El primer día que Evarist March trabajó con el Celler de Can Roca pasó la mañana en lo que hoy es la Masía, el espacio administrativo y de formación situado frente al restaurante, donde también se ocupan del reciclaje de botellas y hay una pequeña huerta y un invernadero que entonces non estaban allí. Dedicó su primera jornada laboral a recorrer el terreno, viendo lo que había y recogiendo hierbas. Al final del día, sin alejarse más de cien metros de las instalaciones del restaurante, tenía 20 especies que podían pasar directamente a manos del equipo de cocina. Decidió empezar por los productos inmediatos, para demostrar que su trabajo iba en serio, marcando una dinámica de kilómetro cero absoluto: la inmediatez total.
Pocos ingredientes más cercanos que esas 20 hierbas recogidas en el terreno del propio restaurante. No hacía falta irse a la otra punta del Pirineo o acercarse a los acantilados o las calas de la Costa Brava para empezar la búsqueda. Recuerda que había verdolaga, diente de león, acedera y otras plantas que habían estado siempre ahí. Normalmente se arrancaban cada vez que se hacía limpieza del terreno y hoy aparecen en los platos de los buenos restaurantes. Pocas semanas antes, Evarist había ido a visitar a Joan, sin conocerle de nada. Llegó empujado por un conocido y consiguió la cita. Fue hace siete años, en 2012, vivía al margen de los movimientos de la alta cocina y no sabía casi nada del Celler de Can Roca, por no decir nada. Joan le dio una hora, apagó el móvil y escuchó. “Le expliqué mi experiencia, lo que hacía y lo poco acostumbrado que estaba a aplicarlo a la cocina”, recuerda, “me dijo que le había parecido súper interesante y que le mandara una propuesta”. El acuerdo fue rápido y empezó por lo básico, que fueron los alrededores inmediatos.
No había llegado como recolector, aunque acabaría siéndolo –“al final hice de recolector porque nadie más podía hacerlo”- pero su propuesta era absolutamente científica y estructurada, y el primer paso no era ir a buscar lo que necesitaban y proveerles de hierbas y flores, sino trazar un mapa de los alrededores para saber lo que tenían a mano. De hecho, los mapas se fueron superponiendo, ampliándose confirme fue creciendo el entono, hasta llegar al Pirineo, que no está tan lejos, a menos de una hora del restaurante. Lo primero fue tan próximo como el terreno de la Masía, las huertas, los solares, los jardines y los caminos de los alrededores.

Cosechando alrededor del restaurante
No hacía falta ir más lejos para encontrar una parte de lo que necesita la cocina del restaurante. Solo hay que saber donde y en qué temporada. A partir de ahí se abre un mundo en el que la alta cocina no pensó casi nunca y las cocinas populares habían empezado a olvidar. La mayoría de esas hierbas, esas plantas y esas flores eran conocidas y utilizadas en las cocinas de nuestros abuelos, habían ido reduciendo su presencia en las de nuestros padres y han pasado a la mínima expresión con la nuestra.
Lo llamativo del trabajo de Evarist es que no sale al campo para buscar plantas, aunque lo hace, por mucho que sea desde la perspectiva de quien no busca, solo acude al encuentro de lo que sabe que está ahí. Él intenta enseñar más allá de lo que vemos en las plantas silvestres. Al principio sorprende encontrar un botánico que te dice que las plantas son la anécdota, pero tiene razón, lo que ve la mayoría es la parte divertida de la historia, que viene a ser la búsqueda alrededor de riachuelos, en acantilados junto al mar o en medio de bosques. Es lo que menos le interesa. La obsesión que enmarca su trabajo es analizar y mostrar los motivos por los que se utilizan en el plato. Da igual que trabaje con el Celler de Can Roca, o esté embarcado en cualquiera de las otras actividades que desarrolla a través de su empres, Naturalwalks. Pueden ser cursos para guías de naturaleza, recorridos que enseñen a conocer las setas, salidas al campo en grupo, experiencias de turismo de naturaleza o cualquier otra actividad diseñada a medida. Por encima de todo siempre planea la misma idea. “Quiero enseñarte a entender por qué utilizas ese producto. Antes que el mismo producto está el uso que se le quiera dar. Si entiendes la planta, el producto en el campo, y miras donde vive, entenderás porque es así y se comporta de una manera determinada. A partir de ahí tengo que pensar en la función que le quiero dar”. Evarist habla de catorce funciones distintas que se le puede dar a una planta y diferencia, por ejemplo en las hierba entre la flor, el tallo, las hojas, las raíces y el bulbo. Cada una tiene uno o varios usos, un fin y un carácter propios y claramente definidos.

Después de un par de horas de conversación empiezo a no ver las plantas como una unidad sino como una suma de partes, al menos en lo que se refiere a la cocina. Toma una flor y empieza un recorrido que se alarga un buen rato. Puede usarla para decorar y hacer un ejercicio muy avanzado -desde la perspectiva de la alta cocina antigua, las únicas flores que llegaban al plato eran la alcachofa, la coliflor y el brécol, antes de que llegara la flor del calabacín-, aunque también puede ser un contenedor para otros productos o un guiso. Podría ser el eje que aporte al plato un juego de aromas, unas veces en armonía y otras por contraste, o crear un juego de texturas con flores como la malva, que aportan la suavidad del mucílago. También cabe convertir la flor en una referencia identitaria, añadiéndola al plato porque simboliza el territorio, o llevarla a él sin otra intención que sorprender al comensal. “Fíjate en eso, yo no tengo un ingrediente que es una flor, pienso primero para qué quiero la flor y eso es lo que no se suele hacer en la cocina. Usamos las flores automáticamente, sin pensar en ellas o en el plato”. Me recuerda que las flores como elemento decorativo son muy recientes y llegaron en sustitución de las ramas de perejil o los tallos de la ciboulette, que es una variedad de ajo, justo antes de añadir una función más para su flor mientras lanza una crítica a quienes escribimos. “Nadie cita la flor cuando habla del plato, pero lo que se pone encima de un plato, sea una hoja, una rama o una flor, también propone un maridaje”.
El papel de una flor
Las flores están hoy ahí, en los platos, en las cocinas, en las furgonetas de los distribuidores y en las paradas de los mercados, en cajas de plástico que ofrecen una variedad o un mix de variedades. Son flores cultivadas que facilitan el trabajo del restaurante, aunque eso limite sus propiedades y por lo tanto sus usos. Nada que ver entre las características de una flor, una hierba o una planta silvestre y las de otra que ha sido cultivada. Habrá perdido minerales al mismo ritmo que aumenta su contenido en agua y diluye su naturaleza. “Lo más sorprendente no es cultivar flores que no saben a nada, con lo que perdemos ese valor añadido que es la gracia de la flor -¿para que vamos a poner flores que no saben a nada?-, lo llamativo es comprar mix de flores que estaban y están en el jardín de las casas: los geranios, los claveles, las margaritas que crecen por todas partes, capuchinas… todo lo que tiene mi abuela en el jardín”. Y así sucede con el oxalis, una mala hierba que invade los sembrados y los campos, y sin embargo se vende a precios exorbitantes, y con tantas otras. Al final, reducen el discurso de las flores a una anécdota cuando no hay un trabajo de fondo detrás suyo. “Yo veo jardines botánicos en platos, pero a veces no veo platos”.
El discurso del territorio está hoy tan presente en la cocina como en el ideario de este botánico recolector que convierte cada pregunta en el comienzo de una reflexión. Evarist entiende Girona como un pueblecito. “El Celler”, me dice, “está ubicado en un lugar de paso en el exterior de un pueblecito. Alrededor hay un montón de plantas que son las que utilizamos en nuestro día a día, que siempre son las más sostenibles porque desde siempre son lo más cercano”. El concepto de proximidad empieza por lo inmediato y sigue por lo cercano. Desde Girona se tardan 40 minutos en llegar a un acantilado, una marisma salada o una pequeña cala donde puedo estar recogiendo salicornia, hinojo silvestre o frutilla de mar. En ese tiempo o poco más podemos subir al coche y llegar al Pirineo, un paraje que Evarist compara con Centroeuropa, que ofrece genciana amarilla, setas, castañas y no sé cuantas cosas más. Tenemos algas, tenemos agua dulce y salada, bosques mediterráneos, o espacios a los que se llega caminando, como el riachuelo hasta el que paseamos desde el restaurante para recoger ajos tiernos. En lugar de entenderlo y valorarlo, cuando la primavera llega a nuestros pueblos y nuestros campos pasamos la máquina y fumigamos, y con estos dos gestos se van las acederas, el diente de león, la vinagrera, el oxalis y todo lo que las acompaña. Fumigan y cortan lo que deberían comerse, o aquello que otros cultivan y venden a precios exorbitantes.

Botánica con historia
Cada hierba, cada planta, casi cada flor que me muestra en cada encuentro, trae enganchadas unas cuantas historias, vinculadas siempre al pasado del lugar, el carácter y la naturaleza de sus gentes y la cultura local. La primera vez fue en Cala Fosca, una pequeña playa que todavía pertenece al término municipal de Palamós. Es el punto de partida de un recorrido hacia Cala S’Alguer, posiblemente el último rincón donde la Costa Brava muestra como era esta parte de la costa mediterránea hace 60 o 70 años, a través de la Pineda d’en Gori. Casi sin salir de la playa aparecen las primeras frutillas de mar, luego el hinojo silvestre, las oxalis, la col silvestre, el ajo silvestre, la hierba betunera. Hasta las ruinas del Castel Sant Esteve, en lo alto del acantilado, ofrecen algunos inquilinos. Me sorprende encontrar frutilla de mar, una planta que consideraba endémica de Chile y que Evarist redirige también hacia Sudáfrica, atribuyendo a ingleses y holandeses la responsabilidad del traslado de esta y muchas otras especies desde el sur del continente africano hasta la flora mediterránea. Días después, un azufaifo encontrado al paso en un parque público de Barcelona suscita el relato de la influencia árabe en la historia de la ciudad. “En nuestras tierras”, me dirá después, “es imposible no hablar de cada pedacito de naturaleza sin relacionarlo con la historia y la cultura local. Mediterráneo significa en medio de la tierra, coges una hierba y tiene tanta historia y tanta cultura que te vuelves loco, y pensamos que lo hemos inventado hace dos días”. Y así vamos, repasando la historia y la vida entre salvias, rudas, pepinos del diablo, cabezas de asno, gencianas amarillas, apios de caballo y una cuantas docenas de aromas y sabores más.
Nuestro mundo ha extendido un espacio de sombras alrededor de su relación con la naturaleza. “La entendemos como una industria, a veces como un supermercado gratis, pero antes la explotaban y al mismo tiempo la cuidaban porque tenían que seguir viviendo de ella. Ahora no tenemos casi pastores, no hay casi pescadores, no quedan casi agricultores, que son los que nos enseñaban la relación con la naturaleza. Tampoco quedan aprendices y lo grave no es tanto que no haya jóvenes en el campo o en el mar, sino ver qué va a pasar con todo ese conocimiento que ya no se transmite. Nos han enseñado que hoy podemos llevar mil enciclopedias en el bolsillo y que eso nos da conocimiento, pero no es cierto, solo nos da información”.
Este texto forma parte del libro Raíces, escrito por Joan Roca, Sacha Hormaechea e Ignacio Medina.