Patricia Pérez, la recolectora de Atacama

Patricia Pérez y Osvaldo Plaza, productor de la casi desaparecida papa socaire, representan un mundo imprescindible.

Patricia Pérez nació de pie. En algunos lugares le dicen nacer de nalgas, pero para los Lickanantai es nacer de pie y tiene un significado claro: estás marcado por el destino. Naces señalado. Entre otras cosas, te vienen las cosas de cara para acabar siendo yatiri, que es como llaman por aquí al curandero y al brujo, o a la mezcla de ambos. Me lo apunta sobre su abuela -“creo que era un poco yatiri”-, de la que aprendieron Consuelo, su madre, y ella misma. En estas tierras las cosas importantes se transmiten de madre a hija. Entre la abuela y la madre enseñaron a Patricia a conocer, recolectar y tratar los frutos del desierto. Ella lo hace ahora con su hija. Los yatiri siempre contaron en la vida de Toconao, el pueblo donde vive. Los kunza que habitaron las tierras que hoy son de los lickanantai le pusieron ‘lugar de piedras’, un nombre bastante descriptivo. Allí nació, atendida por una partera que utilizaba hierbas como el romero castillo o la ruda. Hierbas para preparar el parto, hierbas para ayudar después a botarlo todo, hierbas que acaban marcando una vida.

 

Estamos en el corazón de Atacama, el desierto más seco del mundo, donde pueden mediar 20, 30 o hasta 40 años entre lluvia y lluvia. Ciento sesenta mil kilómetros cuadrados que marcan un estremecedor record, en su zona central llegaron a pasar 400 años entre dos aguas. Y uno que se me antoja todavía más estremecedor: al comienzo del último invierno estuvo dos días cubierto por la nieve. Me escondo del sol que hoy cae sin clemencia en el pequeño comedor de Consuelo, el restaurante de la madre, y conversamos mientras como un helado de airampo que me devuelve la vida. Al lado, la vieja amasadería de la familia, convertida hoy en ‘Almacén ancestral’, vende productos de la zona, incluidas las hierbas que recolectan. El desierto es un lugar gozoso cuando lo recorres de la mano de Patricia. De vez en cuando sale de la pista y me acerca a sus zonas de recolección. La primera es una hondonada cubierta de matas de rica rica. Las cuida como si fuera un jardín. Retira la basura arrastrada por el viento y poda con cuidado las puntas de las ramas para empujarlas a la vida. Esta mujer ha convertido el desierto en un gigantesco y extraño huerto familiar.

 

El trabajo del recolector tiene exigencias añadidas. Una es cuidar el desierto, la segunda es respetarlo. Nunca se cortan más de diez centímetros de cada rama. Pasar de ahí implica una amenaza para el arbusto. Sigue el recorrido y las referencias se amontonan. Un gigantesco hongo que llaman yareta, parece más una piedra que un producto del reino vegetal y crece durante siglos, incluso milenios, la copa copa, la lampaya, la tola, la tolilla o la chachacoma nos van pasando por los ojos y por la conversación. Y, finalmente, la rosa del año, la gran joya de Atacama.

 

La rosa del año crece en los linderos de los huertos del valle del Jere y el Bosque Viejo, en la parte baja de Toconao. Este rosal no es una planta generosa, apenas da un par de flores por año, pero puede que sea precisamente ese el secreto de su grandeza. En estado silvestre crece donde otras plantas no son capaces de prosperar, pero en Toconao se cultiva como un sembrío. Exige mil y tantas atenciones para ofrecer un magro botín en forma de una o dos flores escuetas y chicas que los vecinos recogen y guardan con mimo. Eso es todo, y sólo una vez al año. La temporada dura apenas un mes y acaba con noviembre. “Es la primera flor que cultivaron nuestros antecesores”, me dice Patricia. La rosa que tengo delante es pequeña, de un leve color rosa pálido, como un pompón de algodón. Patricia la cortará en unos días y la pondrá a secar en la oscuridad. Luego guarda los pétalos en recipientes herméticos, lejos del alcance de la luz, que acaba cerrando el círculo para ser primero fuente de vida y finalmente su peor enemigo.

 

El primer baño que los lickanantai daban a sus recién nacidos se hacía en una infusión de rosa del año, asegurando así que el espíritu quedara unido a la piel. La práctica sigue viva en algunas familias, como la de Patricia, pero el destino final de la rosa es cada día más mundano. Se agrega a ensaladas y a la repostería tradicional de la zona, incorporándose a panqueques, tortas de quinua, flanes de chañar y algarrobo… pero sobre todo se prepara en infusión. No da mucho color, pero el resultado es sutil, elegante, largo y envolvente. También es relajante. Rodolfo Guzmán la utiliza desde hace tiempo en la cocina de Boragó, en Santiago de Chile. Su última propuesta es un sándwich helado que combina rosa del año con cachiyuyo, otra planta del desierto. También la recuerdo en un falso yogur de pajarito.

 

Osvaldo Plaza. La papa de Socaire

La papa morada crece en las terrazas que rodean Socaire desde hace cosa de 500 años, cuando los incas las instalaron en el mismo lugar que todavía ocupan hoy. Casi todo ha cambiado desde entonces. El asfalto, la factura de las casas, los autos y los comedores que jalonan la carretera al paso por el pueblo dibujan un paisaje muy diferente al imaginable para aquel tiempo. La papa, el desierto y las terrazas donde se cultivan siguen ahí, resistiendo el paso de los días y marcando el ritmo de la vida en este extremo de Chile que acude al encuentro con Argentina. Nos manejamos a 3500 metros de altitud y el aire es limpio y frío. Diferente.

 

Por estas alturas de Atacama no falta el agua desde que construyeron el canal. La papa morada hace honor a su nombre. El corte no deja duda y desvela una pulpa de un intenso granate oscuro, capaz de teñir cualquier guiso. El tamaño depende de cómo se plante (la separación entre las semillas y algún detalle más), por lo que las hay grandes y chicas. Los restaurantes de San Pedro las quieren chicas; las usan para decorar los platos. Me lo cuenta poco a poco Osvaldo Plaza, toda una vida dedicada a la papa. Quien más quien menos, casi todos plantan sus papas en Socaire, pero apenas quedan dos productores de entidad. Uno es Osvaldo. La siembra cada año, a razón de ocho semillas por ojo, y si la cosa va bien saca unos 8 kilos por ojo, aunque nunca se sabe.

 

Hace un año perdió casi toda la cosecha; casi medio millón de pesos de inversión malograda. Guarda una parte para comer, otra para semillas, enterradas en arena para que aguanten hasta la siguiente cosecha, y vende el resto a un comerciante de San Pedro. Ahí le pierde el rastro, pero no parece que lleguen a Antofagasta. Este año ha vendido a 2500 pesos por kilo. No es para celebrarlo dando palmas. Hay otras papas en Socaire, una de ellas blanca, que cultivan para consumo propio, aunque no son destacables. Osvaldo es el último de una saga familiar dedicada al campo. Ninguno de sus cinco hijos ha seguido su camino. Él sigue fiel al cultivo de sus papas –un año papa, otro maíz o haba, al siguiente de nuevo papa- y la cría de los corderos que le dan carne, lana y finalmente, para cerrar el círculo, abono para alimentar las terrazas donde crece la papa.