Tres mujeres en Itata

Recorremos la vida de jóvenes viñateras enamoradas del valle del Itata, tres miradas a un mismo problema o una misma oportunidad.

Mariana Martínez

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No fue hasta apenas hace una década que el Valle del Itata comenzó a ser mencionado en las etiquetas de los vinos de Chile. La entonces desconocida cepa cinsault prendió un foco de luz sobre esta zona, una de las regiones vitivinícolas más antiguas y únicas de Sudamérica, y a la vez, una de las más pobres de su propio país.  A más de 400 kilómetros al sur de Santiago, la belleza de sus suaves lomajes, viejos viñedos trabajados por manos campesinas y bodegas de barro, fue develando un patrimonio vitivinícola detenido en el tiempo. Junto al carácter diferenciador de las primeras variedades traídas desde Europa por misioneros españoles, alejados del modelo bordelés literalmente implantado desde los años 80, sus vinos volvían a tener el reconocimiento de antaño.

Daisy lo perdió todo en los incendios que solaron Itata.
Deysi Villagrán lo perdió todo en los incendios que asolaron Itata.

Los incendios forestales de este verano, prendieron una nueva señal, esta vez de alerta, sobre esta provincia de la región del Ñuble que suma cerca de 4.000 pequeños productores de uva. Muchos lo han pagado duro. Entre ellos, estas tres mujeres –Deysi Villagrán, Soledad Prado y Ana María Cumsille– cada una con una mirada diferente. Con ellas hacemos un viaje, narrado en primera persona, que ayuda a comprender esta historia de resiliencia, y soñar con un nuevo futuro después del incendio.

Nacida en Itata

Deysi Villagrán es fundadora de la viña Altos del Valle, con cuyos vinos ha ganado importantes premios locales. En los incendios del pasado verano en Itata, perdió su casa, el hostal, los viñedos, la bodega y los vinos. Le queda lo más importante.

Tres mujeres en Itata 1
Deysi Villagran, impulsora de Altos del Valle..

“Nací y me críe hasta los 18 años en la comuna de Portezuelo. Mi abuelo se dedicaba al tema vitivinícola, aunque siempre fue mal pagado. Lo completaba con otras actividades agrícolas, como frutas y trigo. Itata era un lugar de una pobreza absoluta; llegó la luz recién el año 2000. Nadie quería vivir aquí porque no había mayores oportunidades. El cambio fue para arrancar viñas y plantar forestales, había bonos con buena plata y era atractivo. Mi abuelo nunca plantó pinos porque adoraba las viñas; tenía 10 hectáreas de campo. Todo se quemó ahora. Su bodega estaba cerca de la casa. De niña yo estaba encantada con el vino, como era chica y flaquita, me tocaba limpiar por dentro los lagares de raulí”.

 

“Estudié en una escuela rural de Buenos Aires, en Portezuelo. Éramos unos 20 alumnos distribuidos en tres cursos. Luego fui al internado en Portezuelo de domingo a viernes, ahí éramos 1200 niños. Fue tan triste mi época escolar, que no quise seguir estudiando. Me fui a vivir a Santiago con mi mamá. Allá conocí a mi marido Daniel”.

 

“El abuelo murió en 2005 yo volví el año 2009; quisimos echarle una mano a mi abuela. Daniel me dijo que trabajáramos el tema de los vinos. Los tíos varones se casaron y se fueron, pero las tías siempre produjeron con las viñas que les tocó en la repartición, para los trabajadores y el trueque”.

 

“Los primeros años trabajamos el vino de uvas de moscatel: solo vendíamos pipeño o vino artesanal en formato de 5 litros. Lo entregábamos en una tienda en Santiago. Si acá se vendía a 2.000 pesos allá lo vendíamos al doble. El consumidor pagaba 9.000 pesos. Vimos que había una oportunidad. Empezamos a participar en ferias productivas rurales y a trabajar con la municipalidad. Ahí nos dimos cuenta que mucha gente preguntaba por vinos dulces, e innovamos con el moscatel late harvest. Luego nos pidieron tintos y rosados dulces. Hoy el 90% de la producción es de vinos dulces, que vendemos a un promedio de 5.000 pesos (5 dólares USA) la botella”.

 

“Nos quedamos con una viña de mi mamá, media hectárea de uva país, pasaron 20 años sin trabajarse. Empezamos a comprarles el vino base a los vecinos, con la misma ubicación: uva sana y sin productos químicos”.

 

“Tenemos apoyos del Estado por ser chicos: nos capacitan en costos y gastos. Poco a poco recibimos fondos regionales para comprar maquinaria y levantar una bodega sostenible. Ya no usábamos el martillo, el embudo ni la panty para poder embotellar. Tenemos un enólogo asesor”.

 

“Daniel me ha dado mucho empuje, ha creído más en mí que yo misma. Yo tengo un trauma al expresarme: mi abuelo me decía que no hablara. Cuando le servía, bien, y cuando no, no existía. Por eso trataba de pasar desapercibida. Hasta ahora, porque con los incendios he sido la vocera”.

 

“Si esto nos hubiera pasado al inicio hubiéramos cambiado hasta de rubro. Es una experiencia más, que además me da publicidad. Antes nadie me conocía. Estamos reinventándonos: ahora viene Altos del Valle 3.0. Por mientras, iremos a todas las ferias programadas, vamos a hacer los vinos de 2023 en otra bodega, apareció gente muy linda que nos han ofrecido su cosecha para poder trabajarla, gente de Portezuelo. Las viñas quemadas tardarán 4 años en recuperarse. Difícil que los incendios no vuelvan a pasar, no depende uno, uno planta árboles para sombra, hermosamiento del lugar y a la final los árboles terminan quemando las casas”.

Atada a Itata

Soledad Prado es arquitecta y cuarta generación de viñateros. Volvió al territorio después de tener otra profesión completamente diferente en la capital. Desde 2020 embotella los vinos nacidos de viñas antiguas de la familia. Desde fines del año pasado es presidenta de la recién formada Asociación de Enoturismo del Itata.

Ana María cumsillas ante una de sus cepas de 150 años.
Soledad Prado ante una de sus cepas de 150 años.

“Llegué con mi hermana Daniela porque tenemos un viñedo familiar en Portezuelo. Nos dimos cuenta que el rubro del vino a granel estaba decayendo, y como arquitecto vi un potencial en el patrimonio cultural del territorio. Mi proyecto era ponerlo en valor. Embotellar los vinos, recuperar el patrimonio biológico de las parras y hacer la gestión comercial para visibilizar y vender el producto. También activar el turismo, porque la arquitectura vinculada al paisaje es muy buena forma de dar conocer el patrimonio cultural. Sobre todo para poder reactivar un territorio deprimido económicamente. Mi primea intención fue esa, y por esas cosas de la vida, durante pandemia mi hermana se quedó en Santiago y yo en el campo, entonces me tocó hacer el vino y me encantó. Me encantó la viticultura y continuar con esta tradición”.

 

“Para mi proyecto fui buscando hitos en el territorio, que conformaran una ruta patrimonial. Finalmente encogí la escala y me enfoqué en nuestra comuna de Portezuelo. Fui distinguiendo lugares importantes, entre ellos Cucha Cucha, una hacienda jesuita donde los registros dicen que se plantaron las primeras cepas de Chile. Su antigua casona aún está en pie, en el sector de Confluencia, donde dio inicio a la guerra de Arauco entre españoles, criollos y las etnias nativas. Estamos hablando de la hacienda en la que se trabajó por primera vez el vino de forma industrial. Siempre se debate si el vino de Chile nació aquí, en Santiago o en la Serena; para mí, lo concluyente es que Itata fue el primer valle vitivinícola de Chile que produjo vino en volumen importante, y que lo exportó a Europa, desde comienzos de la colonia hasta entrado el siglo XIX. Luego empezó a decaer en la medida en que los valles de la zona central aumentaron su producción, y el mercado chileno empieza a preferir el vino de estilo bordelés. Así va dejando de lado este vino más artesanal, el llamado pipeño. Hasta 1800, la mayoría de los vinos que se consumían en Chile eran del Itata; era conocido como el vino de Chile”.

 

“El pipeño es vinificado en cubas de raulí, porque cuando llegaron los españoles no tenían roble europeo y decidieron usar la madera local. Luego viene el tema de las cepas, pueden ser país, moscatel, otros aceptan cinsault y carignan, que tienen una historia más corta en Chile. Lo curioso es que la historia tradicional dice que era un vino de buena calidad. Cuando aún se transportaban los vinos en pipas de madera -de ahí el nombre, pipeño-, era el vino que prefería la gente la ciudad como vino puro, porque llegaba directo de las bodegas. Eso cambió luego con el chimbombo, un formato de 5 litros al que hoy le ponen agua y sacarina, entre otras cosas”.

 

“Cuando mi bisabuelo compró la viña, el viñedo llevaba existiendo al menos 80 años. Calculamos que la bodega debe tener 150 años y también los cuarteles de viñas más antiguos. Mi abuelo sacó una gran parte de viñedos por ser viejos y poco productivos. Por suerte dejó La Regalona, que sigue produciendo muy bien: es una hectárea y media de país de 150 años, sobre una loma. Con ella hacemos nuestro vino País Aviador del Itata; aviador como mi padre, que fue piloto comercial”.

 

“A esas 3 hectáreas de viñas con más 150 años sumamos otras 3 más, registradas desde 1900. El resto de viñedos tiene en promedio 70 años. Hay uno que otro cuartel de 20 años, más ancho entre hileras, que plantó mi padre para que pudiera pasar maquinaria. En total son 30 hectáreas”.

 

“Mi hermano no se involucra. Creo que mi papá no se siente tan contento de trabajar con sus dos hijas. Está contento de la continuidad, que la viña se conozca y que estemos activando el enoturismo, y hemos contado con su apoyo. Aunque le cuesta soltar el mando e integrar innovación; lleva 70 vendimias en el cuerpo”.

 

“Mi abuelo, que era médico bacteriólogo con mención especial en levaduras, siempre quiso filtrar, aplicar bentonita, pero mi papá dijo que no quería aplicar nada: no filtrar ni aplicar productos. Ha sido una bonita lección, porque igual son vinos sanos, naturales. Sabemos que no hay un nicho tan grande para este tipo de vinos, pero definimos que era la identidad de los vinos del Itata, y que era una tradición que había que mantener. Luego hay otros cambios en las prácticas, porque se inicia la vendimia en Semana Santa, una costumbre vinculada con las fiestas religiosas, pero hay que ser prácticos, porque además hay cambio climático y el punto de cosecha ya no es el mismo que cien años atrás”.

 

“Seguimos vinificando en grandes fudres de raulí, otro de los grandes tesoros de las bodegas antiguas, que están muy bien conservadas. Ahí está la escuela de limpieza de mi abuelo. Hay cubas sobre los 100 años que son maderas limpias, porque hay mucho cuidado: se desocupan y lavan de inmediato, cosas que no se hacen en todos lados en el valle”.

 

“Mi abuela era demasiado empoderada, por eso empezó a hacer actividades agrícolas, manejaba tractores, y era muy activa en el desarrollo del campo. En un minuto el abuelo se puso a viajar y ella tomó las riendas. Sacamos nuestro vino Rosado Musas en honor a ella y las mujeres que trabajaron el campo y ha sido tan poco visibilizadas”.

 

“Los incendios han sido un tremendo un golpe para el enoturismo, que era incipiente. Estabas dando el primer salto de peldaño y te vuelven a botar. Hoy pienso que muchas veces para poder construir con bases sólidas hay que partir de cero, y tal vez es el momento de hablar con todos los protagonistas, y sentar las bases sólidas de cómo vamos a coexistir. Estamos los viñateros, las forestales, la agricultura campesina, las urbes… y para todos, los incendios forestales son el peligro principal. ¿Cómo vamos a coexistir de manera sabia?. Sabemos que las forestales no se van a ir, y que son un ingreso económico para la región, y el tema no es lo que se hace, sino cómo se hace. Cucha Cucha, que es de una forestal, tiene una línea de 150 metros de ancho alrededor. No están protegiendo su patrimonio con un cortafuegos de apenas 30 metros, como los demás. Es también multifactorial, cómo educamos a la gente. La gente debe ser capaz de fiscalizar y auto fiscalizarse, y las pequeñas forestales también”.

Enamorada de Itata

Ana María Cumsille estudió enología en Burdeos y por años se dedicó a vinificar variedades de origen francés en la zona central de Chile, hasta que llegó al Itata. Hoy produce aquí sus propios vinos. Con ellos, fue reconocida como una de las enólogas chilenas más destacadas durante 2022.

Ana María Cumsille
Ana María Cumsille posa ante una de sus viñas.

“Llegué al Valle del Itata porque me llamaron para trabajar en los vinos de la histórica Hacienda Cucha Cucha. Yo había dejado un año atrás la Viña Altaïr, de capital franco-chileno, en el Valle de Cachapoal y estaba buscando trabajo. Ya estaba haciendo mi propio vino, una garnacha, pero quería volver al trabajo del día a día en una bodega. La propuesta consistía además en asesorar a pequeños productores de la zona. Era un desafío nuevo, porque nunca había trabajado con las cepas país, cinsault y moscatel, sumado al tema de ayuda social. Me embarqué sin saber que Forestal Arauco, dueña de la hacienda, no era querida en el mundo del vino; lo entendí y lo supe sobrellevar. Me da vergüenza decirlo hoy, había recorrido importantes zonas vitícolas del mundo, pero nunca había ido hasta entonces al Valle del Itata”.

 

“Me costó un tiempo entender sus uvas y saber apreciarlas, sobre todo la cepa país. A medida que pasó el tiempo me fui encantando; me enamoré de la zona, de la gente, de sus vinos. Fue tanto que cuando se terminó el proyecto, hace tres años, decidí quedarme haciendo mis vinos. Partí con la cosecha 2020, con un país y cinsault; en 2021 sumé malbec y carignan”.

 

“Vivo en Santiago, compro las uvas en Itata y hago el vino en una bodega de terceros, dentro del mismo valle. Trabajo casi con los mismos productores que conocí desde el inicio, porque asesoraba a muchos e iba seleccionando. Los que embotellan, lo hacen desde hace 4 años, cuando partieron junto a Cucha a Cucha”.

 

“De las cosas que me gustó de su gente es que son cariñosos, esforzados, trabajadores y tienen estas maravillosas viñas centenarias. Nadie los conoce, porque no tienen los medios. Algunos solo venden sus uvas, usualmente a 150 pesos o menos, depende de precio del año. Yo les pago 400 pesos el kilo. Claramente es muy bueno venderme a mí la mayor cantidad. Sin ellos no podría hacer el trabajo que hago, por eso encontré bonito visualizarlos, poner sus nombres, fotos y una pequeña reseña en las etiquetas de mis vinos. Pienso que en la medida que a ellos les vaya bien, se hagan más conocidos, otros también pueden comprar sus uvas a mejor precio”.

 

“Mi filosofía ahora es seguir buscando que las variedades locales expresen este lugar, aunque sumé malbec y carignan que dan vinos más concentrados. Para eso, uso poca madera y extraigo poco en vinificación”.

 

“Al principio me daba pudor el precio de venta de mis vinos (18.000 pesos, cualquiera de los tintos) porque soy mala en eso. Cuando partí el proyecto, los vinos de país tenían los precios más bajos en general. La nueva mezcla blanca es cosecha 2018, pero la saqué ahora y va a ser más cara (30.000 pesos) porque ya tiene casi cinco años: estuvo con las pieles ocho meses y luego cuatro años en barricas, además hay muy poco y los entendidos me decían ¿cómo vas a venderla tan barato?”.

 

“Si miro Itata antes de los incendios de este verano, pienso que iba como avión. Todavía va. Yo no tengo dudas de que Itata sigue, es un problema más dentro del tiempo que ha pasado en el anonimato. Por suerte a ninguno de mis productores se le quemó el viñedo; algunos están bien ahumados, pero obviamente les voy a comprar la uva. Los que trabajamos allá tenemos que empezar a difundir que hay uva, y que hay técnicas para bajar la incidencia del humo. Las viñas grandes tienen esa tecnología, aunque los pequeños no usan nada para hacer el vino, se hace solo. Veo la oportunidad. Itata ya había salido al mundo unos años atrás para la gente que entiende de vinos, por sus viñedos centenarios y por su tremendo patrimonio vitivinícola. Eso ya se mostró: es el motor para que hagamos algo a largo plazo como nación, para cuidar este patrimonio vitivinícola”.

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