Tershan Selvarajart, panadero de Au levain des Pyrénées (París), ganó el 11 de mayo el Grand Prix de la mejor baguette de tradición francesa de la Ville de Paris, por encima de los otros 125 panes presentados. Obtuvo, además de 4.000€, la distinción de proveedor durante un año del palacio presidencial del Elíseo.
Ese concurso anual coincide, desde 1996, con la semana que del 13 al 26 de mayo celebra el pan, creada precisamente para darle ánimos a estos artesanos maltratados por la modernidad. Seis meses antes, la Unesco amparaba la baguette como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
A comienzos de junio, el omnipresente panadero Éric Kayser, creador de la prolífica Maison Kaiser e inventor de la masa madre líquida, inauguraba Baguett, “el primer córner dedicado a nuestra baguette nacional”, para “vivir una experiencia”, como se dice hoy. Su espacio está en Ernest, local de La Samaritaine, el mítico gran almacén parisino, transformado en eslabón del lujo por la multinacional LVMH.
No sé a usted, pero a mí, estos ¡vivan las tapas!, la croqueta de antaño, la mejor tortilla de España, auges bruscos de lo que se dice tradicional, me inquietan. Y como viejo vecino de París salgo a preguntar ¿quién ha visto pasar una baguette? ¡Ah! Era blanca. O sea que no: porque la blanca, la de la Unesco y de la mayoría de los franceses, es la antítesis de la llamada de tradition (tradición).
Especificación para viajeros distraídos: en Francia no es panadero quien quiere. Desde hace un cuarto de siglo sólo puede llamarse boulangerie (panadería), la tienda con obrador en la que se fabrica -no se descongela- el pan.
Tampoco todas las baguettes lo son. “La baguette blanca es un insulto al artesanado”, truena el catedrático de historia -tesis: la historia universal del pan- Steven L Kaplan, estadounidense de París, sabio sin discusión, de libros y de horno porque tiene el CAP, certificado de aptitud profesional en panadería. Para Kaplan, “solo la baguette de tradición reivindica el oficio”.
El que avisa no es traidor: en París, no pida une baguette, sino une baguette de tradition. Eso si, le costará entre 20 y 40 céntimos más.
Como en todo aquello que tiene mucho de instinto y sobre todo de mano -que por algo Francia tiene esa otra excepción cultural, el diploma de Mejor Obrero de Francia, para trabajadores manuales- las excepciones confirman la regla.
A un buen panadero, lo mismo le sale una baguette blanca riquísima. Y la baguette de tradition del panadero mediocre será, pues eso: mediocre. Además, probarla calentita y crujiente, como la prefieren los parisinos, tiene truco. Es como beber un champagne o un blanco muy fríos. La temperatura enmascara el sabor.
Pequeña historia de panes negros y blancos
Las penurias de la Primera Guerra Mundial provocaron el odio al pan negro y la santificación del pan blanco. Al mismo tiempo, el millón de muertos de las filas francesas despobló el panorama panaderil. Y a los nuevos panaderos, los tiempos que exigía la tradicional masa madre les resultaban excesivos.

Así nace el pan moderno: trabajo en directo, con levadura, menos penoso y más capaz de producir nuevos panes. Como esa flamante baguette, que la gente quiere caliente y crujiente dos o tres veces por día. En el horno de la panadería de barrio, como en la fábrica, los tiempos aceleran que es una barbaridad. Cada vez más levadura para reducir el tiempo de la primera fermentación, clave de aromas y sabores. Y para compensar gustativamente, cada vez más sal.
La Segunda Guerra también mata panaderos y encarece el trigo. Durante la década que sigue el pan francés será tan malo como bajo la Ocupación. Con sus dramas: en 1951, en Pont Saint-Esprit, el mal pan mata (5 a 7 víctimas) y produce daños psíquicos irreversibles a una cuarentena de personas.
A finales de esa década, una nueva técnica, el hiperamasado permite un pan súper blanco y más voluminoso. Tan bello como insípido. Un boom efímero, porque lo comprado por la vista defrauda en el paladar.
En los 1960 nace la panadería industrial. “Eso no puede triunfar en Francia”, murmuran los artesanos. Hoy, más del 40% de la producción es pan industrial.
¿El pan sería un tema demasiado serio para dejarlo en manos de los panaderos? Es lo que deciden, en los 1970-80, los molineros y harineros, con la política de la zanahoria y el látigo: marketing y ayuda con una mano y con la otra desprestigio del panadero.
Los artesanos, débiles por individualismo, se adhieren a las colectividades creadas por molineros. La primera tiene nombre astuto, Banette, que suena a baguette. Siguen Rétrodor (lo de retro es como invocar a la abuela: vende), Baguépi, Campaillette, Bagatelle…
El panadero se ata a un molinero. El resultado es una nueva estandarización del producto. Buena reacción oficial: el 13 de septiembre de 1993 un Décret Pain instaura el pan de tradición. El decreto prohíbe la congelación -lo que impide a la industria fabricar pan de tradition- y los aditivos; obligado retorno, en consecuencia, de una larga primera fermentación.
Hacia 2003 los mejores artesanos presentan su baguette de tradition como la anti baguette blanca, esa que muchos de ellos se niegan incluso a elaborar. El mencionado Kaplan, deslumbrado en su primer viaje a París en 1962 por el de Lionel Poîlane, trata de “cínico discurso de marketing” la demanda oficial del sindicato de panadero, a la Unesco para esa clasificación patrimonial que lograron. Porque “la baguette blanca es la negación misma del artesanado virtuoso”.
Claro que es duro ser panadero básico en el siglo XXI. Las primeras planas periodísticas se las reparten los neopanaderos (ex arquitectos o empresarios o abogados, que buscan un trabajo que dé sentido a sus vidas) y los también modernos panaderos campesinos, hijos de molineros y cerealeros, en muchos casos, que deciden llegar hasta el producto terminado, con esa medalla implícita del verde que te quiero verde.
Ambos grupos de influencia relegan a los 30.000 artesanos franceses, muchos en el horno desde sus 14 añitos, sin vocación inicial, ya desconcertados cuando vieron que la masa madre, hortera hace un siglo, se ponía de moda. Y encima, víctimas de la demonización del gluten, eje de su arte.
Golpe de gracia, con poca gracia: la invasión de Ucrania disparó el precio de la energía y el del trigo, pero los panaderos no pueden aumentar sus precios en consecuencia. En realidad, en Francia, el consumo de pan desciende constantemente desde 1900. También es verdad que simultáneamente aumentó el consumo de proteínas y la variedad alimentaria.
Y aunque a diferencia de hace medio siglo, la mayor parte de buenos restaurantes y bistrots de París cuidan el pan, y la prensa y las redes se hacen eco de harinas orgánicas, trigos del siglo XIX recuperados, larguísimas fermentaciones para mejores digestiones, la baguette blanca es mayoritariamente preferida que la de tradición.
En otras palabras, el buen pan solo sobrevive gracias a una minoría de aficionados. Y los artesanos, como no pueden estar en el horno y en la tienda, tampoco hacen pedagogía. Disfrute el presente, mañana todo puede ser peor todavía: una vez al tanto de que la baguette entronizada por la Unesco es la mala y, paradójicamente, la preferida de los franceses, que consumen anualmente más de 10.000 millones de baguettes, va la estocada ecológica. Para elaborar una baguette hacen falta 150 litros de agua.
“Con el agua gastada en la elaboración de 57 baguettes -calculaba el matutino Libération- se puede llenar una piscina”. Y eso, precisamente cuando en medio Francia prohíben llenar piscinas o lavar coches, debido a la sequía.
Dios da pan al que no tiene clientes.