“Probalo”, dice. “Fijate si está bien de sal”. Lo miro, dudo unos segundos, obedezco. Hundo una cucharita en esa mezcla rojiza, viscosa y oscura de sangre, grasa, cuero y carnes hervidas. La pruebo con cautela. El sabor es rico: hay clavo de olor, canela, pimienta negra, nuez moscada. Hay una acidez casi metálica. “Es el hierro”, me dice Guido Tassi, el cocinero detrás de los embutidos y la charcutería de Don Julio y de El Preferido, dos reconocidos restaurantes de Buenos Aires. Guido está radiante: son las diez de la mañana y estamos probando la sangre todavía cruda y tibia de la chancha que sacrificamos hace dos horas. Hoy es jueves, y acá, en un campo bonaerense, en el hemisferio sur de América, es pleno invierno. Hace un rato nomás, de madrugada, flotaban densos bancos de neblina que comenzaron a disiparse cuando salió el sol. El termómetro en la pared del cobertizo marca 5ºC. Con este frío no hay moscas ni otros insectos; la carne se mantiene en buen estado sin necesidad de una cámara frigorífica. Es el clima ideal para hacer una carneada.
Las carneadas son fiestas rurales, encuentros de tradición y costumbrismo que se reproducen en campos y chacras de todo el país: una vez al año, en los meses de invierno, las familias se juntan a sacrificar un animal. Casi siempre se trata de un cerdo, aunque a veces, en ocasiones particulares, para grandes celebraciones, casamientos o cumpleaños importantes, puede ser también un novillo. Siempre hay invitados, vecinos, amigos de las cercanías: son necesarias varias manos para sujetar al animal de sus patas y hocico antes de clavarle el cuchillo en el cuello. Esta ayuda es aún más importante para lo que viene después: dos o tres días de trabajo arduo reconvirtiendo al chancho, sus vísceras, su cabeza, su grasa y su cuero, sus garrones y la generosa carne en un catálogo de productos comestibles.

Algunos pensarán que este ritual es parte de un pasado en blanco y negro, una costumbre anclada en tiempos pasados y salvajes. Algo de eso hay: lo que supo ser común y extendido hace apenas 30 años, una herencia traída en los barcos transatlánticos de finales de siglo XIX por inmigrantes italianos, españoles, alemanes y más, de a poco se pierde en los caminos industriales de la modernidad. Pero es una pérdida lenta: en ese vasto interior argentino de casi tres millones de kilómetros cuadrados, las carneadas resisten; son menos, sí, pero obstinadas y orgullosas, tanto en grandes estancias como en pobres caseríos de pueblos anónimos. Conozco varias familias que cuidan su chancho por un año entero, lo alimentan, lo ven crecer. Niños que juegan con los chanchitos, los corretean por la chacra, los tratan como mascotas. Y una vez al año todos se reúnen para ser testigos de la matanza. No es un día más, sino una celebración. No hay dilemas morales: es lo que es y lo que fue. El chancho, ya muerto, desarmado en sus partes y reorganizado en chorizos, morcillas, futuros salames, bondiolas y lomitos salados, leber y queso de cabeza, se transforma así en el alimento que sostendrá a la familia por varios meses. Es también convite para amigos, posible venta de embutidos, obsequio para los que ayudaron en la carneada, motivo de orgullo para el charcutero de turno, excusa del vaso de vino.
«No podemos ser ingénuos»
Por eso estoy hoy aquí, en este campo en las afueras de Cardales, en la chacra de Federico Colleta, artista plástico amigo de Pablo y Guido, que les prestó su campo para realizar esta carneada. Por eso probé la sangre todavía cruda de lo que al final del día será una morcilla. Estoy invitado a una de las carneadas que desde hace un par de años (más allá de la pausa obligada por la pandemia) realizan cada invierno Don Julio y El Preferido como modo de recuperar una tradición rural. El encuentro tiene algo de nostalgia y de homenaje, pero más aún de apuesta ideológica, de manifiesto carnicero. No se hace para proveer a los restaurantes de carne: esto es apenas un símbolo, muy pequeño y artesanal, que no podría jamás satisfacer el enorme volumen de materia prima que requieren Don Julio y El Preferido. A mi alrededor está buena parte de los equipos de cocina de ambos restaurantes: cocineros jóvenes, la mayoría viviendo por primera vez en su vida una experiencia así. “En los restaurantes trabajamos todo el tiempo con carne. Ellos tienen que entender de dónde viene lo que usamos. Comprender que detrás hay un ser vivo, un animal al que estamos matando. No podemos ser ingenuos; solo enfrentando ese dilema vamos luego a cocinar esa carne con el respeto que merece. Solo así es posible entender realmente por qué es necesario aprovechar todo al máximo, sin desperdiciar nada. Si la carne se convierte en un producto de supermercado, en un prolijo paquete envasado al vacío, es fácil menospreciarlo”, dice Pablo Rivero, propietario de la parrilla Don Julio y socio junto a Guido Tassi de El Preferido.

La chancha grita y gruñe. Es una Duroc, una raza de alta calidad, que tiene buena infiltración de grasa en la carne, condición ideal para la charcutería. Una variedad porcina poco extendida en el país. La que está delante de mí pesa poco menos de 200 kilos, tiene el pelaje marrón, la cabeza chica, el cuerpo grueso y compacto. Cuando la atan se resiste, resopla enfurecida cuando la levantan y la acuestan en la mesa, se apaga despacio cuando la sangre empieza a salir a borbotones. A mi alrededor están todos en silencio, con las manos heladas, alguno tose y carraspea. No hay risas ni humor negro. Una vez que la chancha ya no respira, el clima cambia. Es como si hubiera un interruptor, de pronto los cocineros se distienden, se ponen en acción. En ese momento empieza el trabajo duro. En una pared, Guido anota con tiza cada uno de los pasos del día, etapas que se tachan a medida que se cumplen. Ya pasó el sacrificio: ahora viene la difícil parte de pelarla -se moja el pelo con agua hirviente pasándole el filo de un cuchillo al ras-, luego abrirla al medio con una sierra para quitar las tripas, más tarde será lavar esas tripas repletas de restos digeridos de maíz y frutos secos.
La jornada es larga
Guido tiene una obsesión que guiará las próximas 48 horas: aprovechar todo lo que se pueda del animal. “El recto va para el leber, los intestinos delgados para la morcilla, el estómago para el queso de chancho”. En una olla grande hierven las carnes más duras, la cabeza y orejas, los garrones, algunos trozos de cuero. La lengua, los sesos, los cachetes, las mollejas, las distintas grasas, cada trozo tiene su destino final. En una mesa arman las picadoras de carne, en otra la mise en place para cada receta, pesando especias, hidratando ajíes picantes y ahumados. En un tacho va el vino blanco con ajo, en otro el tinto. Lo que hace un rato fue escenario de una acción brutal se convierte ahora en una meticulosa cocina. Tal vez hagamos guanciale, tal vez lardo, dos chacinados de origen italiano que hoy están de moda en nichos gastronómicos de Argentina. Seguro chorizos frescos y salchicha parrillera para almorzar mañana mismo, cuando se sumarán a este grupo algunos cocineros, bodegueros y periodistas de Argentina, Chile, México y Brasil, entre otros.

En más pizarras improvisadas Guido anota las distintas recetas que van a elaborar, entre madurados, escalfados y salazones, técnicas distintas para conservar la carne. Los cocineros cortan, pican, embuten, pesan, controlan, prueban, cocinan. Hay momentos de risa, otros más tensos. Hay tiempos de espera y otros de actividad frenética. Al mediodía se juntan para un almuerzo junto al fuego con una copa de vino; a la tarde, habrá mate y tortas fritas. La jornada es larga: lo que comenzó a las 6 de la mañana culmina a las 10 de la noche, con un guiso de lentejas vegetariano, todos exhaustos sabiendo que al día siguiente hay que continuar, otra vez de madrugada.

Algunos se quedan a dormir en la estancia. Yo vuelvo a casa. Ya está oscuro, salgo por la ruta provincial 6 en dirección a Buenos Aires. No hay casi tránsito y una insignificante luna creciente ilumina apenas el camino. Cuando me acuesto me fuerzo a pensar por unos minutos en esa chancha, en sus gritos y su sufrimiento. ¿Comeré mañana la morcilla, esta vez cocinada, dulce y cremosa, sin sentir culpa? ¿Lo haré más consciente sobre lo que significa esa sangre envuelta en el intestino? ¿Podré disfrutar del leber, elaborado con el hígado fresco, al que se le sumaron especias, cebolla de verdeo frita en grasa y morillas de la Patagonia? ¿Sirvió estar ahí, como dijo Pablo? ¿O fue apenas un gesto de citadinos engreídos haciéndonos pasar por chacareros?
Sirvió
Más allá de una caída importante en el consumo que se viene verificando en la última década -en gran parte por aumentos en su precio- la Argentina es desde hace al menos 100 años el país que más carne vacuna consume en el planeta (discute ese podio con Uruguay). No sólo eso: con casi 110 kilos al año, el mix total de carnes consumidas -incluyendo bobina, porcina y aviar- posiciona al país dentro del top 5 global. Las carnes son columna vertebral de nuestra idiosincrasia, es alimento, historia e identidad. Pero no es el único camino posible: de manera simultánea, son cada vez más los argentinos que deciden correrse del promedio: en 2020 una encuesta encargada por la Unión Vegana Argentina a la consultora internacional Kantar Insights Division dio como resultado que un 12% de la población del país no come carne. Suena demasiado, pero es indudable que cada vez hay más personas reduciendo su consumo de carne, sumando cereales, hidratos, legumbres, verduras y frutas a la dieta habitual. Algunos lo hacen por economía, otros por tendencias de la llamada cocina saludable (que no siempre lo es), también por cuestiones éticas y ambientales. Son comunes las polémicas acaloradas sobre modos de producción animal, con sus granjas porcinas, sus galpones de pollo y los cada vez más numerosos feed lots de ganado vacuno. Lejos de ser un tema saldado, la carne en el país es parte de una discusión cotidiana y necesaria.

Estoy todavía acostado en mi cama, pensado en lo que sucedió durante el día. Y creo que sí, creo que sirvió. Si quiero comer carne -y sí, quiero- no puedo hacerme el distraído. Es un poco absurdo, pero en este instante, estoy convencido de que es lo mínimo que le debo a esa chancha. Tal vez no tenga mucho sentido, pero pensarlo me reconforta. Los argentinos somos grandes consumidores de carne, y aun así sabemos muy poco sobre su origen. Compramos en la carnicería desconociendo la raza de cada animal, la región de donde viene, cuál era su edad o peso, si comió pasto o alimento balanceado. Si vivió hacinado en un corral o caminó por campos abiertos. Hoy pude conocer todo esto. Nuestros padres y madres nos enseñaron que cada acción tiene consecuencias. Podemos borrar esas acciones, pero las consecuencias seguirán a la vista. Esto vale para una carneada y vale para la vida.