Picanterías de Arequipa. La cocina popular convertida en seña de identidad

La cocina peruana tiene una de sus grandes señas de identidad en las Picanterías de Arequipa, declaradas Patrimonio Cutural de la Nación. Un modelo culinario sustentado en la mujer, como artífice única y del negocio, que estará presente en FeminAs, el Congreso de Gastronomía, mujeres y Cocina Rural, donde recibirán el Premio Guardianas de la Tradición.

Ignacio Medina

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Las torrejas de camarones de Zoila Villanueva son un plato sencillo. Una masa de harina y agua mezcladas con un poco de cebolla salteada y unas colas de camarón picadas bien finas, que se fríe en pequeñas porciones. También es uno de esos bocados que se quedan en la memoria; a veces por su propia naturaleza y otras por lo que significan. Me lo acaban de servir en Las Nieves, la picantería levantada por Zoila en Hunter, a unos quince minutos de Arequipa. El camarón es el centro del recetario tradicional de esta región andina, al sur del Perú. Una variedad de cangrejo de buen tamaño, caparazón bien armado y carne sabrosa, muy abundante en los ríos arequipeños.

 

Después llega una celada de camarones, que viene a ser una versión de la torreja, aunque más gruesa, con los camarones troceados grandes, primero frita y después guisada en salsa. Ambos platos guardan los sabores de la cocina de siempre. Son referencias del recetario con raíces, reconfortante y familiar que se administra en las picanterías, una institución que articula buena parte de la vida de Arequipa.

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Zoila Villanueva en su picantería, La Nieves.

Zoila abrió Las Nieves hace 34 años para buscarse la vida. Era como otros negocios del ramo; locales humildes, casi de fortuna. La picantera cocinaba en casa y servía donde podía. En el patio, el comedor familiar, la propia cocina o en el quicio de la puerta, junto a la calle. Su vida se asociaba a la venta de chicha de huiñapo, una bebida preparada fermentando una variedad local de maíz negro, germinado y luego secado; un maleado convencional.

 

Hoy, La Nieves es un local hecho y derecho, estructurado en torno a un patio amplio limpio y cuidado. Tatiana, la hija de Zoila, se encarga del resto. El suyo es un local próspero en un gremio que obtiene hoy un prestigio social que tradicionalmente le fue esquivo.

 

La picantería y las picanteras

La Nieves es una picantería de segunda generación, pero las hay de tres o más. En la Nueva Palomino se cumple la tercera. Nació como un espacio humilde legado de madres a hijas. Mónica Huerta encarna la tercera generación. Como su madre, no quería hacerse cargo del negocio y de la misma forma que ella acabó aceptando el legado familiar. Hoy, su picantería es una referencia.

 

El origen de las picanterías se repite allá donde vayas en Arequipa, sea la ciudad o la región misma. Antes de la pandemia había registrados unos ochenta negocios señalados con esta etiqueta distintiva y no hay noticias de bajas en el censo. Más de cuarenta integran la Sociedad Picantera de Arequipa. Todas nacieron como negocios humildes regentados únicamente por mujeres; los hombres, si los había, quedaban en la trasera. Eran locales de fortuna, abiertos en el patio, la cocina de la casa, el comedor familiar o en una mesa instalada en la vereda. Allí se iba a beber la chicha que cada Picantera preparaba a diario y se servía comida para acompañar el trago. Era un negocio para hombres regentado por mujeres, con todo lo que ello conlleva.

Su existencia es uno de los argumentos que han permitido conservar primero y poner en valor después el recetario tradicional arequipeña. La cocina local es la gran referencia entre las cocinas del Perú.

 

La chicha es su razón de ser, la cocina siempre en fuego de leña y el batán como seña de identidad. Es el otro emblema picantero; una gran piedra plana con una cavidad redondeada en el centro, sobre la que se muelen condimentos y salsas utilizando otra piedra redondeada de considerable tamaño, la mano, cuyo manejo exige pericia y paciencia. Los batanes, grandes y pesados, vivían con la picantería y cuando había que cambiarlos por el uso, se habría un hueco en el suelo a un costado suyo y se le dejaba caer en él. Luego quedaba enterrado.

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Maruja Ramos, protagonista en La Maruja.

Muchas de las picanterías actuales siguen siendo locales humildes, populares, como es el caso de La Maruja. Otras han prosperado con el tiempo hasta convertirse en comedores de referencia. Es el caso de La Nueva Palomino, instalada en pleno Yanahuara, céntrico barrio de Arequipa que acoge un buen número de negocios; La Capitana, regentada por José Díaz, el primer hombre picantero de la historia, La cau Cau de Zaida Villanueva, La Laurita…

 

Ritmos y pausas en la cocina arequipeña

La Nueva Palomino no ha dejado de crecer desde que se hizo cargo Mónica Huerta, nieta de la fundadora, Juana Palomino. No solo ha crecido en espacio, también lo hizo la cocina, tomando giros que muestran una propuesta evolucionada, de aires burgueses, tocada con un punto de refinamiento que marca diferencias. El guiso de chuño negro molido y el pato con almendras son dos prodigiosos ejemplos del efecto que tiene el paso del recetario popular por el filtro de la cocina burguesa. La popular zarza de lapas y la quinua batida también exigen atención.

 

Su chuño negro molido es uno de esos platos que definen la administración del tiempo en la cocina picantera. El chuño -variedad de papa deshidratada de forma natural siguiendo un antiguo sistema inca- debe molerse a mano hasta dejarlo tan fino como una harina; una tarea que exige esfuerzo y cadencia. A continuación se remoja durante un día entero, cambiando el agua de vez en cuando. Cuantas más veces se haga, mejor para el chuño, que perderá amargor en cada lavada, y para el guiso, que ganará suavidad. Antes de cambiar el agua se debe esperar a que la harina baje al fondo y forme una capa compacta. La cocina prefiere no entender de urgencias.

 

Luego llega el fuego, la carne, la papa… y una cocción pausada y perezosa que impulse el milagro de la transmutación del chuño en un bocado untuoso, suave, expresivo e inquietante. La primera vez que lo probé fue en La Nueva Palomino; cuando lo recuerdo se me encrespa la piel de los brazos. Un feliz descubrimiento. También un manejo ejemplar de los ritmos en la cocina de siempre. Lentitud, constancia, cadencia y pausas estratégicas dedicadas al reposo, no sé bien si rompiendo o reforzando el estricto compás que rige el movimiento en los pucheros.

 

La carta de La Nueva Palomino muestra esa cara culta e ilustrada de la cocina arequipeña que entronca por vía directa con el pasado señorial y más distinguido de la ciudad.  Eso y su constante puesta al día son su principal activo. Hay elaboraciones sencillamente estimulantes, como lo son la ocopa, que llega a ser prodigiosa; la panceta macerada en chicha de guiñapo, o los loros (la licca) con cau cau de huevera  de pescado.

 

El domingo, cerdo en adobo para desayunar

El adobo es otro milagro de la cocina arequipeña. Solo se prepara para el desayuno del domingo. Llegado ese día, las picanterías y muchos restaurantes, abren puertas. Las siete de la mañana para servir adobo. Las pizarras lo anuncian en la puerta del local y el público se apunta como si no hubiera un mañana. Se sirve hasta final de existencias y no suele llegar a las nueve. El menú es sencillo: adobo caldoso, pan de tres puntas poara espesar el caldo, jugo de papaya serrana y té. El adobo se prepara con cogote de cerdo, una pieza fibrosa que exige una cocción más prolongada; la necesitada por la cebolla para deshacerse en el puchero y redondear el guiso. A cambio, la fibra, la grasa y la gelatina del cogote proporcionan bocados sabrosos y jugosos.

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La chicha es la razón de ser de la cocina picantera. Foto: Manuel Zúñiga.

La picantería actual superó los umbrales de la pobreza para convertir la cocina en fiesta. Lo consiguen en Los Geranios, Las Nieves, La Benita, La Lucila o La Capitana. La cocina picantera sabe mucho de diferencias. Tiene alguna cara opulenta y otras bastante más humildes. En esas anda Los Geranios, a unos veinte minutos de Arequipa, un comedor elemental con una cocina que lo llena todo en manos de uno de los tres picanteros hombres en un gremio de mujeres. El rocoto relleno, la colita de camarón o el escribano – papa sancochada, rodajas de tomate, rocoto, aceite, sal, y el toque mágico de dos cucharadas de los restos de la chicha de guiñapo, a la que llaman chichagre- se quedan grabados en ese rincón que la memoria reserva para los grandes sabores.

 

La sencillez se prolonga al galpón que acoge la cocina y el comedor de La Capitana. Allí manda José Díaz, el primer picantero que se recuerda en esta tierra. Un hombre que rompió moldes en un local que conserva el sabor de siempre: penumbra, mesas de madera lavada, manteles de hule, el humo de la cocina de leña marcando la vida y platos que merecen un respiro: torreja de lechuga, ají de lacayote (calabaza) y un buen rocoto relleno.

 

La chicha

Sin chicha no habría picanterías. Siempre fue su razón de ser; eran locales a los que se acudía a beber chicha y, ya que estamos, se iba comiendo algo. La chicha marcaba el ritmo de la comida, que se iba preparando a lo largo de la jornada. Todo empezaba por los jayaris (entradas), seguía un rato después por los menús del día y acababa, ya entrada la tarde con los especiales.

 

En Arequipa no hay dos chichas iguales. Cada picantera prepara la suya y lo hace cada día, bien de mañana. Trabajan a partir del guiñapo (también le dicen huiñapo), resultado de germinar, secar y moler una variedad de maíz negro que apenas se cultiva ya en algunas comarcas de Arequipa. Viendo como la hacen, no parece demasiado complicado, aunque sí algo laborioso. Hierven el guiñapo mezclado con agua en la paila, lo filtran con unas telas de yute y lo dejan enfriar antes de añadir un poco de chicha vieja para impulsar el proceso de fermentación. La mezcla queda en reposo en una tina de barro, llamada chomba, coloreada por el tiempo y el uso con los tonos violáceos de la propia chicha. Conforme avanzan las horas, una densa capa de nata violácea se va formando en la boca de la tina. Si las temperaturas acompañan, estará lista al día siguiente, cuando los primeros clientes se sienten a la mesa. Si refresca, el proceso se alarga un día más. Sin ella no se abren las puertas del negocio. Aquí se acudía siempre a beber y después se comía. Hoy se hacen las dos cosas al mismo tiempo, aunque la chicha siempre asoma a la mesa en primer lugar.

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Un guiñapero extiende lo granos para empezar el proceso. Foto: Manuel Zuñiga.

Es una chicha fresca, joven, dulce y sedosa. Muestra un punto muy tenue de carbónico que da una cierta viveza al trago y el contenido de alcohol es bajo. Los arequipeños la bebían y la beben en dosis nada despreciables. Lo demuestra el tamaño de los vasos, de cristal grueso, medio opaco, que se manejan en los locales tradicionales. El caporal, con un litro y medio de capacidad, es el más grande, pero casi ha desparecido. En las picanterías de toda la vida se guardan algunos entre algodones, como reliquias el pasado. El siguiente es el cogollo y está en condiciones de recibir un litro de chicha. El más chico, el doctorsito, se queda en medio litro.

 

La imagen del cambio

Las picanterías encarnan la imagen del cambio, la resistencia y la cordura. Esos ejemplares comedores populares, que definen la naturaleza de la cocina arequipeña y hacen la diferencia en el paisaje culinario peruano, han vivido una pelea eterna. Crecieron luchando desde la humildad y la falta de apoyos, y aprendieron a seguir adelante. Son mujeres acostumbradas a resistir y se aplicaron a la tarea.

 

Las piezas encajan cuando me siento en la mesa larga y el banco corrido de La Maruja, una humilde picantería de barrio (Cerro Colorado, en Cayma). En la fachada, una pizarra anuncia los especiales del domingo -adobo, ubre empanada…- y otra los almuerzos del día. Toca chochoca, un sabroso y denso guiso construido sobre una finísima harina de maíz con la que traban un caldo en el que han cocido verduras y una pata de res. Te deja el cuerpo como para ir al sastre. El precio es popular y los comedores de las dos plantas son un ir y venir de parroquianos locales. Vivieron y viven al margen de lo vaivenes del turista.

Un día después llego a Los Leños, la picantería campestre de Rafael del Carpio, a pocos kilómetros de Yumina, soñando con una cocina que brilla por su empuje, sabiduría y capacidad de resistencia. Es una picantería campestre, en un espacio espectacular con vistas a la andenería precolombina que define los culticos de esta zona, pero la ubicación penaliza. Antes era la lluvia la que alejaba a los clientes; luego fue la pandemia la que tuvo cerrada más de un año y unos eses más a bajo rendimiento.

 

Llego allí buscando el zango, o sus torrejas de lacayote, una variedad de calabaza, o el ajo batido, una poderosa salsa que Rafael prepara en batán y te acabas comiendo a cucharadas. Al final, comes más platos de los que indica la cordura, y sales siempre con una sonrisa de cuerpo entero.