Excluidas por los clásicos clubs de gourmets, en 1928 una veintena de escritoras y artistas fundaron en París la primera asociación gastronómica femenina, el club de las vallas Perdices.

Maria Croci estaba harta. Leer cosas como aquella cada vez la enfurecía más. En esta ocasión era la revista cultural Comœdia la que le daba el disgusto: en su sección sobre gastronomía aparecía un artículo titulado «Pas de femmes». La noticia, poco sorprendente pero no por ello menos dolorosa, decía que el famoso Club des Cent había aprobado por unanimidad excluir a las mujeres de la asociación. No era ninguna novedad: corría el mes de enero de 1928 y lo cierto es que desde su fundación en 1912, aquel club fundado por políticos y deportistas gourmets no había aceptado a ninguna fémina, ni entre sus cien miembros oficiales ni entre los que aspiraban a participar en sus comidas semanales.
Tampoco había mujeres en las filas del Grand Perdreau, otro club gastronómico formado por editores, escritores y periodistas, que se reunían una vez al mes en torno a la buena mesa. Ni en la Academia de Psicólogos del Gusto, fundada en 1922. La nueva Academia de Gastrónomos, anunciada en diciembre de 1927 y con 40 académicos aún por decidir, no sería muy distinta. El mundo de los aficionados a la alta cocina era pequeño y había nombres que se repetían en las listas de todas aquellas sociedades. Camille Cerf, Paul Reboux, Édouard de Pomiane, Ali-Bab, Marcel Rouff, Curnonsky…
Precisamente Maurice Sailland (1872-1956), más conocido como Curnonsky o «el príncipe de los gastrónomos», era uno de los pocos gourmets reputados que admitían la incorporación femenina a las huestes de Gargantúa y Pantagruel. Colaborador de la revista Comœdia y responsable de su contenido culinario, seguramente había sido él quien al final de la nota sobre la misógina decisión de Los Cien lanzara un guiño cómplice a sus lectoras: «¿Veremos dentro de poco una sociedad gourmand exclusivamente femenina?».
Aquella pregunta encontró rápida respuesta gracias a Maria Croci. Nacida en Lille en 1874, Marie Louise Ducrocq firmaba sus traducciones del italiano con el apellido de su marido, corresponsal del Corriere della Sera en París. Los Croci formaban parte de la élite literaria de la capital parisina y se movían en el mismo ambiente social que había impulsado los primeros círculos gastronómicos. Pietro Croci formaba parte desde 1924 del Déjeuner du Grand Perdreau, sociedad que debía su nombre a la presencia de un solo perdigón –grande, eso sí– en su comida de inauguración. El esposo de Maria se reunía una vez al mes con los popes de las letras francesas para comer, beber, charlar y, de paso, construir el discurso culinario galo. La prensa informaba sobre los restaurantes en los que almorzaban, los menús que degustaban y los profesionales que los elaboraban. Los «grandes perdigones» organizaban almuerzos temáticos inspirados en las distintas cocinas regionales de Francia y llevaban cuatro años otorgando un premio al mejor jefe de cocina del país.
Mientras su marido participaba en la construcción de una nueva realidad gastronómica, Maria recibía el papel de mero testigo de la revolución. Ella, que tanto amaba guisar y meter las manos en la masa. Ella, que al contrario de muchos de aquellos señores sí que podía apreciar el esfuerzo y la dificultad implícitos en los menús. ¡Ella, que sabía apreciar el buen vino igual o mejor que cualquier hombre!
Maria Croci solía frecuentar los famosos ‘martes del Mercure’, una tertulia semanal liderada por la polémica fundadora de la revista Le Mercure de France, Rachilde (1860-1953). En enero de 1928, espoleada por la exclusión oficial del Club de los Cien, planteó en una de aquellas veladas la posibilidad de fundar un club gastronómico femenino. «Los hombres han asentado la idea de que las mujeres no saben nada sobre la buena cocina», protestó. Rachilde, siempre dispuesta a la controversia, la animó a desafiar a los gastrónomos misóginos. ¿Por qué no mandarles a freír espárragos y, a la vez, disfrutar de comerlos entre amigas bañados en deliciosa salsa holandesa?
Muchas de las allí presentes se prestaron enseguida a participar. Mujeres de letras como la novelista Gabrielle Réval, las periodistas feministas Hélène Gosset y Blanche Vogt, la poeta Lucie Delarue-Mardrus, la dramaturga Judith Cladel, Aurore Sand (nieta de George Sand)… Veintidós amantes de la palabra escrita y bien sazonada, dispuestas a demostrar que la mujer tenía mucho que aportar a la apreciación del arte culinario.
Comœdia anuncia la exclusiva el 29 de enero de 1928 en su sección ‘Le beau voyage et la bonne auberge’ (El hermoso viaje y la buena posada): Pas d’hommes! «A propósito de la decisión tomada por el Club de los Cien de no admitir mujeres en sus reuniones semanales […] Mme Maria Croci nos señala que ella y algunas amigas han formado el club de La Bella Perdiz. Nuestra amable informante no nos ha dicho si los hombres serán admitidos en esta sociedad».
Al revés que sus homólogos masculinos, ellas sí dejaron que el sexo contrario asomara la nariz en sus ágapes. Según sus estatutos, cada socia podía invitar una vez al año a un acompañante siempre que no fuera su marido. El sentido del humor impregnaba todas las actividades de aquellas risueñas epicúreas, desde el nombre de su club (un guiño al Gran Perdigón) hasta los reglamentos redactados por Croci y Réval.
Artículo 2: «las perdices que, contrariamente al orden natural de las cosas, deseen comer bien en vez de dejarse comer, se reunirán para almorzar o cenar una vez al mes con el fin de apreciar como corresponde la buena cocina, instruirse en el arte del buen comer y contribuir al renombre de las casas que las atiendan».
Artículo 6: «contrariamente a los clubes masculinos de gastrónomos que se niegan a admitir a las mujeres, las Bellas Perdices invitarán a perdigones una vez al año a sus banquetes. Cada perdiz tendrá derecho a traer un perdigón de su elección que nunca podrá ser su marido; el mismo perdigón no podrá ser invitado dos veces seguidas por la misma perdiz. Está prohibido robarse mutuamente el perdigón durante la reunión».
Los juegos de palabras con las aves estaban a la orden del día. Belle perdrix significa hermosa perdiz, tanto en belleza como en tamaño y calidad, y el lema del club era “à la meilleure becquetée”, siendo la palabra becquetée válida para el picoteo humano y también el de los pájaros.
A pesar de haber sido fundado a mayor gloria de la gastronomía francesa, la primera reunión del club tuvo lugar en un restaurante de corte extranjero. El Viking (rue Vavin 29, París) mezclaba en su carta platos galos y escandinavos, de forma que el menú inaugural de las Bellas Perdices estuvo compuesto por canapés suecos, bogavante a la americana, coq en pâte, alcachofas Grand-Duc, quesos, y bomba helada vikinga. Poca cosa si lo comparamos con la minuta que tiempos después les prepararía el célebre Auguste Escoffier: caviar fresco con crêpes de trigo sarraceno, velouté ligera de pollo, truchas à la Juliette Lambert (con champiñones y salsa Chateaubriand), perdices envueltas en hojas de vid y asadas al sarmiento, ensalada de naranja y pasas a la japonesa, y parfait de foie-gras con gelée de vino Frontignan.
Ese menú completo aparece, junto a varias de sus fórmulas detalladas, en el libro que en 1930 publicaron Maria Croci y Gabrielle Réval para dar a conocer el club. Les recettes des Belles Perdrix’ es una mezcla singular de recetario, ensayo feminista, manifiesto y crónica de las actividades de la sociedad. Con prólogo de Curnonsky y algo más de 200 recetas aportadas por perdices, amigos y colaboradores, en esta obra podemos leer cosas como que Esaú –aquel que cambió su primogenitura por un plato de lentejas– no fue el primer glotón de la literatura. «El primer pecado de gula lo cometió una mujer encantadora que, no teniendo aún nada que vestir, no quiso abstenerse de probar algo que le pareció particularmente apetecible. Aquella manzana le costó cara a Eva, pero dio a las mujeres el derecho a reclamar que la glotonería no debe ser un privilegio de hombres».
Las Bellas Perdices fueron particularmente activas entre 1928 y 1932 y su fama llegó a traspasar fronteras. En España, el diario La Correspondencia Militar daba noticia del club en 1930, diciendo que «la francesa no ha conquistado todavía el derecho a votar, pero sí ha conseguido igualarse con el hombre en la esfera de la gastronomía». El periódico El Sol añadía por su parte que aquellas gastrónomas demostraban «lo dinámica que puede ser la actuación de la mujer moderna». Aunque aquí no cundiera el ejemplo sí que sirvieron de inspiración en Francia, donde en 1929 varias esposas de miembros del Club des Cent crearon el Cercle des Gourmettes.
Croci y compañía sentaron cátedra al equiparar el paladar femenino con el masculino y reivindicar la importancia de la mujer en la hostelería francesa. Los restaurantes cada vez tenían más clientas que acudían a comer solas o en grupo, sin hombres que las acompañaran, y los expertos comenzaban a prestar su atención a cocineras como Eugénie Brazier o Marie Bourgeois. El Club de las Bellas Perdices impulsó en 1936 la Academia de Cordons Bleus, una institución dedicada a reconocer la labor de las jefas de cocina de Francia, que desgraciadamente no tuvo demasiado éxito. La misma Mère Brazier, con seis estrellas Michelin desde 1933, rechazó educadamente aceptar un sillón de académica por estar demasiado ocupada con sus dos restaurantes.
El Club des Belles Perdrix no sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, pero su pequeña revolución cambió la percepción de lo que una mujer podía saber, disfrutar y apreciar. Conscientes de que el feminismo acabaría por abrirse paso, sus socias vaticinaron que el futuro haría de la cocina una vocación en vez de una obligación. “Ocupadas en otras tareas, es posible que las mujeres no tengan ocasión de ocuparse del fogón y en general no se arrepentirán de ello, pero lejos de la ciudad siempre habrá ancianas herederas de secretos culinarios, de platos exquisitos guisados a fuego lento durante días enteros y que ellas transmitirán a sus nietas para deleite de la posteridad. La transmisión del tizón lleva manteniéndose desde hace siglos y no parece que esté llegando a su fin. Son las mujeres las que tienen el honor de velar por esa transmisión: la modestia de las guardianas de la tradición no disminuye sus méritos”. No se imaginaban que el tizón acabaría transmitiéndose de manera virtual ni que 92 años después, ‘Les recettes des Belles Perdrix ’ servirían para encender nuevas brasas.