En la remodelada plaza de mercado de la Concordia de Bogotá, esa que fue fundada en 1933 y que es patrimonio histórico, cultural y arquitectónico de la ciudad, encuentro una variada oferta de frutas, hortalizas, verduras, cocinerías tradicionales, cafés de especialidad, chocolates, artesanías y plantas. Me gusta lo que veo, aunque me confunde un poco la nueva imagen del lugar, más parecido a los mercados europeos que a los coloridos, carnavalescos y ruidosos espacios colombianos.
Entre todos, llama mi atención un pequeño rincón con una llamativa vasija de arcilla. “¿Quiere probar el masato?”, me dice doña María, propietaria del lugar. Una mujer que lleva más de 20 años vendiendo masato y chicha (bebidas fermentadas a base de arroz y maíz), además de quesos y almojábanas, ese esponjoso amasijo tradicional elaborado con harina de maíz y queso.
Partió como vendedora ambulante en el barrio de La Candelaria, en las inmediaciones de la nueva Concordia, y en la reapertura del mercado tras su remodelación, el Instituto para la Economía Social (IPES) de Bogotá le concedió el local.

“Imagínese. Me dieron una tremenda oportunidad. Ha sido difícil eso sí, mucho. Pero María no se rinde”, me cuenta mientras me sirve un vaso de masato y una almojábana.
Es una bebida espesa y dulce. Resulta suave al beber y muestra un ligero toque avainillado. Pica un poco al final, pero es una sensación agradable. Según me explica María, ese picor es como popularmente llaman al grado de fermentación del masato. A más “picante” mayor tiempo de fermentación tuvo la bebida.
Para elaborarlo, María usa un kilo de arroz, 10 litros de agua, canela en astilla, un par de clavos de olor y un kilo de panela sin manteca. Esa particularidad hace que su masato sea de color blanco y no adquiera la nota típica amarronada de otras elaboraciones. Heredó la receta de su madre.
El día anterior a la preparación deja el arroz remojando en abundante agua. Al día siguiente lo escurre, lava y pone a hervir a fuego bajo y por mucho tiempo, junto a las astillas de canela y clavos de olor, removiendo constantemente para que no se pegue ni ahume.
“Cuando el arroz esté bien cocinado, bien blandito y suelto, hay que sacar la olla del fuego y dejar enfriar. Luego se cuela (con un cedazo), disolviendo el arroz con los dedos. Hay que frotarlo pacito (despacito) con la palma de la mano. Hay que sacar un caldo espeso pero suave”.
Una vez obtenido el caldo con la textura deseada, se le agrega la panela y se vierte a un mollo, la olla de barro tradicional tan común en la artesanía utilitaria del altiplano cundiboyacense, del que proviene María. El masato tarda en estar listo entre 8 y 15 días, depende del “picor” que se quiera conseguir.
Es común que sean mujeres las maestras elaboradoras del masato. Mientras los hombres iban al campo, las mujeres cocinaban y servían estas bebidas para alivianar la jornada de trabajo. María es una ventera, que es como popularmente llaman en Colombia a las mujeres que elaboran y sirven bebidas.
Se queja de la falta de valoración de estas prácticas ancestrales y denuncia que, como mujer campesina, ha sufrido dolores y discriminaciones. “Mucha gente, jóvenes también, discriminan, se burlan, no aprecian, y ya no se interesan por estas bebidas. Si seguimos así van a desaparecer”.
Se suma a su denuncia, la descarnada persecución que sufren los campesinos por parte de la autoridad sanitaria, que no entiende las prácticas culturales detrás de la elaboración artesanal de alimentos, destruyendo la tradición, y obligando a abandonar las recetas patrimoniales.
“Viera como me molestan por mis quesos y yogures; tampoco puedo servir mi masato desde la molla, sino que tengo que envasarlo en plástico. Todo lo que hago viene limpio, bien hecho, porque es todo natural, del campo”.
¿Cómo vamos a promover el masato, hacerlo llegar a las nuevas generaciones, si su práctica no se respeta, se prohíbe y coarta?
El proceso de elaboración del masato se ha transmitido a través de varias generaciones y debiera ser un símbolo de resistencia del legado ancestral indígena, que estamos llamados a proteger y querer. Las comunidades chibchas prehispánicas usaron los fermentos como bebidas principales en su dieta. Constituyen importantes puentes entre lo campesino y lo urbano.