La larga travesía de Víctor Arguinzóniz

Acompañamos al parrillero por los caminos de su patria, las laderas del Anboto, el lugar donde alumbró su revolución de la brasa

Víctor Arguinzóniz camina por las campas próximas al cresterío del monte Arrano. Al otro lado se levantan las paredes calizas del Anboto. Coronamos el collado y, a la derecha, aparece la mole achaparrada y maciza de la ermita de Santa Bárbara, como un fortín de musgo y piedra en mitad del prado. «Hasta aquí subíamos en procesión desde Axpe cada 18 de julio, con las banderas y toda la pesca… A mí, que era monaguillo, me tocaba cargar una enorme cruz de hierro. Cómo eran los curas de entonces, de armas tomar», ríe Víctor Arguinzóniz tras su caminata, unos 20 kilómetros por el Parque Natural de Urkiola. Acabamos de doblar el espinazo para colarnos a tomar, en un jarro metálico atado con cadena, la riquísima agua helada de la fuente de Arrano. Aquí, con el frescor, al parrillero se le avivan los rescoldos de la memoria…

 

Asoma entonces el recuerdo de un sacerdote medio requeté al que sólo le faltaba ceñirse correajes y cartuchera sobre la negra sotana, un cura ultramontano que recibió la orden en los años 60 de domeñar a aquellos vascongados ceñudos y montaraces, adoradores de Mari, la dama del Anboto. «Un día, aquel cura estaba dando el sermón en misa y nos preguntó a gritos: ‘¿Quiénes quieren subir al cielo ahora mismo? ¡Que se levanten!’, ordenó. Nos pusimos todos en pie, claro. Pero al fondo, un señor muy mayor, se quedó sentado mirando al cura…
–Y tú, Pablo, ¿tú, no quieres subir al cielo?
–Mire, usted, si se puede… Yo prefiero subir en el próximo turno…
Víctor Arguinzóniz (Axpe, 1960), considerado el mejor parrillero del mundo gracias a su trabajo en Etxebarri , se troncha todavía con el recuerdo de la cara que se le quedó al párroco.
Estamos en su cosmos, en el pequeño planeta verde y rocoso donde Arguinzóniz ha forjado su personalidad, su carácter. El lugar donde, como esos escaladores tozudos que se suspenden de lugares imposibles oteando salidas, el parrillero ha abierto una vía inverosímil. «Uso una técnica ancestral. Pero la parrilla es tan vanguardista y moderna como cualquier otra técnica de cocina», subraya.
Víctor Arguinzóniz. (Foto: Maika Salguero)
Víctor Arguinzóniz. (Foto: Maika Salguero)

 

Todos los lunes, solo, siempre solo (hoy ha hecho una excepción con este reportero), recorre treinta y tantos kilómetros por estos senderos empinados. Sus únicos encuentros son con pastores y seteros. «Hablamos del tiempo. De si va a cambiar y tal… Dos frases». En estas rampas, bajo los hayedos sobrevolados por buitres que casi podríamos tocar con las puntas de los dedos, Víctor Arguinzóniz ha construido en casi 30 años de oficio una enciclopedia nueva de la cocina, de la brasa.
«Aquí me concentro en mí mismo, en mis cosas. Nadie me interfiere. En el monte busco soluciones. Voy maquinando cosas que quiero corregir. Hay asuntos o platos para los que no veo una salida… y en Anboto encuentro la solución», dice el hombre que cocina en un caserón que sigue siendo el bar del pueblo, reconstruido con sus propias manos. Cada día se llena de japoneses, franceses o australianos; la lista de espera es de meses.
El dueño del cuarto mejor restaurante para The World’s 50 Best comenzó asando aquí las delicadísimas anchoas, «las señoritas del mar». Hoy se atreve con todo: caviar, angulas, zizas, percebes, helados…
Caminar de noche, bajo las estrellas
Víctor ha permitido que le acompañemos en uno de estos lunes de asueto y monte. Sale del caserío Uru tras haber ordeñado a las búfalas con las que hace su mozzarella tras desayunar unos cereales, cerezas de sus árboles en temporada, o una o dos piezas de fruta. «Una pera, un plátano… Lo que haya por casa». Aún es de noche cuando camina a buen paso por las veredas que conoce tan bien. «No como nada hasta volver a casa. Paro a beber en las fuentes, eso me da vida», suspira.
Víctor tiene una planta imponente. Como los robles y las hayas, como los caminos que trepan hasta Peña Anboto, Arguinzóniz permanece en el mismo lugar donde nació, donde vigiló durante horas el borboteo de los pucheros de barro sobre el fuego bajo, en los que hervían puerros y patatas, como le mandó la abuela, la amona. Hoy, con el pelo cano, aquel chavalote de manos como palas que soñó con ser pelotari, sigue con la mirada puesta en el fuego, en las brasas, convertido su Etxebarri en santuario del fuego.
Allá abajo puede distinguirse en la mañana clara la blanca fachada del asador y el aparcamiento con su corona de plataneros, el caserío de Axpe, la cinta de la autopista y la desordenada aglomeración de Durango. Los molinos de viento se recortan contra el cresterío que se vuelca sobre el Cantábrico, del otro lado. «Este paisaje está irreconocible. Siento mucha nostalgia… Conozco cómo fue este valle y comparo la vida de hoy con la de antes. Ahora todo son prisas. Y se ha perdido el respeto. Antes, la humildad y la honestidad eran costumbre, lo que aprendíamos en casa…», cabecea.
Hacemos un alto. De la mochila saca una bota de pez de dos litros y echamos un buen trago de vino. «Viña Pomal Gran Reserva», dice guiñando el ojo este maestro industrial electricista que pasó casi 10 años trabajando en Cemosa, Celulosas Moldeadas S.A.
Tras caminar un buen rato entre peñascos, localiza una pequeña hendidura en la montaña. Alguna vez imaginamos a uno de nuestros antepasados (el hombre descubrió el fuego hace 400.000 años en Kenia) doblado sobre unas ascuas, convirtiendo una carroña, un despojo, en un bocado suculento y perfumado. Hoy, Arguinzóniz nos hace el regalo (casi antropológico) de volver a la cueva para asar.
Víctor Arguinzóniz. (Foto: Maika Salguero)
Víctor Arguinzóniz. (Foto: Maika Salguero)

 

Saca de la mochila unos pocos sarmientos, un cartón de huevos, papel y un par de tocones de viña y prende fuego al conjunto. Más tarde, con la brasa hecha, extrae una pequeña parrilla portátil (forjada por sus propias manos) y la coloca sobre las brasas junto a un par de chorizos hechos con carne de ibérico Joselito y choriceros de su caserío. Un aroma vivificante, primitivo, invade la ladera. Comemos de pie (Víctor ayuna) , apoyados sobre los peñascos de la ladera, sosteniendo el fragante chorizo sobre un buen pedazo de pan cocido en casa. «Ya no tengo ni huellas dactilares de tanto asar», sonríe. «No hay mejor olor en el mundo que este aroma de la leña; son olores que me remiten a la infancia, que me traen recuerdos y emociones», se sincera.

Productos cercanos, vivos y bajo su control

 

Durante una temporada Víctor Arguinzóniz acarició la idea de comprarse un barquito para salir a pescar él mismo las piezas que asaría más tarde en Etxebarri. La familia le hizo desistir. Pero ese es el espíritu que anima a este hombre autárquico y autodidacta. Cuida la huerta que plantó e impulsó su padre, atiende a sus gallinas ponedoras, a las búfalas con cuya leche hace mozarella tras quebrar la omertà cuando quiso aprender con maestros italianos o seca pimientos para preparar su chorizo. Si hasta tiene su propio vivero de angulas…

 

Asoman más retazos de su vida. La abuela Eugenia ordenándole que no se distrajera, que no apartara la vista del guiso en el fuego bajo («en el caserío era lo primero que se hacía al levantarnos, encender la hoguera para preparar la comida; a mí me relaja mirar el fuego: es vida») y Narcisa Olazabal, su madre, despidiendo a los hermanos en la puerta, camino de la escuela.

Víctor Arguinzóniz. (Foto: Maika Salguero)
Víctor Arguinzóniz. (Foto: Maika Salguero)

También, los viajes en burro hasta Durango, en el carro del padre, para vender verdura del caserío, diez kilómetros entre bosques y praderas y, al fondo, el fulgor de la civilización. Y los partidos de pelota mano. Se mira Arguinzóniz las enormes manos cuando convoca su sueño de ser zaguero en el mismo frontón donde jugó la saga completa de los García Ariño, nacidos en un caserío a 400 metros de Etxebarri. Había muchos intereses, no todo era pegarle bien y fuerte».

 

Luego, los estudios de Maestría Industrial como electricista, la mili en Canarias, catorce meses en la Compañía de Automovilismo («lo pasé de puta madre en Gran Canaria y Tenerife: volvemos todos los años, me encanta el clima»), su trabajo temporal como peón caminero y en una empresa de cartonajes en Apatamonasterio hasta colocarse en Cemosa (Celulosas Moldeadas SA), donde se hacen los cartones de huevos. «Familiares de la madre tenían una casa de comidas en las Siete Calles. Nuestras visitas allí eran mi único contacto con la hostelería. Siempre me gustó ver aquel ambiente, la buena relación que se establecía… Mi sueño era tener mi restorán».

 

Campeón de sokatira

 

Puso los ojos en el caserío del siglo XVII -que fue bar y ultramarinos- de Axpe, cerrado en 1980. Lo compró. Tenía 28 años. Trabajaba a tres turnos en Cemosa. Cuando terminaba, se metía a restaurar y a preparar el caserón con sus manos. «En febrero, dos meses antes de abrir, pedí la cuenta. Me llamaron loco. Era un puesto de privilegio. Pero había pensado que no podía jubilarme allí, con aquel ritmo de vida», dice. En aquellos tiempos, con el equipo de Mondragón, llegó a ser campeón de Euskadi de sokatira en 640 kilos. Era 1984.

 

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Al rato, Víctor Arguinzóniz emprende el camino de regreso a Axpe. Con una idea nueva bullendo en la cabeza. Al día siguiente asará para el almuerzo el hígado de un pato sacrificado esa misma mañana en Las Landas. Una pieza sin asomo de grasa, rutilante y sutil, perfumada de haya, un plato alumbrado entre estas peñas y prados… Su patria.

 

 

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