Los Toldos es una localidad del noroeste de la provincia de Buenos Aires conocida por su tradición tambera. Inmigrantes holandeses trajeron la receta del queso gouda, lograron producirlo con calidad y sus descendientes lo siguieron produciendo hasta volverlo su principal emblema gastronómico. Lugar de nacimiento de Eva Duarte (Evita), también es una sociedad con valores inclusivos. A pocas cuadras de la plaza principal vive la mayor comunidad mapuche de la provincia, la tribu de Coliqueo. Y tienen La Blanqueada, una panadería fundada por un italiano en 1904 que hornea la galleta de campo, emblema del mundo rural. Un tesoro que todos van a buscar.
“El día que usemos premezcla, cerramos la pandería”, dice Luis Adamini (70 años), tercera generación de la familia al frente del establecimiento en que late el corazón de la identidad de este pueblo de calles amplias y arboladas. “El pan y el vino son bíblicos, no podemos cambiar, tenemos que mantener la tradición de hacer buen pan”, sostiene sy hermano Eduardo (73).

Ambos hermanos se criaron en la cuadra de la pandería, que aún se conserva en estado original. No hay secretos para ellos y defienden el trabajo manual del panadero en una época en que la tecnología eclipsa el oficio. “Ahora es fácil, sólo le agregas agua y ya tenes el pan que quieras”, dice Eduardo. Hace 53 años que ambos trabajan entre palas, moldes, sobadoras, amasadoras y bolsas de harina. “Tenés que sentirlo el oficio, si no no podés trabajar”, afirma Luis.
“En panadería tenes que amasar y darle tiempo a la masa; para hacer un buen pan se necesita respetar los tiempos”, argumenta Eduardo. Los Toldos es un pueblo que aún gira alrededor de la dinámica rural, pero las panaderías hacen pan con premezclas y hornos eléctricos. “No vemos pasión en el oficio, por eso seguimos haciendo pan como antes”, enarbola el mayor de los Adamini. La harina premezcla viene con aditivos, conservantes, levadura, y sal. Solo necesita del agregado de agua y una sola amasada, y ya está lista para hornear. La antípoda es La Blanqueada. El método clásico exige encender a las cuatro de la madrugada el horno de 119 años y terminar una faena que comenzó a las 16 horas de la tarde del día anterior.
Un clásico de Los Toldos
La vieja panadería es un clásico. Su mostrador y las estanterías tienen el encanto de aquello que no conoce modas ni necesita de tendencias. Madera y vidrios, elementos nobles. Nada se ha modificado. Las galletas, el pan y las facturas se muestran en canastas y bandejas. Un inspirador aroma a esencia y pan horneándose entibian el salón de ventas cuando el sol despierta en el horizonte.

“La galleta de campo es un ícono, es lo que más se vende”, dice Luis. Desconocida en las grandes ciudades por las nuevas generaciones, fue el pan que estuvo en la mesa familiar argentina por décadas, y dejó de producirse por los cambios de hábitos y la falta de tiempo. Se trata de una masa partida al medio con corteza dura y un interior aireado. Con menos humedad que el pan francés, la galleta de campo tuvo siempre una virtud que la posicionó, su durabilidad. “Mientras más vieja se pone, más rica”, dice Eduardo. Puede comerse hasta dos semanas después de salir del horno. Para los solitarios habitantes del campo, alejados de los centros urbanos, esta condición la vuelve un elemento imprescindible para acompañar carnes asados, guisos, dessayunos y mates.
“La gente de campo se aleja del pan, la galleta dura más”, sostiene Eduardo. Aunque las elijen por otra razón, el pan hecho en hornos moderno necesitan de mucha humedad, es decir, agua. Algunos sólo duran pocas horas y ya se vuelven duros, no tienen sabor ni crocancia. En la panadería de los Adamini, por cada 100 kilos de harina obtienen entre 110 y 120 kilos de pan. Haciendo premezcla, llegarían a 125 o 130. Esa diferencia separa dos maneras de ver el oficio.

“Nosotros nos criamos en la cuadra”, dicen; pasan más tiempo aquí que en sus casas. Su padre nació en una pieza al lado de la cuadra, y terminó sus días en el mismo lugar. “En la misma cama que nació, murió, siempre cerca del horno”, explica Eduardo.
Más de un siglo
La historia de La Blanqueada comienza a principios de siglo XX, con la llegada de Domenico Adamini a la Ciudad de Buenos Aires con 19 años. Traía conocimientos de panadería desde la región de la Lombardía, en Italia. “Todos los italianos en esa época crecían amasando”, explica Luis. Se afincó en la ciudad, pero pronto halló mejores horizontes. Aunque algo le llamó la atención: la galleta de campo, que era el pan más vendido en aquella Buenos Aires que tenía mucho de rural.
La aprendió a hacer y en 1904 llegó a Los Toldos y se instaló en un almacén que le compró a un español, llamado Espíritu Nuñez. Así nació esta panadería que aún tiene el horno caliente y nunca cerró sus puertas. Entonces Los Toldos era apenas un caserío y el horno se iluminaba con una lámpara de carburo.

Doménico tuvo un problema que solucionó a la medida de aquellos tiempos. No había molino en Los Toldos y debió hacer su propia molienda. En los primeros años no había amasadora mecánica, así que se amasaba a pie: los ayudantes de la cuadra se calzaban con bolsas de arpillera y se subían a la amasadora donde se hacia el amasijo. “Se hacía todo a mano, y a pie”, dice Luis. Eran tiempos de pioneros.
Eduardo cuenta que la leña llegaba en tren desde La Pampa. Usaban caldén. Un vagón por semana. Se quemaban 200 kilos por día; el horno nunca descansaba. “Los panaderos vivían acá”, afirma Eduardo. Lo hacían tanto el dueño con su familia y los trabajadores. Doménico tenía un segundo oficio como albañil. A cada empleado soltero le hacía una pieza y a los que tenían familia, una casa, en todos los casos, al lado de la panadería. “Le faltaba algo al tano”, dice su nieto Eduardo: las pastas. Para hacer pastas había que amasar. El pueblo crecía, vio la necesidad y el negocio y construyó una fábrica de pastas secas al lado de la panadería .

En la panadería llegaron a trabajar cuarenta empleados, más la familia Adamini. A mitad del siglo XX se amasaban 2400 kilos de harina por día, 700 eran destinados a la galleta de campo que siempre fue el producto que más se vendió. Las estancias compraban grandes cantidades, para alimentar a sus empleados durante varias semanas. Fue tal la demanda que debieron hacer un segundo horno para cubrir la producción de pan, las galletas y la pastelería. “No había levadura, se usaba una natural, lo que hoy es llamado masa madre”, dice Eduardo. Se hacía el día anterior y la dejaban descansar en cajones guardados en lugares frescos.
“Un empleado de la panadería podía mantener a toda una familia”, cuenta Luis, enviar a sus hijos a la escuela y luego a la universidad. “A la noche era el momento de mayor actividad”, cuenta Eduardo. Abrían sus puertas a las cuatro de la mañana. El trabajo rural comenzaba antes del amanecer y el hombre de campo pasaba el día con el mate y la galleta.
La torta negra
La pastelería tuvo siempre un lugar destacado. Las facturas (bollería dulce) que se hacían eran los sacramentos, medialunas y las tortas negras, un producto que podía compararse con la galleta de campo por su importancia en el gusto del pueblo. Es una masa circular cargada con azúcar negro que sigue vigente en los hábitos de Los Toldos y de muchos pueblos del interior de Argentina.
“Todavía seguimos haciendo facturas con grasa”, aclara Eduardo. En una época en que la harina tiene mala fama, los Adamini se plantan en la tradición y en el sabor original de productos que han cambiado por llevar menos azúcar y medio grasos. El tiempo no ha pasado en La Blanqueada y se nota en el aroma que impera en el salón. “No podemos perder las viejas recetas, no se pueden tirar a la basura casi 120 años de historia y una manera de trabajar”, señala su hermano.

Los Adamini pasan sus días en la panadería que cionstruyó su abuelo italiano. Como él, en las semanas previas a las fiestas de fin de año hacen el pan dulce, marcando una diferencia respecto a los que se venden en otras panaderías y en los supermercados: “lo seguimos haciendo con masa madre y respetamos la receta original que tiene más de un siglo”, dice Eduardo. En la época dorada se vendían más de 2000 por día; ahora el consumo ha bajado, pero no alcanzan a exhibir el pizarrón anunciando su presencia que antes del mediodía ya no tienen más. “La gente quiere seguir comiendo cosas con sabor”, explica Luis.
“Era una delicia desayunar con galletas calientes”, recuerda Rosa Lui, vecina de Los Toldos cliente de toda la vida. Cuando era niña e iba al campo de su prima. La familia se proveía de todos los insumos y pasaban a buscar galleta de campo antes de salir del pueblo. Ya en la vivienda rural, los mayores ordeñaban las vacas antes del amanecer, y su tía calentaba las galletas en la cocina a leña. “La untábamos con la nata de la leche recién ordeñada y la espolvoreábamos con azúcar. Era un manjar”.

En tiempos en los que cuesta cada vez más hallar aromas y sabores puros, La Blanqueada es un punto de encuentro para quienes no quieren perderlos. “Se crean vínculos de confianza mutua”, dice Lui. La gente del campo, las escuelas rurales, el poder pagar con plazos humanos y naturales, como cuando se cosecha, hacen de estos comercios territorios de humanidad. “El pan sigue siendo importante en la mesa hogareña además de ser un producto aún accesible. Es una costumbre muy arraigada”.