Cocedera, marmitona, fregatriz, guisandera, bodegonera… Además de “cocinera”, la mujer dedicada profesionalmente a la cocina ha recibido muchos nombres a lo largo de la historia, y no todos precisamente halagüeños. Célebres fueron, para bien o para mal, las cocineras de sota, caballo y rey que durante el siglo XIX ejercieron en las casas burguesas españolas la tiranía del puchero diario, así como las fondistas que con cuatro perras y mucha imaginación eran capaces de dar pensión completa —más o menos sabrosa— a la recua de huéspedes y clientes que inundaban casas de comidas, hostales y pensiones. Y no digamos nada de todas las que decían ser vizcaínas (las cocineras más apreciadas desde el siglo XVIII) para encontrar rápida y bien remunerada posición ya fuese en Madrid, Barcelona o Manila.

A pesar de que la mayoría de la gente crea que la presencia femenina en el mundo laboral culinario ha sido siempre minoritaria, resulta fácil encontrar abundantes referencias a guisanderas de carrera y oficio tanto en la literatura como en la realidad histórica de España: desde las “moças cozineras” mencionadas por el Arcipreste de Hita en el siglo XIV hasta las bodas de Camacho de El Quijote, donde “los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta, todos limpios, todos diligentes y todos contentos”. Focarias, coquestrias, “cozederas de manjares”, mesoneras o galopinas aparecen en poemas, obras de teatro y bodegones y sin embargo, triunfa la teoría de que nunca estuvieron allí. O de que si lo estuvieron fue de modo marginal, anecdótico, como si no contaran; quizás para justificar de alguna manera el hecho de que no haya tantas féminas relevantes en la alta cocina actual. Seguramente el problema esté en que nos empeñamos en tomar la parte por el todo y así parezca que la gastronomía exclusiva o de estatus, la misma que hoy en día recibe estrellas Michelin y que antiguamente fue la de reyes y privilegiados, encarna la esencia misma de la cocina cuando en realidad no es más que una pequeña parte de ella.
En esa culinaria de relumbrón, privativa de palacios o grandes casas y en la que se podían alcanzar puestos de cierta relevancia gracias a su estructura jerárquica, los hombres fueron siempre mayoría mientras que las mujeres, reinas y esclavas de las ollas en el ámbito privado, jugaron en esos altos fogones un papel menor. Por eso Sebastián de Covarrubias decía en su Tesoro de la lengua castellana (1611) que “cocinero” era el oficial de la cocina de un señor y que la gente ordinaria no se servía de ellos: estaba demostrado ya que la parte visible de esta profesión se limitaba a a los rangos superiores de un oficio masculino con reglas establecidas. Las ordenanzas del gremio de hosteleros y figoneros de Madrid de 1758, por ejemplo, fijaron que para abrir una hostería con licencia era necesario demostrar “habilidad y suficiencia, con las precisas qualidades de haver exercido de Maestro Cocinero en esta Corte, o fuera, en Casa de Señores Grandes, tiempo de dos años; y siendo en Casas de Señores particulares, ha de haver exercido seis años de tal Maestro de Cocineros”. Igualmente debía pasar un examen práctico en el que varios miembros del gremio valoraban su pericia para cocinar tres platos, uno de masa, un asado y un guiso. Como ven, no hay ninguna referencia a que pudiera haber maestras cocineras: no hacía falta. La exclusión de las mujeres de los gremios estaba asumida por todos y su trabajo, aunque existente, no recibía validación oficial.

Al carecer de reconocimiento y verse apartadas del sistema de aprendizaje del gremio (que iba del galopín o pícaro de cocina al aprendiz, oficial y finalmente maestro), las cocineras estaban abocadas a ser autodidactas y a ejercer en casas privadas de menor rango, tabernas o bodegones. La irrupción en España de la haute cuisine, introducida a principios del siglo XIX según el patrón francés, terminó de complicar las cosas: las técnicas eran cada vez más complejas y el conocimiento culinario necesario para hacer ciertos platos, difícil de conseguir. Curiosamente, sería la galopante complejidad de la gastronomía cosmopolita la que permitiera que las españolas comenzaran a meter poco a poco el pie en el terreno de la gastronomía “de mérito”. Por un lado empezaron a publicarse numerosos manuales y libros de cocina, que junto a un mayor grado de alfabetización femenina consiguieron que fuera más fácil acceder al saber gastronómico. Por otro, la contratación de chefs extranjeros (especialmente franceses, italianos y suizos) en cafés y hogares burgueses permitió que muchas mujeres empleadas en la servidumbre aprendieran con ellos los misterios de la gastronomía profesional. Así adquirieron experiencia cocineras como la gran Nicolasa Pradera o Florentina Inchausti, que abrió una de las primeras academias de cocina del país, mientras que autoras tan populares como María Mestayer (alias marquesa de Parabere) o Eladia Martorell se formaron de manera autodidacta gracias a la lectura y la práctica. De todas ellas y de otras muchas, algunas magníficamente apuntadas aquí por Pilar Salas, iremos hablando con la intención de borrar de una vez por todas esa idea de que las mujeres únicamente estuvieron presentes en la cocina doméstica o, peor aún, que no alcanzaron relevancia por tener capacidades inferiores a las de sus homólogos masculinos.

Parte de la culpa de que esa creencia se instalara en la conciencia colectiva española es de Ángel Muro Goiri (1839-1897. Periodista, gastrónomo y autor del popularísimo recetario El Practicón (1894), fue considerado la gran autoridad culinaria de finales del XIX y un verdadero influencer de aquellos tiempos, causante junto a Mariano Pardo de Figueroa (éste conocido como el Doctor Thebussem) del auge de la literatura gastronómica y de un renovado interés del público culto por los asuntos del comer. Su desconfianza por las cocineras quedó patente en la primera de sus Conferencias Culinarias, una sección que comenzó a escribir en 1890 para distintos periódicos y que fueron debido a su éxito compiladas posteriormente en tomos y almanaques. Su conferencia inaugural, publicada el 6 de marzo de 1890, dejaba claro que en su opinión el sexo femenino no valía para guisar esmeradamente: “Ya se habrá advertido que no he hecho mención, ni siquiera alusión, a la mujer como cocinera. Hay una razón. Si por costumbre parece ser la cocina patrimonio de la mujer, en probidad de verdad y en tesis general, la cocina es la ocupación más impropia y la más perjudicial para el sexo femenino. Por cocina no se entiende arrimar un puchero a la lumbre ni fregar tres platos; trabajo que tiene por fuerza que llevarse a cabo por la mujer mientras el marido, padre, hijo, hermano o pequeñuelos reclaman esta asistencia. Ni tampoco ha de considerarse cocina la comida que en España se conoce con el título de sota, caballo y rey, en que la cocinera no hace falta, por más que ostenten este nombre las fregatrices desde tres hasta ocho duros al mes. El trabajo de la cocina es tan delicado y exquisito que la mujer, por su organización, no puede hacerlo de continuo lo mismo un día que otro. Es tan fuerte que el hombre sólo debe y puede soportarlo […] No sé por que se me figura que oigo decir a algún lector: «¡Si el que tal cosa escribe probara algún plato de los que hace mi cocinera!» O esto: «¡Ya quisiera ese articulista culinario hacer un bacalao como lo hace mi Pepa o unas criadillas como mi Ramona!» Nada de eso niego. ¡Quién duda que hay mujeres que ofician de cocinera, y provincianas, generalmente, que hacen cosas comibles que dan gusto a sus amos y hasta se atreven a presentarles a diario salsa bayonesa, bisté y entrecó! ¡Vaya si las hay! Tantas como amos hay que llaman Rochefor al queso de Roquefort y que ignoran que la salsa mayonesa, del francés mayonnaise, viene de Maionne; que el beefteak es solomillo de vaca en lonchas; la entrecotte, chuleta de la misma res, y la purée, toda substancia cocida al exceso y apurado en absoluto el líquido que sirvió para su cocción, amén luego del aliño y preparación. Ahora bien: yo apuesto una buena paella o un salmis de chochas para veinte personas a que el pinche más torpe y más novel de una cocina, per modesta que sea, sabe hacer más y lo hace mejor y más pronto que la cocinera más ducha, más provinciana y mejor pagada que se presente”.

Muro además de ir de listo, no acertar con el origen de la mahonesa y ser un misógino resentido (se casó en 1859 con la escritora y activista feminista belga Céline Renooz, que le mandaría a freír vientos 16 años después), no supo ser fiel ni siquiera a sus propios principios discriminatorios. En su Diccionario general de cocina de 1892 —muy recomendable por cierto a pesar de su autor— siguió erre que erre con que las féminas no sabían ni freír un huevo con perlas como “no hay idea de lo malo que es una mala cocinera […] en cambio los cocineros, por medianos que sean, siempre resultan buenos si se les somete a una disciplina culinaria muy parecida a la militar”, “cocinera asalariada de alto vuelo con pretensión y hasta con reputación de maestra puede muy bien ser, pero no debe ser” o que la blanqueta de ternera era “un plato selecto y apetitoso pero que las cocineras, por lo general, no saben hacer porque a las mujeres lo del fuego lento y lo del rehogo de la carne sin coloración no les cabe en la cabeza y aunque les cupiera, no les entraría, por lo dura que la tienen o que se les pone en tratándose de cocina”. Y sin embargo, ay, ni siquiera don Ángel pudo resistirse a la maestría cocineril de algunas mujeres. Como prueba su receta de bacalao a la vizcaína, que taimadamente atribuyó a fuente anónima a pesar de que tenía dueña y autora sobradamente conocida por él: la bilbaína Dolores Vedia, la primera mujer que publicó un libro íntegramente de cocina en España en 1873. Otro día contaremos aquí su historia.
(Publicado originalmente el 8 de marzo de 2020)