El pan es un producto básico de la alacena del viejo mundo que hicimos nuestro.
En México se come pan a cualquier hora del día. Con un peso y ochenta centavos (menos de diez centavos estadounidenses) basta para tener un bolillo recién horneado, crocante y con la piel bronceada. La magia empieza cuando se parte en dos y se hunden los dedos en el migajón tibio y esponjoso, una nube que desaparece de un solo bocado.
Al pan lo aceptamos con gracia desde que llegaron los castellanos. En el tiempo de la conquista, las hogazas viajaban embarcadas junto con el vino, el aceite de oliva y otros alimentos. De hecho, el pan se amasaba y horneaba en altamar durante el viaje. Fue un producto básico de la alacena del viejo mundo que hicimos nuestro. Conforme tomó cuerpo el sincretismo crecido en los tres siglos que duró la Colonia, el pan se fue integrando silencioso y amable en la dieta de criollos y mestizos.

El historiador gastronómico José Luis Juárez López, autor de Nacionalismo Culinario (Conaculta, 2013), relata que en La Nueva España, el México colonial, el pan se compraba de manera masiva en las pulperías, que ahora conocemos como misceláneas o tiendas de ultramarinos. Se vendía bajo el nombre de semitas, boronas de maíz, pan vaso -el antecedente del pambazo, un pan blanco que se rellena de algún guisado, similar a un emparedado- y los bizcochos, que ahora llamamos pan de dulce.
Para finales del siglo XVII, los maestros panaderos y pasteleros establecieron sus negocios familiares, alentados por el emperador Fernando Maximiliano de Habsburgo. Es ahí cuando comenzó el oficio. Dicen que por esas fechas se inventó el bolillo, la pieza favorita de la clase popular por barato y llenador. “Lo que se comía en esa época era el pan con harina de arroz, panecillos y panatela. Después, al final del Porfiriato, en los expendios se ofrecían las rosquillas, los cuernos (cruasanes) y las conchas”, explica José Luis.
Para el siglo XX, las panaderías de la capital ya estaban ubicadas. Todas pertenecían a familias españolas, italianas o francesas, siendo famosas en Ciudad de México La Vasconia, El Globo o La Ideal, negocios que siguen vigentes con cierta nostalgia. Como los abuelos compraban allí el pan de la merienda o los pasteles de cumpleaños, hay quien continúa la tradición, aunque la calidad no sea la misma.
En defensa del bolillo
El bolillo, la popular pieza que se acaba transformando en torta, admite infinitos recursos para saciar el hambre. Se convierte en mollete cuando se prepara con frijoles refritos, queso y salsa de pico de gallo; para la merienda, con mantequilla y azúcar; en torta, con jamón y queso, además de cualquier guisado del día anterior, o en tamal. Porque sí, en México nos fascinan los carbohidratos. En la dieta mexicana hay cabida para el pan y las tortillas a la par, ambos están tatuados en nuestro ADN.
El bolillo se acaba transformando en torta yadmite infinitos recursos para saciar el hambre.
El amor por el pan blanco se afianza al terminar el periodo porfirista, que impulsó la cultura francesa como respuesta para “dejar el salvajismo a un lado” y transformarnos en una sociedad moderna. Fue un tiempo en el que era más aceptable comer una bandeja de caracoles con una copa de champán, que un taco de frijoles y un jarro de pulque.
Con la Revolución Mexicana, la comida pasó a ser parte de la identidad del país. Un ejemplo. Cuando llegó el pan de caja, un producto diseñado en Estados Unidos, y con él la invitación a elaborar sándwiches, el sentimiento nacionalista puso sobre la mesa la torta compuesta: un bolillo partido a la mitad con jamón, queso y el antojo que se viniera en gana. Y de ahí, para el real. La torta, como los tacos y los tamales son la máxima de lo que llamamos vitamina T. Empiezan con “t” y son ricos en carbohidratos o son hechos en fritura profunda. Es lo que al día de hoy gozamos como parte del street food.
Masa madre novedosa pero con espíritu del pasado
Después de la fascinación por el bolillo, llegó la moda de la baguette, un pan que no es tan barato, pero sí accesible. Cumple el mismo concepto: miga y corteza crujiente. Con el tiempo le fueron integrando semillas y otros cereales para hacerse más atractiva.
Maricú Ortíz, fundadora del Centro de Artes Culinarias Maricú recuerda que la receta de la baguette llegó a México en la década de los 70. “Roger Sánchez fue quien se encargó de enseñarle al gremio panadero sobre este pan francés. Esto cambió el mundo de la panadería; antes, solo la conocía el que viajaba a Europa. Pronto, estos panaderos se instalaron en los supermercados, abriendo la oferta de pan con esta pieza, lo que causó un problema a las panaderías gourmet porque no pudieron competir con el precio ni con la materia prima barata que empezaban a usar estos negocios populares para venderla de forma masiva”.

Para los noventa, el pan que vendían en los supermercados ya tenía otro sabor y los roles de canela eran la alternativa para la merienda. Solo había que calentarlos en el hornito eléctrico para tener una pieza con mucho sabor a mantequilla y canela.
La industrialización masiva facilitó la entrada de mejorantes y saborizantes artificiales en la panadería, que podía lograr así piezas accesibles a bajo costo. El sabor de los cereales y de la mantequilla se fue perdiendo, no solo en las panaderías de gran formato, sino en la memoria de la gente.
Después, llegó la euforia por el pan brioche y su obscenidad, por la gran cantidad de mantequilla en su masa. La moda duró poco, aunque sigue en la base de algunos panes de caja y servicio de bienvenida en algunos restaurantes y panaderías boutique.
La aparición de los fermentos
Afortunadamente, resisten el oficio y el amor por hornear una hogaza de pan de calidad. Es una opción para quien busca sabor y una dieta saludable.
Dos décadas atrás era poco probable hablar de fermentos o de alimentos que los incluyeran, sobre todos cuando «las bacterias tienen una connotación negativa”. Lo dice Liz Espejo, de Pan Salvaje, un proyecto abierto en Cholula, Puebla. Los fermentos ya estaban presentes en el México prehispánico -en el pulque, por ejemplo-, pero cinco siglos después se visibilizan junto a las bebidas probióticas y el marketing. Prometen una buena digestión y un sistema inmune capaz de enfrentar cualquier padecimiento; Kombuchas, tíbicos, búlgaros o kimchis son parte del estandarte de lo saludable. La lista incluye la masa madre, mejor mientras más longeva sea.

Liz suma a esto que el pan industrial “va contra la naturaleza, es enfermo lo que dura. El pan fermentado con masa madre tiene una vida máxima de una semana y cuando el consumidor lo prueba, se da cuenta de que le cae mal, porque es como si hiciera una predigestión”.
La ola de panadería hecha con masa madre no es nueva, aunque tiene más publicidad, información y adeptos que hace quince años. En la Ciudad de México tiene por lo menos dos décadas. Dos ejemplos son Eduardo Da Silva y su panadería Da Silva, famosa por sus hogazas y cuernitos,y Carlos Ramírez Roure con su negocio Sucre i Cacao, quien cuatro años más tarde, cambió su idea de vender solamente pan dulce (chocolatín, conchas, o roles de canela), por pan del sal, integrales y baguettes con fermentaciones de 24 horas. Maricú Ortíz agrega tres lugares donde fueron novedad hace 20 años: el restaurante italiano Trattoría della Casa Nova y los franceses Cafe Ó y Cluny, este último, conocido por sus crepas. Ofrecían un pan con mucho nivel en donde la masa madre estaba presente, aunque de manera sigilosa.
El precio de lo vivo
El oficio se volvió una obsesión. El gremio mexicano comenzó a especializarse, a regresar al uso de la mantequilla y a desplazar las levaduras industriales en favor de la masa madre. No inventaron nada, solo fue un regreso a lo primitivo, a mezclar agua con harina y aguardar para tener una colonia de bacterias que aporten sabor y acidez al pan.

En las vitrinas de las panaderías aparecieron hogazas enormes. Las redes sociales explotaron con cruasanes y barras de pan partidas a la mitad, presumiendo de sus alvéolos, e invitándonos a ser parte del club de las fermentaciones largas y naturales. “¿Sabías que nuestra panadería salada está hecha con masa madre, sin conservadores, huevo y lácteos?”, dice un posteo de una panadería en Instagram. Opciones interesantes para quien se aventure más allá del bolillo y la baguette de levadura, si su presupuesto lo permite.
¿Cómo es que un pan de masa madre puede tener un precio alto si solo es agua y harina? Además de tiempo y paciencia, estos panes requieren de espacio en la cocina y tecnología. No todos tienen un fermentador o un refrigerador para la masa madre. Esto, y los largos reposos de las masas, necesarios para tener un producto rico. “No es solo harina y agua”, explica Xano Saguer, de Cuina, mientras guarda en el refrigerador a Josefina, su masa madre que habita en exclusiva ese espacio a una temperatura de 14°C.
La masa madre requiere atención. Alimentarla y mantener su hábitat a una temperatura constante obliga a invertir tiempo. Es lo que Yuni Legorburo, de la Ruta de la Seda, llama la firma del panadero. “Es nuestro sello. Cada quien lleva el proceso de acuerdo a su intensión final. A mí me gustan los sabores inclinados hacia lo dulce, entonces busco que mi masa sea más seca, así no predomina la acidez”, comparte esta panadera y pastelera que incorpora cebada, espelta, alforfón y mezquite a sus hogazas.

La masa madre se vuelve un compañero más de los panaderos, que están obligados a mimarlas para que no mueran. “Para mí es una mascota, mi mejor amiga en la panadería. Yo soy la cuidadora del rebaño, hay que cuidar a las bacterias que viven en ella, propiciar un ambiente acogedor y el alimento necesario para que estén a gusto”, comenta Liz, quien dejó lo académico hace ocho años para entrar de lleno en el mundo del pan. “La masa madre se maneja de manera intuitiva” sigue. “Trabajamos con seres microscópicos que no vemos, pero entendemos su carácter y las consecuencias. Se desarrolla un entendimiento con ella, hay un lenguaje entre nosotras, al inicio, yo soñaba con pan de la noche a la mañana”. Liz vende su pan bajo pedido.
Moda o no, el consumidor con poder adquisitivo lo paga sin queja cuando entiende lo que implica. Este tipo de pan encontró su público y lo afianzó después de la pandemia del 2020. “Hay muchos factores que propician este auge. La tendencia es el culto al cuerpo, a lo sustentable. Son discursos que están interiorizados y presentes. Todo aquello que aporta algo positivo a nuestro cuerpo tiene otro valor”, remarca Xano, famoso por sus cuernos rellenos de mascarpone, elpan de payés y el de aceitunas con nuez.
El horno, lecciones de pandemia
El encierro por la Covid-19 hizo que tuviéramos tiempos de ocio en casa. ¿Quién no trató de aliviar esta ‘pérdida de proactividad’ con algún curso online que nos devolviera la sensación de sentirnos útiles? Hornear pan en casa fue parte del remedio y hasta una justificación que permitía presumir en redes sociales.
“Hay que cuidar a las bacterias,
propiciar un ambiente acogedor y el
alimento necesario para que estén a gusto”
Con las clases y el trabajo a distancia, el espíritu autodidacta se condujo a través de libros como The Modernist Bread de Migoya y Myhrvold y Pan artesanal en casa, de Irving Quiroz, de recetas en YouTube. Se crearon hornos caseros para hacer la tarea más fácil. La diseñadora Lorena González ideó uno de bajo costo que cabe perfectamente en el horno de la estufa casera. Todo ayudó a que los curiosos por el pan entendieran de primera mano lo básico del cuidado de la masa madre, las fermentaciones y el horneado.
“Hay un antes y un después de la pandemia. El pan no fue visto con los mismos ojos. Ahora se sabe que un buen pan requiere de tiempo, harinas de calidad y cuidado, y el cliente empezó a cobrar conciencia del costo del pan”, nos dice Carlos Ramírez Roure. Muchos se engancharon con el pan a tal grado que “cambiaron el saco por un mandil, y hoy tienen emprendimientos interesantes que con el tiempo, seguro harán cosas increíbles”, explica.

Los curiosos comenzaron a hornear en casa en el dutch oven, pero con el regreso a la vida normal post pandemia cambiaron el pasatiempo de amasar por el horario de oficina y ello retrasó el regreso a las panaderías que antes les proporcionaban harina, consejos o talleres. “Los clientes se dieron cuenta de lo que implica hacer pan con masa madre, aunque lo hayan aprendido no lo vuelven a practicar”, añade Carlos.
El pan dulce también se transformó con la incorporación de la masa madre, mientras las pizzerías alternativas comenzaron a unirse al club de las largas fermentaciones. Según el nuevo discurso aceptado, se cree que un roll de canela o una dona pueden ser más ricos, digeribles y saludables. Para Yuni, esta idea ha llegado demasiado lejos en la panificación dulce, “no es necesario, y menos cuando lo vendes como un elemento saludable: tiene grasas y azúcares que se transforman en carbohidratos. Por sabor, sí creo que pueda ser útil la masa madre, pero solo por eso”.

Carlos se reafirma en que la masa madre funciona en el pan dulce, pero no la cree necesaria. “Yo la uso siempre, pero no es un producto milagro. Hay una idea equivocada de que la masa madre es lo mejor, es diferente. Con su llegada se satanizó la levadura y esto es un error; con la levadura se pueden obtener algo bien hecho, hasta se pueden combinar”, sentencia.
Después de asimilar el proceso de la masa madre, lo que sigue en el oficio de la panadería es conseguir harinas de cereales endémicos y salvajes. Un interés que Joan Bagur despertó en sus colegas al montar el Molino Bagur, un proyecto en el que el chef catalán, conocido en México por su trabajo en Sal y Dulce Artesanos y Sagardi, muele el trigo de la sierra oaxaqueña en molino de piedra.
Desde entonces, nuevas generaciones de panaderos buscan la manera de hacerse con sus propios molinos y siembras de cereales. ¿Será que esta delicada trazabilidad nos vuelva a duplicar el precio del pan?