José ‘Kobos’ Cortés ha sabido generar expectativas como pocos. Primero en el sótano de Matritum, en el barrio madrileño de La Latina, y después en su clandestino ático. Su manejo de la cocina nipona, especialmente de los nigiris, enamoró a una clientela que ahora abraza la apertura de Ebisu by Kobos, un verdadero viaje a Japón.
Consagrado como uno de los mejores itamae de Madrid, Kobos dedica su atención a nueve comensales en una barra en la que sólo se puede degustar un menú omakase (basado en la confianza que el cliente deposita en el cocinero) con el que da de comer el mejor producto que encuentra a diario y siempre con la intención de trasladarle a la mejor experiencia japonesa.

Este madrileño de 33 años es un cocinero autodidacta -su vocación eran las bellas artes y ahora presume de hacer «pequeños dibujos comestibles»- que pasó por La Gastroteca de Santiago (Madrid) o BonAmb** (Alicante) antes de que un cambio imprevisto en un plan de vacaciones le llevara a trabajar en Japón.
Se espanta al recordar ese «horrendo restaurante español» gestionado por nipones en los que se servía «paella con calamares fritos encima» entre otras barbaridades, pero se enamoró de la cocina del país. «Flipé».
Tanto que en su regreso a España trabajó y vendió su coche sólo para conseguir los ingresos que le permitieran volver a Japón para aprender su cocina.
Una vez allí, cambió todo. «Comí el mejor sushi de mi vida, por 350 euros sin bebida, y me ofrecí a trabajar gratis en el local». Fue en Ebisu Endo (Shibuya, Tokio), donde ejerce su sensei (maestro), Norihito Endo, quien un mes después le contrató.
Allí aprendió todo lo que hoy condensa en su nuevo Ebisu by Kobos, acompañado siempre con la música de su tío, el guitarrista Gerardo Núñez. Japón y flamenco, qué bien funcionan.
Al restaurante hay que acudir en dos turnos (14:30 y 20:30h) y en cada uno de ellos estará Kobos al frente de la barra para hacer disfrutar. Desde el arranque, con unos karasumi soba (fideos de alforfón con huevas de mujol), dashi con nabo y edamame o el pepino serpiente con salsa de sésamo tostado, una propuesta refrescante que además permite ver el dominio del itamae con el cuchillo.

Alguno ha sido regalo de su sensei y hay que afilarlos a diario. «No existiría el sushi sin estos cuchillos; son el último reducto de las katanas, por eso se les tiene tanto respeto», explica.
Son los aperitivos que le divierten como avance de un menú que arranca con una anguila (suministrada por Roset desde el Delta del Ebro ) inolvidable, crujiente y sedosa en su receta shirayaki (al vapor y a la parrilla). Escucharla crepitar bajo el cuchillo anticipa la emoción del bocado. El mismo pescado volverá al final del menú en forma de un nigiri excepcional.

La anguila es su producto favorito, aunque reconoce que no es fácil matarla, quitarle la baba y desangrarla. «Es un proceso lento que no está pagado, porque se trata de un producto muy delicado», relata.
Para los nigiris trabaja con arroz de la variedad koshihikari, del noroeste de Japón y juega con temperaturas y humedad en función del pescado que acompañe. Lo elabora en una arrocera de inducción japonesa de la que habla maravillas, nunca le añade azúcar y lo aliña con un vinagre japonés que asegura «no se puede probar en ningún otro restaurante en España». Sus aderezos a la salsa de soja también imprimen personalidad.

Su intención ha sido siempre «ser lo más parecido a lo que se puede comer en Japón». Y se trae de allí lo que puede, pero no renuncia a apostar por su barrio de La Latina, donde un pescatero le provee de sardinas o jureles.
El desfile de nigiris es impecable, como el rey con piel escaldada, un baño helado y envoltura en kombu; el de vieira con ralladura de lima, el de salmonete madurado o todo el juego con distintos despieces del atún madurado, al estilo de Tokyo.
Se combina con elaboraciones a la parrilla como la ya mencionada anguila o un tataki de melva sobresaliente. Los trabaja a la vista y utiliza carbón marabú cubano por su poder calorífico. El binchotán, de cuyo uso muchos presumen pero tiene un precio prohibitivo, sólo se sumerge en una jarra de agua local, que se ofrece gratis, por su poder purificador.
Casi al final del festival de nigiris aparece el sándwich de la mama 2.0, que sorprende tanto como agrada, porque en este homenaje al emparedado que le disputaban sus compañeros de colegio en el recreo hay amor y sabor en la pura sencillez de una combinación crujiente de queso y atún, adornada con una dosis de caviar osetra.

Una sopa de berberechos, almejas, miso rojo, jengibre y cebollino pone el final a la parte salada y un simple y refrescante raspado de hielo con higo, melocotón y leche condensada despide el menú.
De la parte líquida (120 euros el menú omakase, aunque se puede optar por la carta) se encarga Metodiyka Popova, sumiller de origen búlgaro y amplia trayectoria en España que apuesta por el momento por una carta «reducida pero dinámica» en la que caben champanes, sakes, jereces y vinos blancos nacionales e internacionales.
Sólo una advertencia: no se puede acudir al restaurante con perfume porque interfiere en la experiencia, algo que según Kobos supone una falta de respeto en Japón.