Víctor Arguinzóniz camina por las campas próximas al cresterío del monte Arrano. Al otro lado se levantan las paredes calizas del Anboto. Coronamos el collado y, a la derecha, aparece la mole achaparrada y maciza de la ermita de Santa Bárbara, como un fortín de musgo y piedra en mitad del prado. «Hasta aquí subíamos en procesión desde Axpe cada 18 de julio, con las banderas y toda la pesca… A mí, que era monaguillo, me tocaba cargar una enorme cruz de hierro. Cómo eran los curas de entonces, de armas tomar», ríe Víctor Arguinzóniz tras su caminata, unos 20 kilómetros por el Parque Natural de Urkiola. Acabamos de doblar el espinazo para colarnos a tomar, en un jarro metálico atado con cadena, la riquísima agua helada de la fuente de Arrano. Aquí, con el frescor, al parrillero se le avivan los rescoldos de la memoria…
–Mire, usted, si se puede… Yo prefiero subir en el próximo turno…

Caminar de noche, bajo las estrellas

Saca de la mochila unos pocos sarmientos, un cartón de huevos, papel y un par de tocones de viña y prende fuego al conjunto. Más tarde, con la brasa hecha, extrae una pequeña parrilla portátil (forjada por sus propias manos) y la coloca sobre las brasas junto a un par de chorizos hechos con carne de ibérico Joselito y choriceros de su caserío. Un aroma vivificante, primitivo, invade la ladera. Comemos de pie (Víctor ayuna) , apoyados sobre los peñascos de la ladera, sosteniendo el fragante chorizo sobre un buen pedazo de pan cocido en casa. «Ya no tengo ni huellas dactilares de tanto asar», sonríe. «No hay mejor olor en el mundo que este aroma de la leña; son olores que me remiten a la infancia, que me traen recuerdos y emociones», se sincera.
Productos cercanos, vivos y bajo su control
Durante una temporada Víctor Arguinzóniz acarició la idea de comprarse un barquito para salir a pescar él mismo las piezas que asaría más tarde en Etxebarri. La familia le hizo desistir. Pero ese es el espíritu que anima a este hombre autárquico y autodidacta. Cuida la huerta que plantó e impulsó su padre, atiende a sus gallinas ponedoras, a las búfalas con cuya leche hace mozarella tras quebrar la omertà cuando quiso aprender con maestros italianos o seca pimientos para preparar su chorizo. Si hasta tiene su propio vivero de angulas…
Asoman más retazos de su vida. La abuela Eugenia ordenándole que no se distrajera, que no apartara la vista del guiso en el fuego bajo («en el caserío era lo primero que se hacía al levantarnos, encender la hoguera para preparar la comida; a mí me relaja mirar el fuego: es vida») y Narcisa Olazabal, su madre, despidiendo a los hermanos en la puerta, camino de la escuela.

También, los viajes en burro hasta Durango, en el carro del padre, para vender verdura del caserío, diez kilómetros entre bosques y praderas y, al fondo, el fulgor de la civilización. Y los partidos de pelota mano. Se mira Arguinzóniz las enormes manos cuando convoca su sueño de ser zaguero en el mismo frontón donde jugó la saga completa de los García Ariño, nacidos en un caserío a 400 metros de Etxebarri. Había muchos intereses, no todo era pegarle bien y fuerte».
Luego, los estudios de Maestría Industrial como electricista, la mili en Canarias, catorce meses en la Compañía de Automovilismo («lo pasé de puta madre en Gran Canaria y Tenerife: volvemos todos los años, me encanta el clima»), su trabajo temporal como peón caminero y en una empresa de cartonajes en Apatamonasterio hasta colocarse en Cemosa (Celulosas Moldeadas SA), donde se hacen los cartones de huevos. «Familiares de la madre tenían una casa de comidas en las Siete Calles. Nuestras visitas allí eran mi único contacto con la hostelería. Siempre me gustó ver aquel ambiente, la buena relación que se establecía… Mi sueño era tener mi restorán».
Campeón de sokatira
Puso los ojos en el caserío del siglo XVII -que fue bar y ultramarinos- de Axpe, cerrado en 1980. Lo compró. Tenía 28 años. Trabajaba a tres turnos en Cemosa. Cuando terminaba, se metía a restaurar y a preparar el caserón con sus manos. «En febrero, dos meses antes de abrir, pedí la cuenta. Me llamaron loco. Era un puesto de privilegio. Pero había pensado que no podía jubilarme allí, con aquel ritmo de vida», dice. En aquellos tiempos, con el equipo de Mondragón, llegó a ser campeón de Euskadi de sokatira en 640 kilos. Era 1984.
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Al rato, Víctor Arguinzóniz emprende el camino de regreso a Axpe. Con una idea nueva bullendo en la cabeza. Al día siguiente asará para el almuerzo el hígado de un pato sacrificado esa misma mañana en Las Landas. Una pieza sin asomo de grasa, rutilante y sutil, perfumada de haya, un plato alumbrado entre estas peñas y prados… Su patria.