princesa muy dulces, pitahayas jujeñas, higos almibarados, ciruelas remolacha, ananás misioneros, choclos repletos de jugo, entre otros.
“Algunos quieren que les consigamos mercadería más firme, para que les dure toda la semana; otros, al revés, quieren que esté super madura, porque apenas la reciben las procesan y las convierten, por ejemplo, en un helado. Unos quieren frutas grandes, que usan enteras para decorar; otros prefieren que sea más chica y barata, porque igual la cortan en trozos pequeños. Por eso, no sólo nos sirve saber qué quiere cada uno, sino para qué van a utilizar lo que compran”. Entre los clientes hay heladerías y pastelerías, restaurantes vegetarianos y restaurantes de lujo, cantinas jóvenes e incluso mercados orgánicos.
La flexibilidad al poder
Hay mucha responsabilidad en convertirse en compradores de restaurantes ajenos… ¿No reciben quejan de los cocineros porque compraron algo que no es exacto a lo que ellos querían?, les pregunto.
La respuesta es clara: “Hay algunas, sí, pero cada vez menos. Nuestros clientes, al menos a los que les seguimos comprando, ya entienden que esto no es una fábrica, sino un mercado. Que no todo es perfecto, que no todo se puede calibrar como a ellos les gustaría. Te digo la verdad: hoy nos sentimos más del lado de las manos sucias de la tierra que del caprichito del cocinero. Está bueno buscar algo especial, pero dentro de ciertos parámetros, tenés que tener flexibilidad. Si no, no entendés nada”.

Detrás de las compras de Ocho Seis Central no sólo hay un negocio, sino una filosofía: apostar a a los mercados, a la variedad de productos, respetando e incentivando al productor; incluso, si es necesario, dándole una mano. “Más de una vez hemos comprado algo porque sabemos que, si no lo hacemos, el productor el año que viene no lo tendrá más. Si el tucumano que este año se animó a plantar tomates reliquia no los vende, entonces el año que viene cultiva otra cosa. Es así de fácil. Si convencemos a uno de que nos haga coliflores morados pero luego no le compramos, entonces deja de darnos bola. Por eso hablamos con nuestros clientes, les pedimos que nos acompañen, que compren estos productos únicos, aunque después terminen usándolos como comida del personal. Es una responsabilidad que sentimos hacia el productor”, explican.
La gestión del caos
En las puntas de cada nave se instalan ofertas improvisadas de cocina callejera, que alimentan a los muchos camioneros y puesteros que pasan la noche en el lugar. Una cocinera peruana prepara sándwiches de cerdo con huacatay y salsa criolla; una boliviana destapa grandes ollas con humeantes sopas, hoy tiene chairo y de costilla; hay ceviches, hay empanadas, hay choripanes.

A las 6 am arranca la tormenta, pero el ritmo del Mercado Central no se inmuta: los grandes camiones salen y entran, cientos de personas caminan por las naves, los changarines llevan los pesados cajones de un lado al otro en unos pesados carros de hierro y madera. El lugar es caótico, la basura (verduras rotas o en mal estado) comienza a apilarse en unos container en la calle. “Es como la Argentina: todo parece un quilombo, nadie respeta nada, pero al final, todo funciona. Hay como una complicidad entre todos que es muy loca”, dice Pablo.
A las 8.30 llega el flete a buscar las compras de Ocho Seis Central. Los changarines ya hicieron su trabajo y todo está acomodado en uno de los costados de la nave 5, para cargarse en el camión. De aquí la mercadería irá a un depósito y a lo largo del día se distribuirá en los distintos restaurantes. Facundo y Pablo beben un café, hacen cuentas, tachan pedidos. Deja de llover, se ve un rayo de sol, el día recién está comenzando.