Ahora que la fusión japomediterránea, esto es la mezcla de técnicas y presentaciones japoneses con ingredientes y recetas mediterráneos, fundamentalmente españoles, triunfa a lo largo y ancho del país, sus practicantes son bendecidos con regularidad por la Guía Michelin y parece que lleva con nosotros toda la vida, es buen momento para reivindicar la figura del veterano sushiman pionero que la ‘inventó’ a principios del siglo XX, el madrileño Ricardo Sanz, cuando abrió en la zona de Tetuán el restaurante Kabuki, donde se atrevía a transgredir el clasicismo nipón con elaboraciones como el nigiri que versionaba con ventresca de atún el pá amb tumaquet con jamón o el nigiri de lubina a la bilbaína. Por supuesto, bien de ajito.
Fue tal el éxito que Kabuki se mudó en 2007 a un hotel de lujo, el Wellington, para convertirse en Kabuki Wellington. Este traslado no sólo no significó el cierre de la casa fundacional, que permaneció abierta, sino que fue el pistoletazo de salida a la expansión del grupo, que abrió sucursales en Tenerife y en la Costa del Sol.
Pero, a finales de 2021, prácticamente coincidiendo con los 20 años de vida del grupo, algo se rompió entre Ricardo Sanz y su socio desde los inicios, José Antonio Aparicio, y Kabuki se partió en dos. Por un lado, Aparicio mantuvo el nombre y la propiedad del local fundacional y, por otro, nació el grupo Ricardo Sanz, que incluye el restaurante del Wellington y el de Tenerife. Así que lo que antes era Kabuki Wellington es, desde hace un año, Ricardo Sanz Wellington.
En una reciente visita otoñal, hemos tenido la oportunidad de comprobar que, a la hora de la verdad, ese nuevo nombre ha sido lo único que ha cambiado en el restaurante. Empezando por el escenario, que sigue siendo ese amplio y confortable comedor minimalista de dos alturas con suelo de alabastro negro, paredes de mármol de Carrara y barra de Corian tras la que puede sentarse media docena de afortunados para apreciar de primera mano la destreza de Ricardo y su equipo, los hermanos japoargentinos Agustín y Esteban Murata, en el manejo de los cuchillos en el sushibar. Y terminando por el concepto gastronómico que, hoy como ayer, juega con la tradición japonesa para, desde el máximo respeto, subvertirla y enriquecer la materia prima prémium que se maneja con ingredientes mediterráneos de temporada y darle un punto tan divertido como iconoclasta.

Aunque se puede pedir a la carta o incluso hay un menú degustación, la mejor manera de disfrutar al máximo de la visita a Ricardo Sanz Wellington es ponerse en manos del itamae madrileño. Y, a menos que se vaya, como popularmente se dice, a calzón quitado, no está de más consensuar previamente el presupuesto que se desea invertir en el ágape.
El multiaperitivo ya es toda una declaración de intenciones: croqueta de atún, vieira con miso y yuzu, tataki de atún en marmitako de mojo, berberechos XXXL al vapor de sake. No queda nada claro si es España pasada por el tamiz de Japón o Japón pasado por el tamiz de España, pero el caso es que todos funcionan muy bien, especialmente ese atún del que apetecería comerse un plato entero.
Después de este alarde de fusión, llega el momento de demostrar que aquí se domina a la perfección la tradición nipona pura y dura con el sashimi de besugo servido sobre la propia carcasa del pescado y acompañado con una salsa ponzu a base de cítricos, soja y vinagre de arroz. ¿Hemos dicho tradición pura y dura? Pues va a ser que no del todo, porque los minitorreznos de la piel picada del besugo recuerdan más a la Plaza Mayor que a Shibuya…

Después de un muy otoñal usuzukuri de pez limón, amanita y bilbaína que remite a los primeros tiempos de Kabuki, Sanz plantea un juego sumamente ilustrativo, comparar un sashimi de toro (ventresca de atún) y uno de wagyu de Kagoshima, tuneados, faltaría más, con unos níscalos confitados. El resultado del combate es exactamente el mismo que uno se imagina nada más ver el plato: el pescado, rebosante de umami, derrota por goleada al sobrevalorado buey.
Para cerrar la parte de entrantes y antes de dar paso a lo nigiris, un huevo frito al ajillo con patatas y langostinos tigre fritos, que se comen enteros, incluida la cabeza. Quizá sea el plato menos redondo de todos, porque apenas dos bocados son más que suficientes para que resulte un tanto cansino. Y menos mal que tiene un puntito picante gracias al añadido de ese chile de siete sabores que es el shichimi togarashi…
Y llega, por fin, el momento de los nigiris, preparados con arroz del Delta del Ebro, suelto y con mordida como mandan los cánones, que van desfilando ante el comensal hasta que este saca bandera blanca. La intensidad de sabor y la osadía son las principales características de combinaciones tan inesperadas como cigala con mantequilla de foie; concha fina con shichimi fresco; ostra con tuétano; pez limón con hierbabuena y caviar de limón (que juega a ser un mojito); lubina con bilbaína de chipotle (que no falte un guiño a México); salmón sopleteado con kimuchi y lima (aquí el guiño es a Corea) o toro con hoja de wasabi. Y, como todo en la vida no va a ser pescado, para rematar, huevo de codorniz con lardo y steak tartar sobre arroz frito en mantequilla.

Si después de todo esto queda un pequeño hueco, o se siente la imperiosa necesidad (cien por cien española, cero japonesa, en esto sí que no hay fusión) de acabar con algo dulce, nada mejor que el sutil y muy ligero mochi de pistacho con madroño, en el que la especial y gomosa textura de esta golosina nos retrotrae a un paseo entre los ciervos sagrados que habitan los bosques de la Ciudad Imperial de Nara.
Servicio, comandado desde hace muchos años por Francisco Cantos, impecable y excepcional bodega, en la que tienen una presencia destacada los espumosos y los sakes, que son los vinos que mejor combinan con la cocina japonesa. Ahora bien, si el chef le puede poner ajos o setas a un nigiri de pescado crudo, el comensal también puede transgredir y acompañar la comida con uno de los grandes tintos de que dispone el restaurante. Y nadie le va a mirar mal por eso, faltaría más.