Se le atribuye a Plinio el Viejo ( s. I) la frase que reza: “No hay nada más útil para la salud que la sal y el sol”. Si pudiéramos recorrer a vista de pájaro el contorno de las costas murcianas -258 kilómetros- encontraríamos los hitos que jalonan la historia del producto icónico por excelencia de la gastronomía regional contemporánea: las salazones.
En el norte, en el límite con la comunidad valenciana, se encuentran las Salinas de San Pedro del Pinatar, que ofrecen la base de un sistema de conservación de alimentos que se ha acabado elevando a categoría de técnica gastronómica, la sal. Un poco más al sur se ubica la Encañizada, un sistema centenario de pesca pasiva introducida por los árabes consistente en un laberinto de cañas ubicado en la vía natural de intercambio de aguas entre el mar Menor y el Mediterráneo. Los mújoles, las doradas, las lubinas se ven atraídas por la diferencia de temperatura de ambas aguas y se lanzan contracorriente… para acabar en la trampa, de donde son extraídos.
En la zona central de la costa, una ingente cantidad de vestigios arqueológicos hablan de las factorías fenicias y romanas que surtieron de salazones y garum a los diferentes ocupantes de la Península. De ellos, Cartagena -la fenicia Cartago Nova- y la romana Portmán, -‘Portus Magnus’-, de donde partían hacia la capital del imperio miles de toneladas de estas delicias fueron centros neurálgicos de esta industria. Por fin, al sureste, junto a la bahía de Mazarrón, la única almadraba queda funcionando en el Mediterráneo. Aquí, grandes atunes pero también mújoles y otras especies son capturados ‘al cerco’.

Con toda probabilidad la salazón de pescado se remonta a la Edad de Bronce donde ya se comercializaba la sal para utilizarla en la conservación de alimentos. Pero serían los fenicios, hace 2.500 años, los que crearían las primeras factorías para comercializar este apreciado producto, si bien fueron los romanos los que los que impulsarían esta industria.
2.500 años más tarde no hay barra o restaurante en la Región de Murcia donde no se ofrezca algún tipo de salazón, especialmente a la hora del aperitivo. Finas lonchas de mojama de atún y hueva de diferentes especies acompañadas por almendras marconas fritas -maridaje, por cierto, utilitario, no solo gastronómico, ya que la hueva tiende a pegarse en los dientes y el fruto seco contribuye a su limpieza- o carne de bonito semicurada para acompañar una ensalada de tomates y tápenas (alcaparras) y tallos (de la misma planta) encurtidos. Un bonito que sigue secándose abierto gracias a unas cañas en cruz, como se hizo siempre.

Pero, aclaremos las cosas. La mojama se elabora a partir de la carne del atún que las empresas salazoneras -generalmente de origen familiar y la mayoría, pequeñas y medianas empresas artesanales- obtienen de los ejemplares enteros. Tras proceder al ‘ronqueo’ o despiece separan los diferentes cortes como el solomillo, el tarantelo o la ventresca. Los lomos, la parte más noble, se destina a elaborar la mojama, o ‘el jamón de mar’ . Por cierto su nombre procede del árabe ‘mussama’ que significa ‘encerado’, ‘hecho cera’, aludiendo a su aspecto, ambarino y brillante. Estos lomos se salan (18-36 horas), se lavan, se secan, se prensan y se envasan. Naturalmente, aquí hay un amplio espectro de variedades. El ‘ibérico’ del mar sería la mojama elaborada a partir del atún rojo salvaje de almadraba y, a partir de ahí, diferentes calidades dependiendo de la parte del lomo utilizado y de si se trata de atún rojo o de atún de aleta amarilla, que es la más común.
El otro miembro de esta maravillosa dupla es la hueva. Que no las huevas, ojo. Otro bocado exquisito que no es sino los ovarios encerrados en la bolsa oval de los peces hembra sometidos a un proceso de salazón. De sabor más delicado que la mojama y textura más blanda, ya eran consumidas por los egipcios, especialmente las de mújol. Como en Murcia. Porque el mújol es el pescado murciano por excelencia. Despreciado en otras zonas, la hueva obtenida de los mújoles del Mar Menor es la más apreciada por su salinidad intrínseca y su elevado contenido graso. Aunque en barras y terrazas son también habituales las huevas de maruca, de melva y de atún.

En los establecimientos de corte más tradicional se sirven las salazones acompañadas por habas crudas -dentro de su vaina- en uno de los espectáculos típicos más singulares de esta zona. Gracias a su intenso sabor, estas salazones se emplean también como condimento o sazonador para ensaladas, snacks o platos de pasta, entre otras elaboraciones. Especialidades que en algunos casos han obtenido prestigiosos premios internacionales como la medalla de oro de los Superior Taste Awards.
Pero la verdadera evolución de estos productos ha venido de manos de los chefs creativos que desde hace tiempo han empezado a jugar con los distintos grados de salazón y alterando los ancestrales procedimientos. Rodi Fernández (Taúlla) envuelve las piezas de atún en una venda –“ la idea me la dio una novia que tuve, que era enfermera”- antes de enterrarla en una mezcla de sal y pimentón. Pablo González (Cabaña Buenavista , 2 estrellas Michelin) somete a las huevas a periodos muy cortos en contacto con la sal hasta lograr una textura cremosa, perfectamente untable. David López (Local de Ensayo) sirve una cremosa hueva, asada al horno enterrada en sal y envuelta en una costra crujiente de almendra, logrando una especie de bombón o coulant marino delicioso; o unas quisquillas de Águilas curadas en sal 10 minutos. Y Nazario Cano (Odiseo, 1 estrella Michelin), llegó al extremo de someter a las piezas de pescado a una atmósfera salina lograda a partir de pequeños peces y sus interiores salados en un recipiente hermético sin que la pieza -suspendida a media altura- tocara en ningún momento la sal.
Hace 2.000 años Plinio el Viejo escribió sobre las salazones y sus salsas del sudeste de Hispania, y apuntó en su ‘Historia Natural’: “Actualmente el garum mejor se obtiene del pez escombro [caballa] en las pescaderías de Carthago Spartaria. Se le conoce con el nombre de sociorum (…). A excepción de los ungüentos, no hay licor alguno que se pague tan caro, dando su nobleza a los lugares de donde viene». Pero la del Garum es otra apasionante -y salada- historia.