Como no podría ser de otra forma, el mundo del vino también sufre una adaptación, evolución o incluso revolución, pero también está sujeto a las modas.

Si echamos la vista atrás recordamos el enorme auge que tuvieron los vinos elaborados con variedades foráneas. Eso sí, nobles: cabernet sauvignon, chardonnay, merlot, pinot noir, sauvignon blanc, riesling, syrah, etc… Sobre todo en zonas con desdibujados perfiles vitivinícolas históricos, como Somontano, Navarra, Penedès o Extremadura, entre otros, y que hoy en día todavía mantienen cierto rebufo comercial.
A caballo llegó también la moda, impulsada por el gusto personal de míster Parker, de los vinos robustos y densos, potentes e intensos, -algunos a precios desorbitados-, en los que se sacrificó la elegancia y la fineza a favor de la estructura y la rotundidad. La moda de estos vinos con la máxima extracción de sus componentes fue, en líneas generales, un verdadero desastre, ya que perdía todo tipo de identidad, y el consumidor era incapaz de poder diferenciar con claridad un merlot del Somontano de una bobal de Alicante o un mencía del Bierzo. Se vendieron porque la demanda de moda manda, pero muchos vinos, demasiados, eclipsaban la huella de su tipicidad, de su variedad, incluso el propio estilo de su Denominación de Origen. Muchos estaban llenos de defectos, y fueron muy pocos los que supieron conjugar potencia con elegancia y finura. Fue la época en que elaboradores y comunicadores se afanaron en acuñar nuevos vocablos para intentar abrillantar y encasillar estos nuevos vinos: de garaje, de pago o microvino, de alta expresión, de autor, de boutique, de alta costura, etc. Pero, de hecho, la línea que dividía estos términos era tan delgada que no encerraba conceptos excluyentes, sino que todos incidían en ese carácter único, limitado, escaso y excepcional.
No hay duda de que algunos de esos términos y vinos fueron originales, incluso innovadores y personales, donde la imaginación y la inquietud del elaborador intentó solaparse con la subjetividad del consumidor en su punto más diferencial. No obstante, esa moda llena de subjetividad emocional dio paso a otros conceptos más evidentes o inteligibles, como los ecovinos o los ecológicos, los biodinámicos y más recientemente los naturales, donde todos tienen algo en común y todos abren hoy en día nuevos mercados de consumo, sin olvidar los renovados y los supramicrovinos procedentes de zonas vitivinícolas emergentes, sean del color que sean.
Estos nuevos vinos se elaboran ya en numerosas zonas vitivinícolas de nuestro país, y todo indica que esta moda actual es la vuelta atrás, el volver la mirada a la propia tierra, a la que cultivó el abuelo, a cuidar el viñedo autóctono, a rescatar las uvas de siempre, a elaborar menos cantidad, a restringir el uso de la madera, a fermentar con levaduras salvajes, a trabajar casi sin aditivos químicos y en depósitos de cemento y tinajas de arcilla con el fin de conseguir vinos más puros, directos, con otra calidad y otras cualidades. Pero lo más importante es que buena parte de esta nueva encrucijada vitivinícola que se vive hoy en día se apoya el famoso “terroir”, que por fin lo entendemos y toma protagonismo. Pero cuidado, el terroir no es el sabor a tierra o las características terrosas de un vino. El terroir, término de origen francés que podría traducirse como “terruño” –que no es lo mismo que territorio-, es un espacio concreto con una influencia de varios factores como el clima en toda su amplitud, la situación, el tipo de suelo, la fauna y la flora, además de la variedad y la intervención del viticultor que permite lograr un producto concreto e identificable. Hay suficientes razones objetivas para que el terruño influya en los vinos. De hecho, los monjes del Císter llegaban a probar la tierra antes de plantar un viñedo. Estos vinos no hablan sólo de una tipicidad varietal, ni tampoco regional, ni de una forma ortodoxa de elaboración, sino de una tipicidad de terroir como un fiel reflejo de la tierra en la que nace el vino.
Quizás el futuro de los vinos del mundo dependa, en buena manera, de encontrar el equilibro entre varios factores: la influencia del terruño, la importancia de la variedad y del clima o los métodos de cultivo y elaboración, pero sólo los heterodoxos seguirán pensando, en sufrida minoría, que el valor de un vino tiene sobre todo una dimensión cultural, donde historia y clima, milagro y arte, suelo y aire, biología y gusto, van más allá de toda formulación excluyente.