La gula de Frédéric Bau está pensada y explicada y tiene libro propio, Gula razonada. El nombre original, Gourmandise raisonnée, es más preciso. No habla exactamente de gula, sino de algo que tiene muchos más matices. Ya se tradujo así, gula por gourmandise, en los papeles del señor Brillat-Savarin, pero la referencia a la gula nos lleva al atropello, el exceso y el desorden, y queda más bien lejos de las emociones de la comida. Tal vez el problema sea traducirlo todo en lugar de aceptar que hay palabras que no toleran el traslado de idioma, como sucedió con sommelier. Hace cuarenta años hubo algunos intentos bizarros para conseguir una expresión propia, traducidos en la invención de algunos grotescos palabros con los que pretendían dar carácter patrio al trabajo con el vino en el restaurante. Al final, se resolvió sin traumas: sumiller. En Italia tuvieron una revista rompedora y adelantada a su tiempo que se llamó La gola -en Madrid la ‘adaptamos’ para crear Gran Reserva-, pero más que referirse directamente al apetito desordenado la cabecera jugaba con la ambivalencia del término gola en italiano; significa tanto gula como garganta.
La Gula razonadaConozco el discurso de Frédéric. Le he presentado y escuchado en unos cuantos encuentros internacionales de pastelería celebrados en Latinoamérica, los últimos fueron los Pastry pre pandemia de Buenos Aires y Santiago, y esperaba bastante de lo que finalmente encontré en su nuevo libro. No me ha defraudado. Las primeras setenta páginas me dejan embobado; las leo de un tirón y se me antojan imprescindibles. Para los aspirantes a profesionales de cocina, para los jóvenes profesionales y para muchos que llevan toda la vida en esto, y para cocineros dulces y cocineros de sal, que no es lo mismo que cocineros salados. También para los aficionados que prefieren pensar en las consecuencias de lo que hacen en la cocina.
No se trata de hacer una nueva pastelería, aunque traza esa idea, ni de cambiar las fórmulas tradicionales, que las cambia, aunque sea para conservar su esencia y resaltar la naturaleza de sus ingredientes, ni de abrir caminos inexplorados. Solo propone entender lo que hacemos para mejorar la forma de hacerlo y, metidos en faena, comprender lo que obtenemos y lo que comemos. La base es simple y se muestra con preparaciones conocidas: la tarta de limón, el París-Brest, la crème brûlée y la tarta de vainilla infinita de Pierre Hermé, autor por cierto de uno de los dos prólogos; el otro es de Michel Guérard.
El discurso es claro. La pastelería creció necesitada del abuso de azúcares, grasas y alcohol. Son conservantes de primera línea y alargan la vida de las preparaciones en proporción directa al abuso que se hace de ellas. Al mismo tiempo, empastan los sabores y enmascaran la naturaleza de los ingredientes que deberían protagonizar la preparación: la vainilla, el limón, las frutas o los elementos básicos de algunas elaboraciones, como el bizcocho.
Una pastelería más ligera, más respetuosa con los sabores, más sana y también más sostenible: menos mantequilla, menos alcohol, menos azúcar y más productos de temporada. Se puede hacer tarta de fresas todo el año, pero transportando las fresas desde el otro lado del mundo, con la huella de carbono que genera en el camino. La cocina dulce también tiene que ser sostenible. El autor defiende que la pastelería antigua lo había extraviado y se propone recuperarlo. Para hacerlo, ofrece recetas, bizcochos y masas, texturas cremosas, complementos… adaptados a su propuesta razonada. Cambiarlo todo sin cambiar. Puro sentido común, el menos común de los sentidos. Es un discurso necesario, no importa donde estés ni en qué parte del restaurante te manejes. La cocina se nos ha llenado de máscaras, unas heredadas y otras sobrevenidas, y no veo mucho interés en tratar de entenderlas, paso previo para poder eliminarlas. Cada día se reflexiona menos sobre el origen, la naturaleza y las consecuencias de los gestos que se repiten en ella.
Cada tiradito que me sirven en Perú me hace pensar en ello (no es que en Perú los hagan peor; fuera ni me atrevo a probarlos). Reincidí la otra noche con uno de pejerreyes, pescados chicos del Pacífico que en crudo ofrecen carne firme y consistente y son tibieza y ternura cuando reciben calor, en el salón de en un representante de la nueva generación de cocina nikkei. Se adivinaban fresquísimos, por el color y la transparencia de la franja de lomo que dejaba ver la salsa que inundaba el plato. Ya saben, en el tiradito el pescado nunca viene solo; le acompaña un tsunami de sabores que se interpone entre el pescado y el comensal. ¿Dónde está el sabor del pejerrey? Da igual que tiradito sea pero es norma en el más popular, el de atún, en el que la textura y el sabor del atún acostumbran llegar sometidos bajo una marea de crema de ají amarillo. Estamos faltos de un cocinero que llegue a pensar que tanta salsa no es necesaria, que el atún llega ahora muy fresco y que la receta, nacida para ocultar los problemas de un pescado sospechoso, necesita ser revisada. Reducir picante, eliminar el glutamato monosódico agregado -la mordaza del cocinero sin alma-, aligerar las salsas, menguando su volumen… y exhibir el frescor del pescado.
La historia se repite con preparaciones que extienden su popularidad por todo el cono sur, como las conchitas (conchas, vieiras, ostiones) a la parmesana, los arroces con mariscos anegados en queso, o las inundaciones de limón para someter los mariscos. ¿Tan mala es la calidad de esos mariscos que necesitamos ocultar su sabor?. Las máscaras, necesarias en otro tiempo, pierden cualquier sentido cuando las cocinas latinoamericanas viven su primera relación con el pescado realmente fresco. Debería preocuparles respetar ese frescor del pescado, rendir homenaje a su escasez o al esfuerzo de su captura en lugar de ocultar su naturaleza con una crema densa, consistente e invasiva.
La misma idea se aplica a la invasión de tartares, tártaros o crudos que plagnn las cartas de los restaurantes, y que tantos cocineros medianos quieren obligarte a comer. Casi cada vez, me hacen recordar la mejor crítica que he leído nunca. La publicó el maestro Eduardo Haro Tecglen tras el estreno de una obra de teatro cuyo nombre no recuerdo. Después de la ficha habitual (teatro, autor, director, intérpretes…) solo escribió una frase: “Ayer se estrenó…… ¿para qué?”