Observar las transformaciones de una ciudad a través de sus expresiones culinarias es probablemente una de las formas más interesantes de conocer los flujos internos de las comunidades que la conforman. Hacerlo en sus territorios limítrofes es adelantarse al futuro.

¿Es la mesa un ámbito político? ¿Es posible deducir que movimientos geopolíticos están en curso observando los productos y los platos que la ocupan? Obviamente, sí. La mesa también es un espacio de poder.
Los alimentos y sus gramáticas culinarias- recetas o formas de elaboración- son actores políticos que se sientan en un banquete a negociar un estatus. Dependiendo de las tornas, pueden protagonizar la escena o ser meros actores de reparto, agigantar su influencia o permanecer en letargo durante un indeterminado espacio de tiempo, como acuíferos subterráneos, hasta que el caudal de agua crezca y desborde los márgenes iniciales. Así ocurre con las cocinas de los grupos de población que habitan los extrarradios de las ciudades y que son el germen de “revoluciones gastronómicas internas” a medio o largo plazo.
La mayoría de los grandes “éxitos” de la gastronomía mundial tienen mucho que contar acerca de los movimientos migratorios tras la primera revolución industrial, ya sea un sándwich de carne picada, una masa de pan horneada recubierta de varios ingredientes o un bollito agujereado. Bagel, hamburguesa, pizza, pastrami, kebab, wanton, ramen, ceviche, taco, naan o gazpacho son los ejemplos de la integración social del migrante. Recorrer su trayectoria espacio temporal implica observar el movimiento de las personas que lo llevaron consigo al meollo de sociedades con otros lenguajes comestibles. En ocasiones, habitando primero en los márgenes de la realidad social y gastronómica de los grupos de poder para acabar fusionándose con más o menos dificultades con la propia matriz de acogida.

Barcelona es una ciudad que vive un momento de reflexión interna. Vacila en la deriva de sus grandes mercados de donde ha expulsado a los productores locales, se contorsiona entre paradojas de crecimiento sin límite mientras mira de reojo a los desolados ciudadanos, duda entre la turistificación de los barrios más pobres y la recuperación de señas de identidad de las que no se sabe muy bien cuál es su origen y envergadura habida cuenta de que su población no es monolítica. El centro de la ciudad tiene una dinámica económica y social diametralmente opuesta al extrarradio. Se deprecian mutuamente. La distancia entre unos y otros es perceptible entre ofertas culinarias que ni siquiera se rozan de puro desconocimiento y desdén.

La historia se repite. La inmigración de los años sesenta- gallega, andaluza, extremeña, aragonés- apenas tuvo presencia culinaria en la Ciudad Condal exceptuando el lujoso mundo del marisco gallego y la explotación ad nauseam de los pulpos de Mauritania. Su culinaria se refugió en las orillas del Besós y el Llobregat. Tampoco tienen hoy visibilidad la cocina magrebí, la venezolana o la de cualquier país en guerra de Oriente Medio por mucho que nos vanagloriemos de nuestra voracidad gastronómica globalizadora. Tampoco los restaurantes y bares chinos alcanzan un aplauso sentido del público por más que sean ofertas abrumadoramente populares, o quizás por eso. Su papel es hacer de contenedor de los hambrientos. Por otra parte, la cocina del sudeste asiático que interesa al imaginario gourmet está en un escalafón superior al resto por más humilde que sea su origen, del mismo modo que cualquier gastronomía tocada por la varita de lo nipón alcanza un estatus mayor. Así ocurrió con el aterrizaje de la cocina peruana en Barcelona que no era otra cosa que la versión europeizante de la cocina nikkei. Basta entrar en un restaurante peruano ecuatoriano de Santa Coloma de Gramanet para percatarse que lo que allí se sirve son platos hondos y calientes como pilas bautismales, estofados de casquería, asados y frituras más las bebidas sin alcohol más frecuentes. Calor humano cuchara en mano a precios para familias que habitan los más sórdidos rincones de la economía sumergida.
En rumano o en urdú, en el español de Puente Genil, de Barbastro o en el gallego de los montes de Lugo, en el extrarradio se habla como se come: buscando raíces algo diluidas ya por la necesidad imperiosa de pertenencia a dos mundos llamados a fusionarse. Los pioneros de estos restaurantes son ya mayores bregados en migas, papas aliñás, tapas de morcilla de arroz o salmorejos. Suben cada mañana la persiana en Santa Coloma de Gramenet el bar restaurante El Cruce con sus amarillentas fotos de la Pantoja y la Mezquita para servir potaje de habichuelas con calabaza en el menú diario, frituras y rabo a la cordobesa; el bar La Alegría, minúsculo rincón gaditano que presume de ginebra propia, o El Rincón Gallego con su pedacito de morriña. En Badalona y frente al mar, La Bota de Aragón aún luce desde 1973, junto al cachirulo y la virgencita del Pilar, unos letreritos de madera tallada con las tapas de antaño colgadas en la pared: cortezas de la casa, pepinillo relleno de atún y longaniza de Aragón frita y una carta con las antiguas torradas de pan de payés.

Junto a ellos, una nueva generación mejor formada culinariamente. El bar Verat, de Víctor Quintillà, estrella Michelin con el restaurante Lluerna, en Santa Coloma de Gramenet, es la suma de los canelones, las migas y el pan bao; En Hospitalet, Cal Siscu ofrece cazuelas de bogavante rematadas con huevos fritos y garbanzos con espardeñas, producto de lujo en entorno clásico de bodega. En una calle próxima a la estación, Guillem Salazar abrió el Bar Debut tras formarse en la escuela Hofmann, uno de los mejores bar à vins casi sin pretenderlo. Prepara clásicos catalanes como el bacallà amb sanfaina, el cap i pota o las habas a la catalana y unas tartas de higos espectaculares. A veces se inventa una terrina de carnes y te despide con un whisky y un abrazo.
Los bares de extrarradio pueden ser el meollo de algo muy grande, como le pasó a Artur Martínez tras el Capritx de Terrassa. O, simplemente, el lugar donde se está cocinando el futuro, nos guste o no.
Fotos Toni Butrón