Mugaritz, la simbiosis

Cristina Alcalá

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«Albedo en cal, flor de la vida, brote negro, horas apiñadas, comunión de texturas, bocado robado, de expulsados y cartujos»… así inicia su parte sólida el restaurante Mugaritz, fusionada con una parte líquida que rompe todos los esquemas. Este año celebran su 20 aniversario.

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Una tabla de roble agujereada vaticina lo que sucederá durante las próximas horas. Un intenso olor se apodera de la mesa con mantel blanco impoluto y plato-escultura. Un roble que es un bosque entero. Por deformación profesional, me viene a la cabeza el olor a barrica, pero sólo es la impresión inicial. No nos dejemos llevar por lo evidente. Los sentidos están en alerta, ni se imaginan lo que les espera: una experiencia rompedora y reflexiva.

Acudí a Mugaritz tan solo una semana después de la apertura de su temporada 2018 y la sala ya estaba llena de luz. Silvia García coordina un joven equipo de 25 personas que son vértebras en movimiento. El cocinero Andoni Luis Aduriz  y el sumiller Guillermo Cruz (protagonista estas semanas de la sección Suponiendo la Sala) caminan por el agujero vertebral, que es la médula, el tejido nervioso que explora, impulsa e irradia energía al cuerpo Mugaritz.

 

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El menú de su aniversario rompe la inalterable línea roja entre cocina y vino, convirtiendo la sala en el espacio escénico de su representación. Todo forma parte de una unidad donde la elaboración culinaria es parte del vino y el vino es ingrediente del plato en un todo indivisible cuya base conceptual es el tiempo, la belleza de la fugacidad y las armonías de historias. Una apuesta arriesgada y valiente que derrota a la indiferencia.

La transgresión de Mugaritz es eléctrica, estimulante. Luz y reflexión. En una estupenda entrevista de Cristina Jolonch en La Vanguardia, Andoni decía de Mugaritz que “no es un espacio amable ni de certezas, es un espacio de búsquedas” y que su cocina “no se encuentra en el territorio de comodidad que a veces esperamos de un restaurante”. En ausencia de zonas de confort, Mugaritz se convierte en corrientes eléctricas desconcertantes, estímulos introspectivos. Aún recuerdo con nitidez mi primera experiencia en Mugaritz, en el año 2001, cuando estaban cultivando las primeras plantas aromáticas y en su menú presentaban platos como el foie a baja temperatura o el postre de posos de café. No soy experta en cocina ni me atrevería a hacer crítica sobre ello, pero Mugaritz, con su evolución-revolución durante dos décadas sigue emocionándome con su trasgresión. Maravillosa la perturbación del nuevo encuentro.

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Los platos van llegando como puntos luminosos a la mesa mientras los sentidos se revuelven ante la incertidumbre, el silencio y la visión de las composiciones sobre soportes variopintos. El paso de las horas sólo las marca el reloj cuando lo miro de reojo. En el menú de Mugaritz se suceden platos perfilados como una experiencia de intriga, sugerente, genuina y única. Texturas de fermentos, caviar, cordero, cebolla, guisantes, esponja de hongos…su orden está en el caos. En la sala, la experiencia es observar el baile de copas y platos entre las manos de los camareros con el mismo deleite que saborear cada elaboración. Pero, ¿el sabor es lo primero? Andoni insiste en que “el sabor no es lo primero en el marco de los sentidos. Pero yo he aprendido que el sexto sabor es el sabor de la historia”.

Como contador de historias y sensaciones, Guillermo Cruz aporta a Mugaritz un nuevo rumbo. Su trabajo es extraordinario. Ha convertido al vino en hilo conductor, explorándolo en el mismo nivel de la emoción culinaria. Fusiona parte líquida y sólida en una fina línea al filo de lo imposible donde el riesgo y la reflexión son cordura. No encuentro palabra que defina la labor de Guillermo, habría que inventar una nueva para expresarlo. Él no trabaja las armonías sino la simbiosis del gusto, olfato y tacto, el recuerdo y la emoción. Un viaje con todos los sentidos que uno mismo quiera explorar. Mugaritz, la simbiosis 3

La simbiosis

La fusión sólido-líquido es el planteamiento rompedor del menú que este año presenta Mugaritz. Guillermo rinde homenaje a los vinos de Jerez con un acercamiento cultural maravilloso, aportando una experiencia no solo inolvidable sino única como lo son los vinos que se degustan. Suave e impactante a la vez, como un sutil fogonazo, el Jerez Quina “tónico reconstituyente” de Pedro Domecq embotellado en los años 40, y con otras cuatro décadas de solera, con una yema de huevo y chocolate. La oportunidad de poder saborear la textura del misterioso velo flor creado y criado en Mugaritz con un foie liofilizado, es una vuelta de tuerca y de los sentidos donde el foie se convierte en la base a modo de pan y el velo se transforma en el ingrediente principal. Otra de las emociones del menú es la brillantez del jerez Tío Pancho Romano de González Byass 1728 con un exquisito jamón curado de tres monteras del año 2008 de Arturo Sánchez. Un vino del que solo tienen una botella y que es ejemplo de gran generosidad. Como dice Guillermo, “lo más bonito de servir vinos es compartirlos porque también forman parte de ti”. El punto de inflexión a modo de pausa en el menú es media cebolla con un Palo Cortado 1/8 de 60 años de Bodegas Alonso, pura explosión balsámica que atraviesa el cuerpo y lo purifica. Y para recuperarte de la pausa, un Niepoort Vintage 2007 servido con pipeta desde una pequeña pipa histórica traída desde el Douro con un tartar y un crujiente de cordero, una mirada renovada a la versatilidad del oporto.

Yema de hueco con chocolate
Yema de hueco con chocolate

La experiencia en Mugaritz es una exposición de equilibrio emocional y gustativo sin frivolidad, pequeños relatos históricos del vino profundizando en las raíces de la historia gustativa y de los alimentos. Así, origen e historia podría ser el resumen de la cata vertical de cuatro décadas de Château d´ Yquem 1970, 1986, 1990, 2001 y 2011, con un plato cuya base es el caviar y el calostro, dulce y salado, lo crudo y lo cocido, una simbiosis del imaginario desarrollado a base de mitos como elementos cocinados en nuestra memoria. Un detalle al respecto, el plato donde se sirve es de vidrio fundido hecho a partir de botellas de la I Guerra Mundial pertenecientes a la bodega francesa, los únicos años en los que el cristal era oscuro y no transparente, como marca la tradición de la casa de Sauternes. Platos que rememoran un pasado para dibujar un presente. Otra experiencia embaucadora son los cuatro diferentes Riesling de 1988, 1999, 2003 y 2015  con un intenso plato de guisantes lágrima diseñado en colaboración con François Chartier, planteado como un homenaje a la uva blanca y a la gastronomía. Los tres maravillosos sakes con diferentes fermentaciones acompañando a un delicado plato de merluza, es una apuesta deliciosa y perfecta en equilibrio. Un hongo fermentado y liofilizado servido sobre piedra volcánica acompaña a un muy personal y afilado vino tinto tinerfeño, Ignios Orígenes, elaborado con la variedad Baboso Negro. Una metáfora de la importancia de los suelos, tanto en producto como en los vinos. El fino Tío Pepe de González Byass de 1969, el blanco Marqués de Murrieta de 1985 con un plato intenso en aromas y astringente al paladar o los pimientos rellenos de semillas de lino con La Tâche GC 2012 forman parte de otros momentos de deleite gustativo.

Todos los platos son un feliz atrevimiento avalado por el discurso bien construido, personalidad y deseo de mostrar de Guillermo Cruz. Innovación con honestidad y humildad que hacen crujir los cimientos de las armonías. Una experiencia donde se cumple lo que para Proust era el olfato y el gusto: el sentido de la profundidad e interioridad, el afecto y el deseo y la memoria involuntaria como mezcla de recuerdo y olvido que liberan las sensaciones que perduran en el tiempo.

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El largo menú, donde se prueban 24 tipos de vinos, no pierde en ningún momento intensidad ni emoción. Una degustación de imposibles porque, en definitiva, se está bebiendo historia de vinos que ya no existen ni existirán. La intención de Guillermo también es “democratizar el vino dando la opción a probar algunos que por carta no todos podrían beber debido a su precio”. Como símil de la cocina de mercado, el sumiller trabaja con la idea del vino de mercado, producciones muy limitadas que se sirven hasta que se agotan. Así, la mesa se convierte en una sesión mágica y un viaje en el tiempo para el disfrute. El vino equilibra el discurso, aviva el misterio y la magia en una auténtica fusión gastronómica que hace converger estilos divergentes. Ha conseguido, con innovación, valentía y devoción a las historias personales de cada elaborador de vinos, avanzar en un camino hacia la reflexión y la experimentación. Cocina y vino en simbiosis creativa.

En Mugaritz, las únicas fronteras son los robles.

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